Bibiana
Lo encuentro en el último lavamanos de unos servicios, refrescándose la cara vivazmente. No esperaba verme aquí, pero me recibe con gusto, haciendo esfuerzos por disimular la decepción de hace escasos minutos. Cruzo la puerta y me acerco a él en actitud afectuosa. Oliver, instintivamente, orienta su cuerpo hacia mí.
—No vivimos en un mundo de colores —reconozco con voz reconfortante—, pero tampoco es de color negro. Nuestro mundo es kkachisaek.
Cuando estoy lo suficientemente cerca, levanto la mano y le doy un toque en el pecho, señalándole el logo de la camiseta, y él sigue la dirección de mi dedo.
—A simple vista es oscuro y deprimente. Pero si lo miramos con los ojos correctos… —Le levanto el logo de Kkachisaek, aparentemente negro, y lo hago interactuar con la luz, revelando destellos azules, verdes y púrpuras—… vemos el reflejo.
—¿Qué reflejo?
—El reflejo del mundo espiritual. Son como el yin y el yang. No solo se complementan; uno no existe sin el otro.
Le suelto la camiseta y el baile de colores finaliza.
—Ahora estamos en el lado difícil, pero es el importante. El cuerpo es una cárcel autoimpuesta.
—Ah, ¿sí?
—Sí. El alma sabe que la necesita para evolucionar.
Mi forma de ver la vida le arranca una sonrisa.
—Debemos abrazar este cuerpo y los desafíos a los que nos presenta.
Nietzsche, con su filosofía de «volverse quien uno es», destaca la importancia de forjarse a uno mismo mediante la autosuperación y la afirmación de la propia vida. Afirmar la vida implica abrazarla en su totalidad, con sus cosas buenas y sus cosas malas, sin recurrir a negaciones o falsas ilusiones. En lugar de huir del sufrimiento, Nietzsche propone enfrentarlo y transformarlo, pues lo considera parte esencial del crecimiento. En lugar de odiar al mundo o culpar a los demás por nuestros males, Nietzsche propone asumir la responsabilidad de nuestra propia existencia, dejando atrás el resentimiento y la autocompasión. Para volverte quien tú eres, debes tomar las riendas de tu vida y aceptar el dolor como parte del camino. Debes hacer un esfuerzo consciente por confrontar las experiencias dolorosas, trascenderlas y fortalecerte.
Siento que hoy es un buen día para volverme quien yo soy, así que, al terminar la jornada, Áurea y yo no vamos a casa. Acudimos al Edificio, preparadas para actuar como lo haría Nietzsche, preparadas para enfrentar lo que pasó.
Recuerdo los días previos como si hubieran sido ayer. Aquella tarde era sábado, habíamos pedido comida a «domicilio» y nos quedamos dormidos en hamacas alrededor de la piscina. Oliver se despertó al poco tiempo, mientras Lorena, Jaime y yo seguíamos echando la siesta. Pudo elegir a cualquiera de los tres, pero se las ingenió para que fuera yo quien le hiciera compañía.
—¿Comida favorita? —me preguntó. Tenía un cuaderno en el que iba anotando todas mis respuestas.
—Ya la sabes.
—Espaguetis a la napolitana… —dijo mientras escribía.
—Sin queso —puntualicé.
—¿Color favorito?
—El azul.
—¿Número favorito?
—El más alto.
—Los números son infinitos —objetó él.
—No. El nueve es el último número. Todos los demás son repeticiones y combinaciones.
Se tomó unos segundos, dudando si darlo o no por válido, hasta que finalmente lo aprobó.
—Está bien. En tu día especial, tu comida favorita te espera en tu número favorito.
Sonreí. Era su forma de invitarme a salir por mi dieciseisavo cumpleaños. No quedábamos en el cine ni en un restaurante, sino en el noveno apartamento del edificio, y no podía imaginar un mejor escenario.
—¿Y qué hay de mi color favorito?
—Para eso tendrás que acudir —indicó, y entendí que el color tenía que ver con mi regalo.
—Espera, ¿acabáis de acordar una cita? —Jaime se despertó en el momento más inoportuno.
—No es una cita —aseguré.
—No, no es una cita —me secundó Oliver, aunque su mentira sonó menos convincente que la mía. Nos miramos, y recuerdo lo rápido que deseé que llegara ese día.
La mañana de mi cumpleaños, Oliver se despertó pronto. Se arregló como pocas veces antes, fue al supermercado a por todo lo que necesitaba y llegó temprano al Edificio. Le harían falta varias horas para poner a punto la cocina del apartamento antes de preparar los espaguetis. Abrió puertas y ventanas para permitir la entrada de luz y de aire fresco, quitó el polvo, desinfectó las superficies, fregó el suelo hasta hacerlo relucir y lavó la vajilla y los cubiertos que planeaba utilizar.
Pero hubo algo en lo que no pensó.
La instalación de gas llevaba diez años en desuso, pero Oliver dio por hecho que no tenía daños. Fue descuidado, ingenuo, irresponsable, y mi confianza en él me costaría cara. Conectó el regulador a una bombona de butano y abrió la llave, permitiendo el paso del gas hacia la manguera. No hizo revisiones, y no comprobó que el regulador sellara bien. Entre él y la válvula de la bombona había una lenta, pero constante, fuga de gas. Ajeno al peligro, Oliver encendió dos fogones.
Cada planta del edificio tiene tres puertas, así que en la tercera planta están los apartamentos siete, ocho y nueve. Áurea me lleva en su espalda mientras sube las escaleras, y me deja en el suelo cuando llegamos al rellano de destino. Mi corazón se acelera al recordar la última vez que lo pisé, pero me fuerzo a seguir evocando aquella tarde.
Llevaba un vestido amarillo que no he vuelto a ponerme, porque no he vuelto a tener piernas que lucir. Toqué a la puerta con el número nueve, tal y como días atrás había quedado con Oliver, pero nadie respondió al otro lado. Grité su nombre para hacerme notar y oí unos pasos que no provenían de ese apartamento. Miré la puerta de mi lado y reparé en que su número ocho estaba tumbado, formando el símbolo del infinito. Justo entonces, Oliver la abrió.
—Habíamos quedado en el número más alto —me quejé, divertida.
Editado: 28.03.2025