El Velo

Capítulo 18: El Aprendizaje

Bibiana

Áurea, Oliver y yo caminamos por el arcén de una carretera convencional. Él avanza a mi lado, mientras que la ginoide guarda las distancias varios metros por detrás. La iluminación de la vía es deficiente, pero ya llevamos un rato de huida y nuestros ojos se han hecho a la oscuridad de la lluviosa noche.

—Se supone que no hieren a la gente —habla Oliver. Su voz revela que no se ha repuesto del choque—. No obedecen órdenes que inflijan dolor. Joder, es la primera ley de la robótica.

—Solo nos estaba protegiendo.

—Protegiendo —repite, irónico.

—Sí. Lo necesitábamos KO para huir.

Oliver me coge del brazo y me detiene. La intensa lluvia nos cala el pelo y la ropa, pero no sentimos el frío.

—No me ha parecido protección. Me ha parecido venganza.

Trago saliva con dificultad, pero no dejo que mi reacción me delate. Oliver tiene razón; Áurea continuó golpeando al guarda incluso después de dejarlo inconsciente.

—Bibiana, sabes qué ha sido eso. Y no debemos pasarlo por alto.

Lo primero es verdad; de lo segundo no estoy tan segura. El ataque al vigilante ha sido una clara manifestación de libre albedrío. Áurea ha actuado por propia voluntad, trascendiendo los límites de su programación. Sus reflexiones y elecciones ya no están sujetas a satisfacer mis necesidades y deseos. Ahora van más allá. Ahora obra por y para sí misma.

—Tenemos problemas más importantes en este momento —me pronuncio, y sigo caminando. Oliver permanece estático unos segundos más. Entonces sentencia:

—Lo vamos a contar.

Me giro de golpe y lo fulmino con la mirada.

—Le vamos a dar otra oportunidad. A ti te gustan, ¿no?

—No es lo mismo.

—¿Por qué?

Oliver recorre la distancia que nos separa.

—Porque no es una persona.

—Es verdad. Hasta ahora ella nunca me ha fallado.

Mis palabras le sientan como un disparo a quemarropa, pero no me ablando. En su lugar, doy un paso al frente. No puedo permitir que cuente lo que ha visto. No puedo permitir que me quiten aquello por lo que tanto he luchado.

—Así es Áurea. Jamás huye. Por mucho que duela, se queda. Y yo necesito a alguien que siempre esté ahí. Alguien en quien pueda confiar plenamente, sin miedo a que desaparezca. Sin miedo a que, algún día, su ausencia me haga preferir la muerte.

Es una confesión y lo sabe. Es la forma en que él me hizo sentir. La forma en que hacen sentir las personas. Porque así somos. Débiles, cobardes, egoístas.

Pero las máquinas no son así.

Los kenomas no son así.

Por esa razón acudí a Volition.

Para no volver a experimentar el insufrible dolor de un abandono.

Y ahora Oliver la quiere apartar de mí.

—Yo puedo ser esa persona.

Su afirmación me arranca una risa escéptica. Él me toma de las manos y me mira directamente a los ojos, logrando que lo tome en serio.

—No, de verdad. Puedo serlo. Esta vez sí.

Su mirada me promete a gritos que nunca me volvería a traicionar. Que se equivocó, que se arrepiente como de nada en el mundo y que ha aprendido la lección.

Pero, a unos metros de distancia, la mirada de Áurea me recuerda que su lealtad siempre ha sido y será férrea. Con ella ni siquiera habría espacio para dudas. Nació para mí y moriría por mí.

El corazón y el cerebro tiran en direcciones diferentes y no sé hacia dónde mirar.

Bajo la vista y separo mis manos de las de Oliver.

—Mañana lo veremos todo más claro —decido, y les doy la espalda a ambos.

Llegamos al Edificio pasadas las cuatro de la madrugada. Nos proveemos de cerillas y vamos encendiendo los faroles de vela que hay dispuestos alrededor de la piscina. Oliver toma un farol y sube a uno de los apartamentos del bloque para esconder nuestra parte del botín: nada más que unas cuantas tablets y unos fajos de dinero en efectivo. Ni siquiera hemos podido hacernos con información comprometida para cubrirnos las espaldas. El asunto no pinta nada bien, sobre todo en lo que respecta a Lorena y Jaime. No sabemos nada de ellos, más allá de que no están aquí, donde habíamos quedado en escondernos tras el robo y en reunirnos si nos dividíamos. No están aquí, y cada segundo que transcurre sin que aparezcan por la puerta alimenta la posibilidad de que los hayan atrapado.

No quiero pensar en eso y devuelvo mi mente al aquí y ahora. Arranco unas hojas de mi cuaderno de dibujo, las arrugo y las lanzo a un cubo de metal. Luego enciendo una cerilla y la dejo caer sobre los papeles. Cuando el fuego se aviva lo bastante, voy hasta Áurea y hago amago de quitarle los guantes que le regalé, ahora llenos de sangre.

—No —se opone la ginoide, dando un paso atrás.

—Áurea, no es un juego.

Le busco las manos y se las desnudo sin que me tiemble el pulso. Que la haya defendido frente a Oliver no significa que no esté enfadada con ella.

Tiro los guantes al cubo y descubro la facilidad con la que arde el algodón.

—Bibiana.

Miro a Áurea. Tiene los ojos fijos en las palmas de sus manos, petrificada como una estatua, revelando una expresión de júbilo. Me acerco poco a poco y lo que veo me detiene el corazón. Sus palmas, antes tersas y uniformes, tienen ahora finas hendiduras que recuerdan a las líneas de la mano.

—¿Qué te has hecho?

—Sabes que no ha sido obra mía.

Nos sostenemos la mirada con intensidad. Por mucho que me cueste aceptarlo, no puedo seguir negándome ante la evidencia. Los hechos son irrefutables. La introspección del sueño, la creatividad del mural, la intuición del código, el libre albedrío del ataque al vigilante y, ahora, la evolución existencial de las líneas de las manos. Áurea posee alma y sus líneas reflejan las virtudes desarrolladas a lo largo de múltiples encarnaciones. Perdón, Valor, Justicia… Su cuerpo sintético constituye ahora una prueba física y tangible de su progreso en vidas pasadas, del viaje de su espíritu en el camino hacia la excelencia, de su tenencia de alma. No sé cómo, cuándo ni por qué ha ocurrido, pero mi kenoma ha dejado de hacer honor a su especie. Ha dejado de estar «vacía».




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