El verano que nos separó

2. Aburrido.

Sonrió de manera encantadora cuando él le puso la gorra al verla achicar demasiado la mirada ante el inclemente sol de ese mediodía. Suspiraron los dos de forma pesada, viendo el mar a sus pies. Se encontraban bajo un frondoso árbol, de los que pueden resistir esas condiciones climáticas, sentados en una banca que los acercaba demasiado a la orilla del acantilado que tenía la mansión de playa como patio trasero.

No era el sitio más seguro, y más de uno de los empleados, incluso algunos de la familia Slate, les habían indicado que no deberían estar allí, pero ellos no solo eran jóvenes, también resultaban rebeldes cuando se trataba de hacer lo que querían. Cuando se vieron a los ojos, simplemente se pusieron a reír, suspirando los dos al mismo tiempo.

Hacía un año que no se miraban, habían hablado por mensaje, alguna que otra llamada o videollamada en el tiempo que había pasado. Felicitaciones de cumpleaños, de Navidad y algún que otro regalo que había llegado en esas cajas de cosas usadas, como ropas y zapatos, que la familia Slate enviaba a sus cuidadores de la casa de playa cada cierto tiempo.

—¿Ya estás listo para la universidad? —consultó de manera delicada Catalina, buscándole los azulados ojos a Asher.

—La verdad es que no, y esa es una de las razones por las que llevo meses discutiendo con mi familia —la joven frunció el ceño—. La mayoría de mis amigos se tomarán un año sabático. Lo usarán para trabajar, conocer el mundo, viajar...

—¿Y tus padres no quieren eso para ti?

—No. Quieren que siga los pasos del perfecto Roscoe —indicó con algo de amargura—. Ya sabes, mejor alumno, becado con honores para la increíble Harvard —se burló—, y para colmo con más ofertas de universidades y becas que cualquier alumno de su promoción —se encogió de hombros—. Y no tardó nada en adaptarse y sigue haciéndolo como él sabe, perfecto —cuando se vieron a los ojos, Catalina solo apretó los labios en una media sonrisa—. No quiero ser como Roscoe, pero mis padres parecen no captar esa idea.

—Es que no puedes ser como él, él ya existe —el joven a su lado se puso a reír—. No entiendo la necesidad de los padres de compararnos, y lo peor es que cuando hacemos lo mismo con ellos, dicen que no todas las personas son iguales y cada uno tiene su tiempo y camino.

—Dudo mucho que tu madre te compare con alguien, no solo eres hija única, algo que créeme envidio un poco —Catalina sonrió cuando él lo hizo—. También eres como la niña de sus ojos, siempre ha estado pendiente de ti.

Catalina analizó las palabras de su amigo viendo ese mar que ni se escuchaba en ese pacífico espacio. Notó cómo las olas apenas parecían estelas de luces, y a lo lejos, la forma en que los pelícanos se dejaban caer en picada con una precisión digna de estudios para conseguir alimento. 

Pasó saliva cuando Asher le rozó una peca que encontró por su rodilla, pero ella solo sonrió al verlo a los ojos.

—Ser hija única muchas veces es como un castigo. Toda esa atención que está en ti también se vuelve un grado no sano de protección. Mamá todo el tiempo tiene miedo. Si salgo, apenas me deja disfrutar del momento, y ya no se diga cuando le hablo de irme a estudiar a la capital.

—¿No le gusta la idea?

Negó con la cabeza.

—No, para nada. Tu madre el año pasado, cuando estaban por irse, empezó a hacer comentarios de que podríamos buscar una universidad en Estados Unidos, pública —él frunció el ceño, eso no lo había escuchado en su familia, mucho menos en su madre—, y ellos me darían alojamiento, comida, siempre y cuando ayudara en casa cuando fuera necesario.

Se sintió confundida cuando Asher empezó a negar, parecía muy seguro, pero también como molesto, lo que sin duda la llevó a fruncir el ceño y ponerse de pie ante él.

—¿Qué? ¿No te gustaría que viaje o que viva en tu perfecta mansión?

—No es eso, Catalina, no te alteres —le indicó, moviéndose para cubrirse del sol con la sombra de la joven—. No me gusta la idea de que tengas que pagar haciendo de empleada en mi casa, además, que es ilegal en Estados Unidos el trabajo que tú haces en mi país.

—Estoy por cumplir la mayoría de edad.

—Sí, en este país. En Estados Unidos la cumples a los veintiuno —fue rápido con ella—. A los dieciocho te puedes ir de casa, empezar un trabajo quizás, pero no puedes tener una vida de adulto porque te faltarían varios años —ella no entendía por qué el tema había nacido—. La idea de que vivas con nosotros es genial, puede ser una gran oportunidad para ti, sin duda, pero no me gusta que se vea como algo que debes pagar con servicios domésticos.

—Tu madre no dijo que era algo así.

—Pero es lo que pasará. Empiezan a pedirte que laves los trastes, que cargues la lavadora, y cuando te das cuenta, no tienes ni tiempo para hacer tareas, estudiar o incluso ir a clase porque te toca cubrir la limpieza de mi casa —cuando se puso de pie, la joven pasó saliva, solo viendo esa mano que le rozó la mejilla—. Me gusta la idea de que puedas estudiar fuera, pero no que vengas con mi familia.

—Tu familia es a la que conozco, Asher, y no he dicho que pasará —respondió siempre viéndolo a los ojos—. Te indiqué que fue un comentario que hizo tu madre, que ha quedado en la cabeza de la mía desde ese momento, y cada vez que lo recuerda se invade de emoción, para luego terminar llorando pensando en lo mucho que me extrañará.




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