El verano de tu vida

Capítulo 3 (Kate)

CAPÍTULO 3

KATE

24 horas después de la boda

Quisiera dejar de respirar y morirme. Tumbada en mi cama, he imaginado mil ciento tres maneras de suicidarme. Una de ellas, es aplastar la almohada contra mi cara hasta asfixiarme, pero me temo que el instinto de supervivencia es demasiado inteligente y no me deja hacerlo. Dios, Dios, Dios... ¡Qué vergüenza pasé! Mi teléfono hecha humo, no deja de sonar una y otra vez... Mis padres, las chicas, mis tíos de Vermont, mis primos de San Francisco exigiéndome que les pague el billete a través de incontables mensajes en el contestador... Un desastre. Una tragedia.

Es domingo. Me molestan los rayos del sol que entran por la minúscula ventana del dormitorio de mi apartamento de soltera en el que me he refugiado. Afortunadamente no lo alquilé. Afortunadamente... Si no, tendría que haberme visto obligada a volver al apartamento que compartía con Martin y verle la cara, puesto que no puedo permitirme el lujo de pagar una habitación de hotel y lo que menos me apetece es alojarme en casa de mis padres. Sería deprimente volver a dormir con los posters de las Spice Girls y los Backstreet Boys.

Odio la cara de Martin en mi recuerdo. Esa sucia cara con esa sucia mirada que no pudo continuar con la mentira el día de nuestra boda. ¿Por qué me ha hecho esto? ¿Cómo ha sido capaz? Yo no merecía esto, maldita sea, ¡no lo merecía! Tendría que habérmelo dicho antes, lo hubiera entendido. Pero no el día de nuestra boda. Ese día es sagrado. Ese día, es para dar el “sí quiero”, no para confesar que eres gay.

Arrastro mis pies hasta el salón y observo, compadeciéndome de mí misma, los billetes de avión que nos hubieran llevado a una idílica luna de miel a Grecia. Ahora sé por qué Martin eligió Grecia como destino. Porque está lleno de hombres que buscan a hombres. Porque nuestra relación ha sido una mentira y no quiero pensar en la de cosas que habrá hecho mientras estaba conmigo. A los tíos que se habrá follado. La relación secreta que desde siempre ha mantenido con Freddy, su amigo el barbudo.

«¡Basta!», me digo a mí misma dando un saltito. Voy hasta la cocina y me sirvo una copa de vino, aunque al mirar el reloj me doy cuenta que son solo son las once de la mañana. Cojo el teléfono, escucho los mensajes en el contestador y vuelvo a compadecerme de mí misma al no distinguir la voz de Martin entre tantas otras. ¿Así termina lo nuestro? En serio, ¿así?

«¡A tomar por culo!», me dice mi amiga Lucy en un mensaje.

Me rio y lo repito. «¡A tomar por culo!».

Llamo a las chicas y quedamos en media hora. No me pongo el vestido ajustado de color rojo con el que creí haber conquistado a Martin aquella noche, porque entre otras cosas, no me entra. Charlotte se ríe de mis pintas. Mis bermudas color beige y la camiseta con rayas marineras no parecen ser de su gusto, pero me da igual.

—Kate... ¿cómo estás? —pregunta Betty abrazándome.

—No. No, no y no —digo de repente. Todas me miran, queriendo saber cómo continuará esta conversación—. He pasado 24 horas tumbada en mi cama sin querer ver ni escuchar a nadie, avergonzada por todo lo que ha ocurrido. Fuerte, sí. Es muy fuerte. Pero no quiero que os compadezcáis de mí. En serio, estaré bien. Soy muy fuerte.

No saben qué decir. Se limitan a asentir, pero al ver sus miradas, de nuevo ese desagradable nudo en la garganta se apodera de mi ser y rompo a llorar desconsoladamente, bajo la atenta mirada de todos los que están sentados en la terraza del bar tomando un refresco. Como el día de mi no-boda en el que corrí por las calles neoyorquinas con mi vestido de novia, mi moño deshecho y un montón de lágrimas saliendo a borbotones de mi triste mirada. Deberían pensar que era una chalada.

—¿Qué miráis? —chilla Lucy.

Los clientes del bar vuelven a centrarse en sus conversaciones y después de respirar hondo durante un momento, saco de mi bolso los billetes a Grecia.

—¿Quién los quiere? —pregunto sacudiéndolos.

—¿Cómo? ¿Qué son? —Charlotte coge los billetes y niega con la cabeza—. Ve tú, Kate. Vete a Grecia, disfruta.

—Ya, pero... No, no, que va. No sé viajar sola. Ni siquiera puedo comer sola en un restaurante.

—A tus treinta y dos años, ya va siendo hora, bonita —dice Pam, ladeando la cabeza.

Medito durante unos instantes. Quizá no es tan mala idea y en Grecia hay tíos que están muy cañón a los que sí les gustan las mujeres. «No. Fuera hombre, Kate. Vas a estar una buena temporada sin pensar en hombres», pienso cabizbaja, mirando los billetes que ahora tiene Betty.

—Betty, ¿no quieres ir con el tío del metro? —sugiero.

—Con mi marido, Kate. Mi marido. Y se llama Karl.

—Karl. Claro, Karl —repito, sabiendo que se me volvería a olvidar al cabo de dos días.

—No podemos. Este año tenemos vacaciones a finales de agosto —se lamenta la dulce Betty.

Interrogo al resto con la mirada y todas niegan con la cabeza.

—¿En serio? ¿Ninguna podría acompañarme?

Estoy disgustada. Muy disgustada. Me debato entre ir o no ir, aprovechar un viaje de ensueño o venderlo por internet.

Aburrida en casa, me sirvo la doceava copa de vino del día y enciendo la tele. Aparece un hippie de ojos pequeños y cierto aire a John Lennon con unas gafas de montura dorada y empieza a decir serenamente:




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