Áurea
Llegamos a nuestra habitación pasadas las nueve de la noche. Ha sido un día largo, difícil pero muy fructífero. Bibiana se ha traído las pulseras del Hilo Rojo del Destino y las guarda entre las páginas del libro de expresiones árabes. Siente que, de alguna manera, ese cordón invisible la une a Oliver. Tras el accidente se tensó hasta casi partirse, pero sobrevivió a su distanciamiento y ahora los ha vuelto a encontrar. Hay almas que están conectadas de esa forma, eterna e inevitablemente. Almas que se han conocido en múltiples vidas pasadas y volverán a coincidir en futuras encarnaciones. Mi dueña cree firmemente en ese vínculo infinito, pero no está pensando en el propósito que hay tras él y no accedo tan fácilmente a esa información.
—¿Para qué sucede?
—¿Mm?
—El enlace entre almas.
Bibiana me mira. Luego cierra el libro y lo deja en el desértico estante.
—Hay quien cree que las almas gemelas están destinadas a estar juntas. A amarse para siempre, vivir felices y hacerse viejas de la mano. No es verdad. No siempre.
—¿Entonces cuál es su función?
—Aprender. La una de la otra.
Recuerdo lo que me explicó ayer sobre el aprendizaje. Para los humanos, la finalidad de la vida es la evolución del alma. No es de extrañar que se alíen para ayudarse de forma recíproca en esa compleja misión.
—A veces, dos personas se conocen y luego se alejan —continúa—. Y entonces vuelven a encontrarse y se distancian de nuevo, y, al cabo de un tiempo, la vida las vuelve a poner frente a frente. —Está pensando en sus padres, Faustino y Elisa, así que deduzco que es a ellos a quienes les pasó—. Cuando el universo se empeña en juntar a dos personas una y otra vez, es porque hay algo que todavía deben enseñarse mutuamente.
—¿Crees que hay algo que Oliver debe enseñarte?
—Y algo que yo debo enseñarle a él. Pero no solo a Oliver. Tengo muchas almas gemelas, todos las tenemos.
—¿Como quién?
—Como mi madre. Sé que lo somos y que nos reencontraremos.
No tengo oportunidad de seguir indagando; Faustino entra en la habitación y camina con prisa hacia mi dueña.
—Bibiana, la morfina. ¿Es que si yo no me acuerdo, tú no dices nada?
Esta mañana su padre le ha dado dinero para pagar la consulta médica y el frasco de morfina inyectable, que no debe circular fuera de la caja fuerte.
—La puede guardar Áurea —propone ella.
—La morfina —insiste Faustino, inflexible.
Bibiana va hasta su mochila, toma el fármaco y se lo tiende a su padre. A juzgar por su expresión, a Faustino no le contenta descubrir su tamaño reducido.
—Es de 25 mililitros porque han subido el precio —le explica su hija, anticipando su protesta—. El de 50 cuesta 74 euros y el de 25…
—¿Has comprado dos frascos? —la interrumpe—. ¿Te has guardado uno?
—¿Qué?
Faustino la coge del brazo bruscamente, acercándola a él.
—Que si te has guardado un frasco.
Me interpongo entre ambos y empujo al padre, logrando que aparte sus manos de Bibiana.
—Suéltala.
Faustino me mira en actitud desafiante. Pero su actitud es lo único desafiante en él. En su mirada solo veo miedo. Miedo de que su hija vuelva a flaquear, de que vuelva a abusar de la morfina, de que su vida vuelva a pender de un hilo.
Faustino da media vuelta y comienza a revolver la habitación, en busca de ese supuesto segundo frasco.
—Por Dios, qué más tengo que hacer… —masculla mientras levanta las almohadas. Bibiana lo observa con la tristeza de quien no posee la confianza de su padre, con la tristeza de quien sabe que no puede exigirla.
—Han subido el precio —insiste—. No miento.
—Enséñame el ticket —le pide Faustino sin dejar de ponerlo todo perdido.
—No sé qué he hecho con él…
—Por supuesto.
—Estoy diciendo la verdad. Áurea, díselo.
Me tomo unos segundos para acatar su mandato. Bibiana me ha ordenado que «se lo diga», pero no ha especificado qué.
—Ella no quiso morir —revelo.
Faustino deja de destartalar la habitación para mirarme; sabe que hablo de la noche de la sobredosis.
—Quiso visitar a su madre, no mudarse a su mundo.
—¿Qué haces? —me reprende mi dueña.
—Su vida no le apasiona, pero sabe que vale la pena vivirla.
—Áurea —Bibiana me llama la atención para que deje de largar.
—¿De qué está hablando? —Faustino le pide explicaciones a su hija.
—Cuéntaselo —la animo a sincerarse.
Bibiana no ha compartido su Experiencia Cercana a la Muerte con nadie que no sea yo. Sin duda, su padre es quien más necesita conocerla. Bibiana lo sabe y lo considera unos segundos, pero entonces sus neuronas hacen sinapsis y recuerda dónde ha dejado el ticket de la farmacia esta mañana. Lo coge del bolsillo de la chaqueta que ha llevado hoy y se lo estampa a Faustino en el pecho.
Tras la cena, Bibiana se sienta en el borde de la cama y yo me encargo de quitarle las prótesis y cuidar de sus muñones. El masaje se alarga más de lo que necesitan sus músculos, porque percibo que le gusta y continúo hasta que comienza a entrarle sueño.
Bibiana se tumba en el colchón y yo pongo rumbo a mi puerto de carga. Pero me detengo a los pocos pasos, incitada por un pensamiento en la mente de mi dueña que no tarda en verbalizar:
—¿Puedes meterte conmigo en la cama, y te cargas cuando ya me haya dormido?
Obedezco con gusto, acostándome a su lado, y ambas nos miramos frente a frente. Con una caricia le coloco un mechón de pelo tras la oreja. La somnolencia se apodera de ella, pero Faustino consigue colarse entre los últimos coletazos de su mente.
—Deberías hablar con él —le sugiero—. Piensa que intentaste dejar de existir. Eso lo martiriza.
—¿Recuerdas el Mito de la Caverna?
Asiento con la cabeza. Es la alegoría de los prisioneros encadenados en una cueva desde el nacimiento, que ven sombras en una pared y creen que son la realidad. Pero uno de ellos se libera y descubre que son una proyección.
#274 en Ciencia ficción
reencarnación, ciencia ficcion con tintes fantasticos, filosofía existencial
Editado: 19.04.2025