El último soplido del dragón

6

La Verdad del Perdón

Elías miró a la figura translúcida de Althea. Su rostro, bañado por el resplandor de las antorchas, era una mezcla de arrepentimiento y esperanza. A su alrededor, la esencia de la cueva parecía vibrar con la inmensa pena de la Guardiana atrapada y el dolor del dragón Ignis. Elías sentía el peso de la decisión.

—El poder de la Promesa... ¿Qué es exactamente? —preguntó Elías, su voz un murmullo en la inmensidad de la cueva.

—Es la capacidad de los dragones para sanar y proteger, Elías —respondió Althea—. Es la magia del "soplido dorado" que viste. Pero también es la vulnerabilidad a las emociones humanas, una conexión que me corrompió. Si me dejas aquí, esa magia se quedará atrapada con Ignis, su corazón de piedra manteniéndola inactiva. Si me perdonas, la magia se dispersará para siempre, pero liberará a Ignis y a su hijo Gneiss.

Elías pensó en Gneiss, el dragón de basalto. No era una criatura malvada. Había reparado la aldea, su acto fue un grito de ayuda. Había dado la escama a Elías, no para que obtuviera poder, sino para que entendiera su dolor. Gneiss no quería el poder; quería a su padre.

Y la mujer del recuerdo... Althea. Su error había sido trágico, pero había sido un error humano, una traición nacida de la locura y no del mal puro. ¿Merecía pasar la eternidad atrapada por un solo acto de locura? Elías no lo creía. La verdadera fuerza no está en conservar el poder, sino en la compasión.

—Te perdono, Althea —dijo Elías, su voz resonando con una convicción que llenó la cueva—. No eres un monstruo. Eres una mujer que cometió un error, y que ha pagado el precio más alto. Ignis merece la paz, y tú también.

Una luz cegadora brotó de Althea. La figura etérea se disolvió en un polvo de estrellas, que ascendió lentamente hasta la cima de la cueva. Elías sintió un calor reconfortante, y la escama dorada en su mano se desvaneció, convirtiéndose en el mismo polvo brillante.

De las sombras al final de la cueva, surgió una figura inmensa. Era un dragón, pero no como Gneiss. Sus escamas eran de un oro profundo y sus ojos ardían con un fuego suave, como las brasas de una fogata. Pero su cuerpo, su corazón, era de piedra.

El dragón se acercó a Elías. El joven levantó la mirada y no sintió miedo. Vio la tristeza inmensa que había consumido a la bestia. El dragón se inclinó, su cabeza enorme a la altura de los ojos de Elías.

—Has roto mi maldición, pequeño humano —dijo el dragón, su voz era un trueno suave, el eco del corazón de la montaña—. Has liberado a mi amor, y has liberado mi alma. Gracias.

Unas grietas comenzaron a aparecer en la piel de piedra del dragón. Una luz suave brotó de ellas, y con cada grieta que se abría, la piedra se desmoronaba, revelando las escamas doradas de la criatura. Finalmente, el dragón de piedra se desintegró por completo, dejando al descubierto a Ignis, el verdadero rey de los dragones, restaurado y libre.

Ignis batió sus alas, un sonido que era a la vez un rugido de alegría y un suspiro de alivio. Luego, del fondo de la cueva, salió Gneiss. El dragón de basalto vio a su padre y lanzó un aullido de pura alegría. Ambos dragones se frotaron las cabezas, una escena de amor y reconciliación que Elías sintió en lo más profundo de su ser.

—El poder de la Promesa no se perdió, Elías —dijo Ignis, mirando al joven—. Se ha transformado. No en un poder para sanar, sino en una sabiduría. Una lección para no repetir nuestros errores. Y esa sabiduría, ahora, está en ti.

Ignis se giró y miró el exterior de la cueva, donde el sol del atardecer brillaba sobre el valle de Barro Húmedo.

—Tu gente tiene una nueva oportunidad, Elías —dijo Ignis—. Ya no seremos sus guardianes. Seremos sus aliados. El camino de los dragones ya no es el de la soledad, sino el del perdón y la reconciliación.

Elías observó a los dos dragones elevarse en el cielo, volando hacia las montañas. No había rastro de destrucción, ni rastro de miedo. Solo la belleza de dos seres libres, que habían encontrado la paz. Elías sabía que su viaje había terminado. Regresó a Barro Húmedo, y a la luz de las estrellas, se sentó en la plaza. La escama ya no estaba, pero su recuerdo, y el rostro de la mujer de cabello plateado, permanecían en su corazón. Y con ellos, una nueva sabiduría: que la verdadera fuerza no reside en el poder, sino en la voluntad de perdonar.



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En el texto hay: criaturas magicas, fantasia épica

Editado: 14.08.2025

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