El Velo

Capítulo 2: La Llegada

Kenoma

Bibiana vive en un piso modesto a las afueras de la ciudad, alejado de la sofisticación y pulcritud del centro urbano. Soy la primera en salir del ascensor y, desde el rellano, les sostengo la puerta a ella y sus amigos. Cargo una caja con ropa para ginoide. Lorena transporta otra caja con productos de aseo para piel y cabello sintéticos, mientras que Jaime empuja una carretilla donde está montado el cargador que necesito para recibir suministro eléctrico. Es similar al cargador de otros dispositivos excepto por el último componente, el puerto de carga, donde el cable de alimentación se conecta a mi batería. Consiste en una estructura rectangular metálica que recuerda a la montura de una puerta. La base del puerto tiene la largura de mis pies, y el respaldo se adapta milimétricamente a la parte posterior de mi cuerpo.

La puerta del domicilio está abierta de par en par y en el vestíbulo hay un hombre plantado. Debe tener en torno a cincuenta años, o cuarenta y tantos vividos con estrés. No tardo en identificarlo como el padre de mi dueña. La situación no es de su agrado, y no se preocupa por ocultarlo mientras recorremos el rellano y llegamos al recibidor. Lorena deja su caja en el suelo y Jaime frena la carretilla. Me llama la atención que, aunque ya estamos todos dentro, el hombre mira tras de mí y permanece frente a la puerta unos segundos largos.

—¿Esperas a alguien más? —intento descubrir.

El padre me dirige la vista sin intención de responder. Bibiana abraza a Jaime y a Lorena.

—Gracias por acompañarme hoy.

—¿Bromeas? —pregunta Jaime—. No me lo habría perdido.

—¡Mañana nos vemos! —se despide Lorena.

Uno y otra desaparecen en el ascensor. Bibiana cierra la puerta y se gira hacia su padre y hacia mí. La incomodidad es palpable en cada poro de su piel.

—Faustino… —me lo presenta, y entonces duda sobre cómo introducirme a mí—, kenoma. Kenoma, Faustino.

—Señor Fausto, a poder ser.

En la habitación de Bibiana, ambas colocamos mi cargador en una ubicación privilegiada, justo entre la mesita de noche y el armario.

—¿Ese trasto chupa mucho? —oigo a Faustino, que acaba de aparecer en la puerta.

—Mi batería es de cinco kilovatios hora y me permite operar durante todo el día —empiezo a explicar—. Tengo ordenado cargarme durante las horas de tarifa reducida, así que el gasto total es de 75 céntimos diarios, unos cinco euros semanales.

—Se te descuenta de la paga —le dice a Bibiana.

—¿Qué paga?

—La que te iba a dar, pero ahora se la queda Doña Kenoma.

Faustino se queda más ancho que largo y se va. No puedo evitar sentirme responsable. Bibiana me mira e intuyo una leve sonrisa en sus labios.

—No me iba a dar ninguna paga —asegura—. Lo sabes, ¿no?

—¿Entonces por qué lo ha dicho?

—Porque está enfadado.

Quiero preguntar el motivo, pero Bibiana parece anticipar mi acción y cambia de tema con la velocidad de un antílope:

—Lleva esa caja al baño.

Obedezco: cojo la caja que hay sobre la cama —la de productos de aseo— y pongo rumbo a la bañera. Al descorrer la cortina encuentro un extraño utensilio, una especie de superficie de plástico que se extiende de ancho a ancho y se ajusta a ambos brazos de la bañera. Tengo prisa por regresar con mi dueña, así que amontono en un lado todos los botes que hay y dispongo mis dos productos en el otro.

Cuando salgo del baño, veo que Bibiana está guardando mi ropa en un hueco que me ha hecho en el armario. Su expresión es triste, su actitud meditativa, y sin leerle la mente sé que está pensando en su padre. No son ideas pasajeras ni emociones impulsivas. Es algo más profundo y complejo: un recuerdo. No tiene intención de compartirlo conmigo, así que me adentro en su memoria.

Bibiana está evocando una discusión relativamente lejana, tal vez de hace cuatro o cinco meses, pero nadie ha vuelto a sacar el tema y la herida está tan candente como el primer día. Desde la perspectiva de ella, veo a su padre frente a la encimera de la cocina. Percibo mucha incomprensión e impotencia por parte de mi dueña, tales que le generan rabia.

—¿¡Por qué no puedo tenerlo!? —pregunta, refiriéndose a un kenoma—. ¡Es gratis! ¿Qué más te da?

—¿¡Gratis!? Te creía más inteligente —la agravia Faustino—. ¡Si no pagas por el producto, entonces eres el producto!

—Pues ojalá me compren.

—No sabes lo que dices.

—¡Que me vendo, joder! ¡Les doy lo que pidan!

—¿Eso quieres? ¿Ser una rata de laboratorio, para que experimenten contigo y te den la patada cuando ya no te necesiten?

—Eres un paranoico.

—No hables así a tu padre.

—Sé que no es caridad, no soy idiota. Pero yo también puedo salir ganando. ¡No es tan difícil de entender!

—Necesitas mi autorización y la respuesta es no. Punto. Cuando cumplas dieciocho años haces lo que…

—Un ensayo clínico la podría haber salvado —musita ella, interrumpiéndolo. Está hablando de su madre.

Padre e hija se sostienen la mirada. Bibiana sabe que ha logrado emblandecerlo, pero presume que solo un poco, solo una centésima parte de lo que resultaría necesario.

—Tú no necesitas que te salven —sentencia él, confirmando sus sospechas.

—Sí…

Bibiana está al borde de las lágrimas y Faustino le pone las manos en las tórridas mejillas.

—No. Eres perfecta tal y como eres, ¿me oyes? Estás completa.

Esa última palabra, lejos de reconfortarla, aviva su ira: se aparta del tacto de su padre y pone rumbo a su habitación.

—¡Bibiana!

De vuelta al presente, Bibiana termina de guardar la ropa en el armario y anticipo que va a ponerse en pie, así que tomo distancia mental del recuerdo. Alcanzo a mi dueña y la ayudo a levantarse. Aunque acciones como esa son mi razón de ser, está tan abstraída que he conseguido sorprenderla.

—Es por mí —descifro—. Está enfadado porque no me quiere aquí. No me quiere aquí porque soy un prototipo.




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