Kenoma
Al día siguiente, mi batería completa su capacidad energética a las 5:36 de la mañana. Sin embargo, no abandono mi puerto de carga hasta tres horas después, cuando mi dueña, en la cama, muestra los primeros signos de vigilia. Mis creadores me diseñaron para que así fuera.
Lo primero que hago es quitar el cuadro de la pared e inspeccionar la caja fuerte. Como ginoide de asistencia, es mi obligación tener acceso a los fármacos que prevén o alivian el dolor de la persona a mi cargo.
—¿Cuál es el código?
—Pregúntaselo a mi padre —responde ella, adormilada—. Pero no te lo dirá.
Anoche, cuando Faustino abrió la caja, oí seis pitidos. La clave consiste en seis dígitos, pero, a juzgar por las marcas de huellas sobre los botones, solo cuatro números han sido presionados: el uno, el cuatro, el ocho y el nueve.
—Seis dígitos, cuatro números… —advierto, y miro a Bibiana con optimismo—. Solo hay 1560 combinaciones posibles.
Mi dueña sonríe. Leo en su mente que tiene que ducharse, así que la cojo en brazos y la llevo a la silla de bañera. No quiere que la asista en la labor; solo me pide que le traiga las prótesis y la ropa que hay colgada en una percha.
Mientras Bibiana se ducha, regreso a la caja fuerte y comienzo a probar combinaciones: 111489, 111498, 111849, 111894, 111948… Por probabilidad, el tiempo esperado para encontrar la solución es hacia la mitad del proceso de prueba, es decir, hacia la combinación número 780. Calculando que tardo cuatro segundos en introducir y verificar cada secuencia de números, espero encontrar la combinación correcta en unos 52 minutos.
Sigo registrando códigos sin pausa: 111984, 114189, 114198, 114489, 114498… De pronto, una duda imperiosa me cruza el pensamiento y siento la necesidad de despejarla urgentemente, así que voy al cuarto de baño y abro la puerta de golpe. Bibiana no había echado la cortina de la bañera y la corre ahora velozmente.
—¡Llama a la puerta!
—¿Por qué tú no lo sabes? —inquiero.
—¿Qué?
—El código. ¿Por qué no lo conoces?
—Se me ha olvidado —contesta, tras meditar su respuesta unos segundos.
—¿Por qué guardáis la morfina en la caja fuerte?
—Porque es cara.
—¿Cara?
—¡Sí, cuesta más que la tele! —exclama, irritada—. Ahora cierra la puerta, que entra frío.
Sus palabras no suenan demasiado convincentes, pero decido creerla. ¿Por qué mentiría a alguien que solo quiere ayudarla? Obedezco a mi dueña y cierro la puerta, pero conmigo dentro. Su orden no ha sido específica y no me obliga a abandonar el baño, como Bibiana piensa que he hecho. Por eso la asusto cuando, de repente, descorro la cortina de un tirón.
—¿Te ayudo? —me ofrezco.
Bibiana se cubre apoyando el torso en el regazo, y puedo ver cicatrices de quemaduras en su espalda y parte de los antebrazos.
—¿¡Pero qué pasa contigo!?
Veinte minutos después continúo intentando dar con la clave de la caja fuerte. Bibiana sale del cuarto de baño ya vestida y con las prótesis. Lleva puesto lo que parece su uniforme de trabajo: un mono con tirantes y con múltiples bolsillos para guardar herramientas y, bajo él, una camiseta negra con el logo de la empresa. No me mira a los ojos mientras recorre la distancia que la separa del sinfonier; he vuelto a mosquearla.
El sinfonier está frente a la cama, justo al lado de la caja fuerte, así que observo a Bibiana con todo lujo de detalles mientras abre el primer cajón de la alta y estrecha cómoda y coge un frasco de morfina oral. En la etiqueta consta que son cápsulas de liberación prolongada, es decir, para el manejo crónico del dolor. Se toma una cápsula y le da un trago a un vaso de agua. Sus sentimientos forman un entresijo difícil de interpretar. Sabe que depende de ese fármaco para sobrellevar el malestar diario de su condición, pero, al mismo tiempo, es consciente de que ese mismo medicamento la esclaviza, la vuelve suya, hace que no pueda imaginarse la vida sin él.
Bibiana me mira y, durante unos instantes, piensa en si incluirme o no en sus planes del día. Ante su reflexión, todo lo que puedo hacer es enseñarle una de mis mayores sonrisas, adoptando la imagen más afable e inocente que mis creadores me concedieron. Y parece que funciona, porque pronto mi dueña abre un cajón del sinfonier y me lanza una camiseta de la empresa.
Según lo que puedo leer en su mente y lo poco que ella misma me explica durante el trayecto en autobús, se trata de una empresa de murales que codirige con sus amigos Jaime y Lorena. La fundaron hace poco más de medio año y su arte mural ya embellece negocios locales, espacios públicos y las azoteas, fachadas y jardines de los vecinos más afortunados.
Llegamos a la casa de la clienta, una particular, cargando diversos botes de pintura y cubos con rodillos, sprays, esponjas y brochas de diferentes tamaños. Dejamos los materiales en el suelo y Bibiana llama al timbre. Pasan unos minutos de la hora programada, pero posiblemente los demás pintores del equipo ya hayan acudido.
Me miro la camiseta del uniforme. La empresa tiene por nombre «Kkachisaek», un concepto cuya definición percibo confusa, y su logo, con forma esférica, es una ilustración del ala de una urraca.
—¿Qué significa? —pregunto, refiriéndome a «kkachisaek».
—Es un color, en coreano.
—¿Qué color?
Bibiana se señala el logo del uniforme.
—¿Negro?
—A simple vista —dice, y entonces se levanta la camiseta de manera sutil, colocando el logo en paralelo al cielo y dejando que los rayos de sol incidan sobre él—. Pero bajo cierta luz, según qué ángulos, refleja tonos brillantes.
El logo de la camiseta está hecho de algún tipo de vinilo negro iridiscente que, al interactuar con la luz en direcciones específicas, muestra destellos azules, verdes y púrpuras. De pronto, lo que parecía de un tono negro puro se convierte en un baile de colores que podría estar viendo todo el día.
#357 en Ciencia ficción
reencarnación, ciencia ficcion con tintes fantasticos, filosofía existencial
Editado: 12.05.2025