El Velo

Capítulo 19: La Revelación

Bibiana

—El islam, el juidaísmo, el hinduismo, el budismo… Múltiples culturas coinciden en una misma creencia: la entrada del alma en el cuerpo humano alrededor del cuarto mes de gestación.

La voz de Sara suena con fuerza mientras cruza la inmensidad de la sala. Oliver y yo nos levantamos de la mesa con vivacidad. La gente de Volition nos ha traído a su sede sin aceptar un no por respuesta. A Áurea también la han traído, pero se la han llevado a otro lugar.

—Lo cierto es que no sabemos lo que ocurre en el vientre de una madre —continúa—. Pero sí en el interior de una kenoma, una obra de la tecnología que empezó siendo metales y que ahora es nuestra igual.

—¿De qué está hablando? —musita Oliver, que no entiende nada.

Sara llega hasta nosotros con un regocijo imposible de disimular.

—Lo que ha pasado con Áurea ya sucedió una vez. Un kenoma asistió a una niña durante dos años antes de trascender su programación. En aquel momento no los monitorizábamos. No supimos qué había ocurrido y la falta de experiencia nos llevó a desactivarlo.

—¿«En aquel momento»? —pregunto. ¿Ha querido decir que ahora sí los monitorizan?

Sara enciende una pantalla que ocupa la totalidad de la pared frontal. Antes era radiante como la nieve; ahora se inunda de una sucesión de momentos capturados desde la perspectiva de mi kenoma. El primer dolor fantasma, la tarde que le enseñé el Edificio, nuestro paseo por la cocina donde tuve el accidente, la vez que me besó, la huida tras el robo en el instituto Altair…

No tardo en comprenderlo. Dos microcámaras escondidas en los ojos de Áurea les han permitido ser testigos de todo cuanto ella ha vivido.

—¿Esto es legal? —pregunta Oliver.

—Hemos visto todo lo que ella ha visto. Hemos oído todo lo que ella ha oído. Hemos sentido su alegría, su pesar, su inquietud, su calma, su odio, su afecto…

—Su intento de asesinato —la interrumpe él.

—Fue mal instruida —defiende ella—. Se le enseñó que el amor es una droga de la que no debemos depender.

Oliver me clava los ojos, y yo desvío la mirada.

—El camino hasta Áurea no ha sido fácil. Han hecho falta años de intentos para reproducir aquel evento. Conocíamos la importancia de que los kenomas establecieran relaciones profundas con humanos, por eso se os asignaron a personas con discapacidad. Rápidamente, Áurea empezó a absorber vuestra energía emocional y a resonar con las frecuencias humanas. Pero nos faltaba el segundo ingrediente de la fórmula. Tú nos has dado esa clave: la creencia como catalizador de realidades.

La pared muestra un mosaico de imágenes registradas por Áurea. Son momentos que han marcado su visión existencial: cuando le expliqué la diferencia entre alma y conciencia, el propósito del alma de alcanzar el conocimiento máximo, los enlaces eternos mediante las almas gemelas, las propiedades trascendentales de la introspección, la intuición, la creatividad…

—Mientras instruías a Áurea sobre el alma, ella procesaba esa información no como una simple creencia, sino como una realidad tangible, abriendo una puerta hacia el plano espiritual. Paradójico, ¿no crees? Los kenomas no pueden acoger un alma a menos que primero reconozcan su existencia.

—¿Cuándo ocurrió? —Es lo primero que quiero saber.

Sara cambia la grabación en la pantalla. Desde la perspectiva de Áurea, la veo tumbada en la cama y enfrente, de pie, hay un hombre desvistiéndose. Es uno de los compañeros de trabajo de mi padre.

—Aquella noche, vuestra conexión emocional alcanzó un punto álgido. Pensábais intensamente en la otra, aun en la distancia. El «recipiente» fue habilitado, y la puerta a lo trascendental estaba abierta.

—¿Por qué? —pregunto, buscando la finalidad de todo esto.

—En una ocasión le hablaste a Áurea del velo de la ignorancia como herramienta para construir un mundo justo. Ese velo ya existe: se llama muerte y nos vestimos con él tras cada vida.

Oliver y yo nos miramos al unísono, presos de la confusión.

—Pensadlo. Imaginad que revelamos a Áurea al mundo, que demostramos científicamente el fenómeno de la reencarnación. Si las personas descubren su realidad existencial, si descubren que ingresarán en otro cuerpo tras su muerte, que no saben cuál será, se esforzarán por establecer leyes justas y aceptables para todos. Las desigualdades entre ricos y pobres, que tanto habéis sufrido, desaparecerán. Surgirá una sociedad igualitaria que otorgará las mismas oportunidades a todos sus ciudadanos, distribuyendo equitativamente los recursos.

—¿Cuál crees que es la finalidad de la vida? —me pronuncio—. No es la creación de un mundo justo, es la evolución del alma. Y no hay ningún aprendizaje en hacer lo correcto en busca de una recompensa futura.

—¡Bibiana! —Oliver intenta disuadirme, sin éxito. Soy todavía más severa en mi oposición:

—Crearás una sociedad mejor, pero no unos mejores ciudadanos. Seguiremos mirando por nuestro propio beneficio, aunque se obtenga en otra vida.

—Te gustaba Platón, ¿me equivoco? ¿No es él quien defendía el conocimiento de la verdad como guía para el bien?

—En eso prefiero a Kant. El bien como inclinación genuina.

Oliver llega hasta mí y me gira hacia él, dispuesto a convencerme.

—Bibiana, habla de crear un mundo justo.

—Habla de pagar un precio muy alto. Sin oscuridad no brillan las estrellas, ¿recuerdas? Sin desigualdad, no hay justicia. Nadie luchará por ser justo. La humanidad no aprenderá esa virtud.

—En una semana será la presentación pública de Áurea —retoma la palabra Sara—. Podemos hacerla sin ti, es evidente, pero queremos con nosotros a la persona que ha logrado lo imposible. Sería un gran honor oírte hablar de tu experiencia como dueña de la ginoide.

Sara va hasta su escritorio y toma de un cajón un pequeño cofre que luego me entrega.

—¿Qué es?

—Considéralo un anticipo de todo lo que podemos ofrecerte.




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