El Velo

Capítulo 4: El Edificio

Bibiana

El transporte público en este barrio brilla por su ausencia, así que llegamos al destino tras 30 minutos de trayecto a pie. Empujo la puerta de entrada al recinto y pongo un pie en el lugar por primera vez desde hace un año.

—¿Dónde estamos? —pregunta la ginoide.

—Mis amigos y yo lo llamamos el Edificio. Hacía tiempo que no venía.

El Edificio es una finca residencial cuyo bloque de apartamentos ha estado deshabitado desde que tengo uso de razón. Aunque su estructura permanece intacta, una década de abandono ha dejado tras de sí graffitis, vegetación que trepa por las paredes y alguna que otra evidencia de actividades delictivas. Más allá del camino encementado se entrevé una piscina comunitaria, hoy sin rastro de agua, y lo que en su día debieron ser bonitas zonas ajardinadas.

Esta finca fue una de las primeras víctimas del proceso de privatización agresiva que sufre el país desde hace diez años. En sus orígenes formaba parte de un programa de viviendas sociales administrado por el Estado. Durante la reforma neoliberal, con la excusa de reducir gastos y optimizar la gestión, el gobierno vendió múltiples propiedades públicas a empresas privadas. La finca cayó en manos de una entidad inmobiliaria que subió los alquileres de manera exorbitante, empujando a los inquilinos a un desalojo masivo. Tras los desahucios, la empresa ni siquiera reformó el edificio para atraer a un público más adinerado; decidió dejarlo vacío, especulando que el valor del suelo aumentaría en el futuro. Prefirió mantener decenas de propiedades sin residentes antes que alquilarlas a precios bajos. Parece una operación absurda, pero se repitió demasiadas veces en el barrio, lo que hizo que la zona cayera en desgracia: despoblación, desempleo, falta de servicios básicos, vandalismo… El Edificio perdió atractivo comercial y la empresa abandonó el proyecto.

El sector de la vivienda no es el único salvajemente privatizado; también lo son la educación, la justicia y, cómo no, la sanidad. Los ricos tienen acceso a clínicas de lujo, mientras que los pobres nos endeudamos para recibir tratamientos básicos o, como mi madre, nos rendimos a la inevitabilidad de una muerte indigna.

El Edificio es un símbolo de la decadencia y del preludio de las desigualdades. Claro que ni mis amigos ni yo éramos conscientes de aquello cuando, a los ocho años, descubrimos por casualidad este lugar. Desde entonces hemos estado visitándolo ininterrumpidamente todas las semanas, hasta el día de mi accidente. Era nuestro punto de encuentro al salir de clase, nuestro lugar seguro tras una discusión en casa, un microcosmos de luz y color en el que habríamos deseado vivir eternamente. Pero el destino tenía otros planes, y nos desalojó de nuestro hogar con la misma violencia que habían sufrido los antiguos residentes algunos años antes.

Levanto la mirada hacia el imponente edificio y me detengo a la altura de la tercera planta. A ese nivel, la fachada está ennegrecida por el fuego que desató una fuerte explosión. La misma explosión que me quitó las piernas y alejó a Oliver de mi grupo de amigos. La misma explosión que, quizá en compensación, me abrió las puertas hacia una nueva y reveladora visión del mundo.

—Me ibas a explicar qué pasó esa noche —oigo a mi kenoma a un lado, y recuerdo por qué he venido hasta aquí.

—¿Me estás leyendo la mente ahora mismo? —le pregunto—. ¿Puedes buscar un recuerdo?

—¿De cuándo?

—De hace once meses. El día de mi accidente.

Recuerdo el parpadeo de la llama al entrar en contacto con el gas acumulado. Recuerdo el destello azul que iluminó la habitación durante un instante que se detuvo en el tiempo. Recuerdo mi mundo estallar en un rugido atronador.

—Me llevaron a quirófano —sigo detallando.

Recuerdo estar tendida sobre una camilla con las piernas mutiladas. Recuerdo al grupo de sanitarios que me transportaba a una velocidad vertiginosa.

—Entré en parada.

Me recuerdo en la sala de operaciones. En algún momento del caos, el electrocardiograma mostró una línea plana, advirtiendo la ausencia de actividad eléctrica en mi corazón. Me fui.

—Lo tengo —la ginoide encuentra el recuerdo.

—A partir de ahí, ¿qué ves?

—Al cabo de 30 segundos, la actividad cerebral es casi nula.

—¿Entonces no ves nada?

—¿Qué debería ver?

Yo sí vi algo. Noté cómo me elevaba hacia arriba y observé mi propio cuerpo tendido sobre la mesa de operaciones. Ya no sentía dolor, ni físico ni emocional. El personal sanitario se deshizo en esfuerzos por traerme de vuelta. Un médico inició la reanimación cardiopulmonar con compresiones profundas y continuas. El anestesista me administró adrenalina para despertar el corazón. Un enfermero me transfundió sangre, mientras que otro ajustó los torniquetes de mis piernas para detener la hemorragia masiva. Pude haber intentado regresar, pero estaba demasiado cómoda. De hecho, habría pagado para que no me despertaran.

Algo tiró de mí hacia atrás, y entonces llegó el túnel. Ese lugar oscuro del que tantas veces había oído hablar no era una invención. Lo estaba atravesando, estaba flotando a través de él en dirección a una luz brillante. Aquel resplandor me atraía con fiereza. Era como volver a casa después de un largo viaje, como volver al lugar en el que estuve antes de venir a la Tierra.

Cuando lo alcancé, me inundó una profunda sensación de paz, amor y expansión, como si estuviera unida a todo el universo, formando parte de un Todo. Mis piernas estaban intactas, mi mente en completa calma y mis sentidos se habían agudizado a su máxima potencia.

Me encontraba en el lugar más agradable que he conocido jamás. Era un valle primaveral, cubierto de vegetación en su estado más puro y protegido por lejanas y suaves colinas. Un río fluía por la cuenca y desembocaba en un lago de aguas cristalinas. La temperatura era ideal; la luz, intensa y envolvente, pero no molestaba a la vista. Una música suave, muy placentera, acompañaba los armónicos sonidos del entorno natural.




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