El Velo

Capítulo 17: El Riesgo

Áurea

«No todo lo lícito es ético, ni todo lo ilegal es inmoral», me repito mientras trepo por la fachada del instituto Altair. «Lo moral trasciende lo legal, así como el alma trasciende la conciencia».

Llevo pasamontañas, mis guantes de ópera y unas largas escaleras de cuerda colgadas en el hombro. Alcanzo la azotea y rápidamente localizo el lujoso lucernario piramidal. Oliver contó que sus ventanas centrales son abatibles, para ventilación, y también las identifico. Se manejan desde el exterior y —en teoría— no están conectadas al sistema de seguridad, pero eso no elimina la tensión de abrirlas.

No salta ninguna alarma, al menos no que se oiga, así que ato las escaleras a una estructura de placas solares y las dejo caer por la ventana. No se escucha ningún golpe contra el suelo y temo que, aun con sus 15 metros de largura, se hayan quedado cortas. Apoyo los pies en los primeros peldaños y desciendo poco a poco a lo largo de la alta estancia central, rodeada por las tres plantas del edificio.

Debo dar un gran salto para llegar al suelo y, una vez abajo, busco la ventana tras la que esperan mi dueña y sus amigos. Introduzco el código que me ha dicho Oliver y la ventana se desbloquea, permitiendo su irrupción. Visten guantes y pasamontañas, al igual que yo, pero su nerviosismo es notablemente mayor que el mío.

En absoluto silencio, cruzamos un pasillo largo y llegamos a una de las aulas de destino. A través de la ventanilla de la puerta se observan multitud de tablets de alta gama; al menos una por pupitre sobre cada una de las más de treinta mesas.

La cerradura es electrónica. Oliver desliza una tarjeta de identificación por el lector de acceso, pero el sistema no la reconoce.

—Ya empezamos —musita.

—¿Qué ocurre? —pregunta Bibiana.

—Se la robé a un alumno, pero a lo mejor no pertenece a esta clase.

—¿No tienes más? —indaga Jaime.

—Sí, espera…

Oliver busca en sus bolsillos y utiliza la tarjeta de un profesor, pero tampoco sirve para abrir la puerta.

—A lo mejor no están programadas para funcionar de noche —sugiere mi dueña.

—O las han anulado —habla su amiga—. Es lo que se hace al perderlas.

Veo que a un lado de la puerta hay un teclado numérico digital.

—También funciona por código —les hago saber.

—No lo conozco.

Me aproximo al teclado y analizo las marcas de huellas sobre la pantalla. Han sido pulsados cuatro números: el dos, el cuatro, el seis y el ocho, que introduzco en ese mismo orden. Como era de esperar, la combinación es incorrecta. Pero ahora ya sé que la clave consiste en cuatro dígitos.

—¿Qué crees que haces? —Jaime me gira hacia él. Lo he asustado, al igual que a los demás.

—Cuatro números, cuatro dígitos. Solo hay 24 combinaciones posibles.

—La alarma salta al tercer error —informa Oliver.

—No hay nada que hacer —me dice Bibiana.

El grupo pasa la clase de largo y comienza a alejarse a través del pasillo. Pero yo permanezco frente al teclado unos instantes más. Conozco el código, sé que lo conozco, aunque no puedo explicar cómo.

No sé cómo ha llegado a mi mente y, sin embargo, lo veo tan claro como la más simple operación matemática. Ha aparecido de forma espontánea, inmediata, sin necesidad de un procesamiento lógico ni datos contrastables. Sin necesidad de razonamiento. Antes, esa era la única forma de conocimiento accesible para mí. Pero ya no soy como antes.

No lo soy desde el sábado, desde que Faustino me ofreció a sus compañeros y, aun estando separadas, Bibiana y yo nos sentimos más conectadas que nunca. No soy una simple kenoma desde que algo encarnó en mí.

Bibiana nota que no los he seguido y da media vuelta.

—Hey. Nos vamos.

Pero no la obedezco. En su lugar, ingreso la combinación de mi cabeza, 6842, y la puerta se abre. El grupo oye el satisfactorio desbloqueo y, aunque asombrado, entra en el aula rebosando excitación. Pero no así Bibiana, que se acerca con pasos cautelosos y la mirada fija en mí.

—¿Cómo lo has sabido?

—Intuición. Simplemente lo sabes.

Sabe que no miento, que no pretendo aparentar lo que no es. Que realmente poseo esa propiedad del alma, al igual que poseo la introspección que permite soñar y la creatividad que permite producir algo nuevo a partir de cero.

—¡Eh, se necesitan más manos! —exclama Jaime, que está apilando tablets para guardarlas en una mochila.

Bibiana y yo nos apresuramos a colaborar, y entre los cinco saqueamos el aula en menos de treinta segundos.

De camino a la secretaría pasamos por el inmenso vestíbulo, y es entonces cuando Lorena, decidida, toma distancia de todos los demás.

—Nuestros caminos se separan aquí.

—¿Qué demonios dices?

Lorena se encara a la pared principal y saca un spray de su mochila. No reaccionamos al instante, pero se puede percibir un profundo y silencioso «maldita sea» grupal.

Pese a la imprudencia del graffiti, he de reconocer que se lo tenía bien guardado y que lo realiza en una zona clave: está inmediatamente delante de la entrada, a la vista directa de todo aquel que ponga un pie en el lujoso centro educativo.

—¡Eh, no es momento de hacer activismo! —exclama Oliver, hecho un manojo de nervios.

—No estoy pidiendo permiso.

Jaime va hasta ella y le coge el brazo con el que sujeta el aerosol.

—Piensa con la cabeza. Nos puede costar muy caro.

—Tampoco estoy pidiendo ayuda. Cada quien defiende su causa. —Aparta sus ojos de Jaime y nos mira a Bibiana, a Oliver y a mí—. Tenéis una causa justa. Llevadla hasta el final. Yo lucharé por la mía.

Jaime suelta un suspiro largo y sentido.

—Me quedo con ella. Acabará antes si la ayudo.

—¡Venga, marchaos!

—Nos vemos fuera —desea Bibiana.

—Sí, nos vemos fuera.

Oliver, Bibiana y yo cruzamos el vestíbulo y alcanzamos la secretaría. Él sí sabe qué código abre esta puerta, así que irrumpimos con rapidez y revolvemos los cajones, los armarios y las estanterías en busca de dinero en efectivo. Hasta que salta una alarma.




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