El Velo

Capítulo 7: Las Deudas

Bibiana

Llegamos a casa de madrugada. El trayecto a pie desde el Edificio ha sido la guinda de un día agotador, y eso que Áurea me ha llevado en su espalda durante el último tramo, después de que mis amigos y nosotras tomáramos caminos diferentes.

Me dejo caer en la cama y solo pienso en que podría dormirme tal cual me encuentro. Áurea sale del cuarto de baño cargando un cuenco con agua y jabón que deja sobre la mesita.

—¿Para qué es eso?

La ginoide se arrodilla frente a mí y hace amago de quitarme el pantalón.

—No —la detengo, pero sabe que no me apetece ni un poco cumplir mi rutina de limpieza de muñones, así que lo vuelve a intentar.

Esta vez no impido que Áurea me desvista, y hasta lo facilito en el grado que mi vergüenza me permite. No me siento a gusto dejando que descubra mi gran inseguridad, pero es mi kenoma e iba a ocurrir tarde o temprano.

Áurea me quita las prótesis con delicadeza, evitando dar tirones, y luego me retira las fundas de silicona que se colocan entre el encaje protésico y el muñón, a fin de reducir la fricción y amortiguar la presión al caminar. Ella es la segunda «persona» que ve mis no-piernas, después de mi padre.

La miro con detenimiento, buscando en su rostro cualquier signo de repulsa o aversión, pero no muestra más que diligencia mientras me lava los muñones con el agua enjabonada. Así que ni siquiera me quejo de lo fría que está.

Áurea enjuaga bien ambos miembros residuales y seca el agua dando toquecitos con una toalla. Luego aplica crema hidratante y me destensa los muñones con un masaje placentero.

—Me ha gustado lo que has dicho en la piscina —me sincero—. Sobre las emociones de los humanos.

Ella sonríe y vuelve a la tarea. De pronto, su expresión meticulosa se endurece, como si entrara en estado de alarma, y pone rumbo apresurado al sinfonier.

—¿Qué ocurre?

No tardo en descubrirlo. Un súbito y punzante dolor fantasma me atraviesa la pierna izquierda y rompo a gritar. Se llama «fantasma» porque, de hecho, el dolor se siente en la extremidad faltante, como si todavía siguiera ahí y estuviera reviviendo la experiencia que motivó su amputación. Si cerrara los ojos y no me viera el muñón, podría convencerme de que sigo atrapada en ese día.

Siento que unas descargas eléctricas me recorren la pierna en llamas, y soy incapaz de contener las primeras gotas que segregan mis ojos. Áurea introduce el código de la caja fuerte, coge la morfina y transfiere un mililitro a una jeringa. Rápidamente llega hasta mí y me inyecta el medicamento en el músculo.

Casi de forma instantánea, el dolor se desvanece. Mi padre irrumpe en el cuarto poco después, pasada la tormenta. Se dirigía a la caja fuerte pero se detiene en seco al vernos. Observa que Áurea me ha administrado la morfina y no sabe qué pensar respecto a ello. No le agrada que ese fármaco, potencialmente letal, esté en manos de una ginoide —según él— potencialmente letal. Pero le gusta que Áurea haya tenido el tesón de averiguar la clave de la caja, que su rápida actuación haya minimizado mi sufrimiento y que yo me haya mostrado así frente a alguien que no sea él, aunque tampoco sea una persona completa. Supongo que lo bueno pesa más que lo malo, porque Faustino da media vuelta y se limita a marcharse por donde ha venido.

***

Al día siguiente es domingo y anoche me acosté tarde, así que alargo mi despertar hasta las 12 de la mañana. La ginoide abandona su puerto de carga con la batería a tope y me ayuda con una prótesis mientras yo me coloco la otra.

Me acerco al sinfonier y me tomo mi cápsula diaria de morfina. Áurea llega a mi vera y me tiende algo que no esperaba volver a ver: es el libro de expresiones árabes que hojeé en el hipermercado y que, por lo visto, Oliver se ha empeñado en regalarme.

—Página 77 —me dice.

Presumo que a esa altura se encuentra el significado verdadero de «To’borini» (y no la definición falsa que él me dio), así que tomo el libro y comienzo a correr las páginas. Pronto doy con el fragmento que busco: «En español, cuando dos almas gemelas se reencuentran se dicen “Te quiero”, pero en árabe decimos “To’borini”, que significa “Prefiero que me entierren antes que imaginarme una vida sin ti”».

Me tomo un momento para apreciar la profundidad emocional de la expresión. Una vez más, los árabes nos ganan. Su término refleja ambas caras del amor y no solo la buena. Porque el amor te lleva a alcanzar la completud, pero en el instante en que te unes a tu otra mitad temes perderla, y eso te vuelve dependiente de ella. Ya lo decía Platón en su Mito del Andrógino.

—¿Qué sientes por él? —quiere saber la ginoide. El amor es un concepto abstracto, y Áurea ya ha mostrado dificultades para procesar ese tipo de ideas.

—¿Tú qué dirías que siento? —respondo con otra pregunta. Quiero saber cómo piensa y hasta dónde puede leer.

—Diría que es algo intermedio entre el odio y el afecto.

—¿Lo supones porque le di una de cal y otra de arena? —expongo, en referencia al beso seguido de la bofetada.

—También, pero sobre todo por la foto.

Áurea señala la fotografía que hay sobre el escritorio, esa con un lado plegado para evitar que Oliver esté a la vista.

—Doblaste ese lado porque le guardas rencor —afirma—, pero no lo recortaste porque te sigue importando.

Lo sabía: es un dato objetivo lo que la ha llevado a esa conclusión, y no algún tipo de intuición o una pequeña comprensión de esa idea abstracta.

—Es porque es una droga —le explico—. El amor. Te hace sentir bien pero, al mismo tiempo, puede acabar contigo.

—No lo entiendo.

Le enseño el frasco de morfina oral y continúo con el símil:

—Lo hay en diferentes fórmulas. Puedes comprometerte y tomar una dosis diaria. Respetuosa, duradera, constante. Lo llaman relación.

—Mucha gente las tiene.

—Alivian el dolor como nada, pero enganchan más. Dos días sin tu cápsula y no sabes ni quién eres.




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