Áurea
Bibiana vivió la desigualdad social en su máximo esplendor. A la policía le bastó con conocer el estatus de agresora y agredido para tratarla como a una criminal altamente peligrosa, aun sin esperar a esclarecer la situación. Oliver intentó defenderla del abuso policial y también acabó detenido por «resistencia a la autoridad y desobediencia». Tras prestar declaración, fue puesto en libertad sin cargos, pero no así Bibiana, que ha pasado la noche en los calabozos. Se le acusa de un delito de agresión con resultado de lesiones oculares moderadas, con riesgo de pérdida de visión en el ojo derecho. La Fiscalía de Menores ha solicitado la apertura de un expediente judicial y su internamiento preventivo —en gran parte, presionada por la influyente familia de la víctima—, que solo puede evitarse mediante el pago de una fianza de 3.000 euros.
Faustino tarda varias horas en reunir ese dinero, así que a la noche de arresto y a la mañana de comparecencia se suma toda una tarde de espera opresiva. Bibiana confía en que su padre pague la fianza, pero no descarta la posibilidad de que la ingresen en un centro de menores hasta el juicio. Nada le sorprendería a estas alturas.
Finalmente, con la llegada del anochecer, se verifica el pago del importe y un policía saca a mi dueña de la sala de custodia judicial. Ni padre ni hija se dirigen la mirada cuando se encuentran en el recibidor. Están decepcionados, enfurecidos, indignados el uno con la otra a partes semejantes. En el exterior del juzgado, una noche de lluvia copiosa, viento fuerte y rayos constantes es la tormenta que presagia el fin de una calma engañosa.
—¿¡En qué demonios estabas pensando!? —le achaca Faustino tan pronto como abandonamos las instalaciones—. ¿Sabes cuánto me ha costado sacarte de ahí? ¿¡Tienes idea de a qué nos enfrentamos!?
Tras el juicio, si se confirma que hubo lesiones graves o permanentes, Bibiana podría ser condenada a internamiento juvenil o libertad vigilada, y al pago de una indemnización económica a la víctima. Si el daño ocular resulta leve y se prueba que la agresión fue un acto impulsivo provocado por hostigamiento, el juez podría optar por una medida educativa, no penal, pero para eso se necesita una buena defensa que mi familia no puede permitirse.
—Me mentiste —lo acusa ella—. ¡No lo empeñaste, lo vendiste! —Bibiana empuja a su padre, desplazándolo unos cuantos centímetros.
—Era un reloj, Bibiana. ¡Un reloj!
—¡Era su reloj! ¡Y me lo dio a mí!
—¿Crees que lo hice por gusto? ¿O porque no había otra opción?
—No era tuyo. No tenías derecho.
—Tengo derecho a hacer lo necesario para salir adelante. Para sacarte adelante. ¡Tú no tenías derecho a agredir a aquel chico!
—Se estaban burlando de mí.
—Eso es. Solo piensas en ti. En saciar tu ira, en sofocar tu dolor. ¿Y yo qué? ¿En algún momento pensaste en mí ayer? ¿Pensaste en mí cuando intentaste morir?
No es un buen momento para remover ese episodio, pero era cuestión de tiempo que tropezaran con él. Es lo que ocurre cuando escondes un asunto incómodo debajo de la alfombra en lugar de enfrentarlo y tratar de esclarecerlo. Cuando al fin sale a la luz, no es en el momento, ni en el lugar, ni de la manera adecuada.
—No intenté morir —reconoce Bibiana, pero con la boca demasiado pequeña como para que tenga algún efecto.
—Me desvivo por mantenernos a flote, ¡y tú te empeñas en hundirnos!
—Eso no es verdad —murmura, dolida. Sus párpados inferiores retienen sendos charcos como presas de agua al borde del desbordamiento.
—Intentas ahogarte. Lo has intentado antes y lo volverás a intentar, y no te importa arrastrarme contigo.
Es una acusación muy grave expresada con demasiada dureza. Bibiana la siente como un disparo a bocajarro que agrieta las presas de sus ojos, pero, antes de que lleguen a ceder, da media vuelta y se aleja bajo la tormenta.
Fulmino a Faustino con la mirada y voy tras mi dueña, no para evitar su marcha, sino para acompañarla a donde sea que pretenda ir.
El destino elegido no es otro que el Edificio. Entramos en uno de los apartamentos del bloque y nos acostamos en la primera cama que vemos, la cual resulta un poco estrecha, pero lo suficientemente confortable y aseada.
El viento golpea la ventana con vehemencia. La lluvia ha menguado, pero durante el trayecto hasta aquí nos ha empapado el abrigo y ahora estamos descansando sin suficientes capas de ropa. Bibiana apoya la cabeza en mi clavícula y yo la rodeo con los brazos, intentando que entre en calor. Como punto a favor, el cielo ha esclarecido y las escasas nubes permiten la llegada de cierta luz lunar.
Mi dueña la aleja de su mente cada vez que se le cruza, pero lo cierto es que la idea del robo es más tentadora por momentos. Ya no solo para aliviar la deuda médica, sino también para pagar a un buen abogado y hacer frente a una posible indemnización de demasiados miles de euros.
Oliver no eligió ese trabajo en ese instituto por casualidad. Conocía sus fechorías contra los estudiantes becados, y quien la hace una vez, la hace dos. Sabía que encontraría trapos sucios con los que chantajearlos, trapos sucios que les impedirían denunciar el robo que comenzaba a planear. Lo tiene todo pensado al detalle. Es la forma que ha encontrado de resarcirse de su error, de acercar a Bibiana a la vida que tenía y que le fue arrebatada. Lo empuja la culpa, pero lo guía el amor.
Él ama a mi dueña. No en el sentido español, sino en el sentido árabe. Ha transitado el peligroso abismo que separa el «Te quiero» del «To’borini». No solo le profesa un afecto extremo; también estaría dispuesto a depender emocionalmente de ella. Estaría dispuesto a entregarse, a perder el control, a sacrificar su individualidad y su autosuficiencia. A exponerse a que, algún día, su dosis diaria le falle y pierda la noción de quién es. En otras palabras, a mantener una relación romántica. ¿Por qué? ¿Qué tiene el amor que tanto gusta? ¿Qué aporta que valga tanto la pena?
#274 en Ciencia ficción
reencarnación, ciencia ficcion con tintes fantasticos, filosofía existencial
Editado: 19.04.2025