El Velo

Capítulo 8: Las Cartas

Áurea

Las cinco. Esa es la hora a la que el grupo de amigos solía reunirse en el Edificio, y la hora a la que vuelven a verse hoy. Mientras Oliver y Jaime juegan a las cartas, Lorena devora una bolsa de snacks y Bibiana dibuja un retrato en su cuaderno, esperando que pronto se convierta en el mural de un nuevo comprador.

Si la finca es un microcosmos, la piscina es su continente más preciado. Ninguno de los graffitis de sus paredes está ahí porque sí; todos representan un momento importante o anecdótico o transmiten un mensaje reivindicativo. Según logro averiguar, las estilizadas letras de un nombre propio inmortalizan la víspera de su primer viaje a otra ciudad, y el dibujo de una estrella en plena explosión simboliza el fallecimiento de Elisa, la madre de mi dueña.

En el centro de una pared lateral reina el graffiti de una tienda de campaña. Alude a la noche que el grupo pasó aquí para comer golosinas, hablar por los codos y acostarse a las tantas de la noche. Bibiana le había dicho a Faustino que iría a dormir a casa de Lorena, y Lorena había hecho lo mismo con sus padres. Oliver y Jaime copiaron su estrategia y los cuatro se presentaron en el Edificio a la hora programada. Sabían que podían contar los unos con los otros sin miedo a ser fallados, y su confianza ciega los condujo a la primera noche sin reglas de sus vidas. Sin embargo, no todo fue tan agradable cuando salió el Sol. A la mañana siguiente, una llamada de teléfono bastó para que sus padres destaparan el engaño. Una cuadrilla de adultos llenos de enfado y decepción apareció por la entrada de la finca y, como castigo, les prohibió volver a pisar este sitio. Los días posteriores, los padres vieron a sus hijos como nunca los habían conocido, y entendieron que les habían quitado más que un lugar en el que estar. El Edificio —y en especial su corazón, la piscina—, se había vuelto una parte inherente a ellos, un integrante más de su grupo de amigos cuya ausencia lo desvirtuaba. Así que, tras una semana de penitencia, el castigo fue revocado por unanimidad.

He conocido esos relatos gracias a Lorena y a su juego de las adivinanzas. Ella elige un graffiti y yo debo descubrir la historia que hay detrás. El siguiente es una calabaza con ojos, nariz, boca y un globo de diálogo que Lorena se encarga de cubrir para no revelar ninguna pista.

—A) Halloween de hace cuatro años —comienza a exponer—. Tallamos una calabaza que Oliver había robado. Se llamaba Jackie.

—Muy típico —juzgo—. Descartada.

Según la Navaja de Ockham, la explicación más simple es la más probable, pero en este caso también es la más fácil de inventar.

—B) Jaime no se terminó el puré de calabaza y su madre se lo metió en el bocadillo. C) El padre de Bibiana se pasó con las tijeras. Ella decía que parecía una calabaza y que no saldría de casa en la vida.

—C) —elijo—. No te puedes haber inventado eso.

—Vale, te la he puesto fácil. Subimos la dificultad.

Lorena aparta la mano del globo de diálogo, que exclama «¡No me vas a volver a ver!», y camina hasta el dibujo de un proyector de cine analógico.

—A) Encontramos un proyector antiguo en el trastero de uno de los apartamentos. Yo voté por ver la cinta, pero los aburridos de mis amigos quisieron respetar la privacidad de la familia. B) Jaime amañó los papelitos del amigo invisible para que todos le regaláramos a él. A cambio, convirtió la piscina en una sala de cine. C) Simboliza un proyecto en común. Nuestro sueño es rodar un cortometraje y viajar por festivales de cine independiente.

En la pared frontal de la piscina hay suspendida una pantalla de proyección enrollada, así que la opción correcta es evidente:

—La B).

—¿Cómo lo sabes?

—La pantalla sigue ahí.

—¡Eso no vale!

Lorena selecciona otro dibujo, esta vez uno de los más antiguos y descoloridos, al que los graffitis de alrededor han ido quitando terreno con el paso de los años. Se trata de varias cartas guardadas en sobres sin más información que el número 5. A juzgar por el tiempo que Lorena permanece frente al dibujo, ese dato es insuficiente para asociarlo con el día y la razón de su creación.

—¿Por qué lo haríamos? —musita para sí, y seguidamente se gira hacia mi dueña—. Hey, Bibi. ¿Te acuerdas de este?

Bibiana, sentada en el borde de la piscina, levanta la vista de su cuaderno de dibujo. Durante un rato busca en su memoria el origen de ese graffiti roñoso, y entonces decide que, si se han olvidado de él, no sería tan importante. Menos mal que estoy yo aquí. Los nanoimplantes de su cerebro comienzan a asentarse y eso me brinda acceso a datos escondidos en los rincones de su mente, inaccesibles incluso a su conciencia.

Ese dibujo fue significativo para ella. En ocasiones, el cerebro elimina recuerdos que no necesita para optimizar su funcionamiento, pero no es el caso de aquel día. Su cerebro se ha encargado de conservarlo a buen recaudo, sin interferencias de otros recuerdos, en un área privilegiada de la corteza temporal. Las redes neuronales que conducen a él se han debilitado por la falta de uso y Bibiana no puede encontrar la «ruta» de acceso, pero el recuerdo sigue ahí, esperando su momento de brillar.

En la mayoría de los casos, un estímulo sensorial adecuado —como un olor, una imagen o una emoción— es suficiente para reactivar las conexiones sinápticas y desbloquear el recuerdo almacenado. El graffiti hace referencia a unas cartas que cada uno de ellos escribió a su yo del futuro y que debían leer al cabo de cinco años —aunque ya han pasado siete—. Así que, como pista de recuperación, elijo un estímulo infalible: volver al lugar donde las escondieron.

Convenzo a mi dueña de salir de la piscina y adentrarnos en el imponente bloque de apartamentos. Sé que no es fácil para ella, porque está más cerca que nunca del lugar del accidente, pero no nos dirigimos a la tercera planta del edificio, sino a la quinta. Subo a Bibiana a mi espalda y en pocos segundos ascendemos cinco tramos de escalera. Mi dueña todavía no sabe qué hacemos aquí, y la situación comienza a impacientarla.




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