Asunción, Paraguay, 11 de mayo de 2025
El calor de Asunción era como un trapo mojado en la cara, incluso a las nueve de la noche. Mateo Arce, de 27 años, estaba tirado en un sillón roto en su monoambiente del barrio Obrero, con un ventilador de mesa que solo escupía aire caliente. La tele, un cacharro viejo comprado en el Mercado 4, zumbaba con el noticiero de Telefuturo. Un periodista con camisa apretada hablaba de una "anomalía cósmica" detectada por telescopios en Chile y Hawái.
"Los científicos están desconcertados", decía el tipo, mientras una gráfica barata mostraba una mancha brillante en el espacio. "Podría ser un agujero de gusano, una distorsión del espacio-tiempo, o algo completamente nuevo. En las redes, ya lo llaman ‘el portal del fin del mundo’."
Mateo resopló, rascándose la barba mal cortada. "Sí, claro, y yo voy a pagar la luz mañana", murmuró, tomando un sorbo de Pilsen tibia. La mesa estaba llena de botellas vacías, un plato con migas de chipa y un celular que no paraba de vibrar. Era Luz, su hermana menor, con otro mensaje: Mateo, vení este finde a casa. Mamá dice que estás flaco. Y buscá un laburo, por favor. Mateo dejó el celular boca abajo. Laburo. Como si fuera tan fácil. Lo habían echado del call center por llegar tarde una vez de más, y las entregas en moto apenas le alcanzaban para comer y calmar a la casera.
Se puso una remera gastada, jeans rotos y unas zapatillas con la suela despegada. "Necesito salir de este horno", pensó, aunque el aire de Asunción olía a asfalto y choripanes quemados. Caminó hacia el centro, pasando por las luces del Panteón de los Héroes, donde los vendedores gritaban precios de tereré y las motos rugían como avispas. El cielo estaba despejado, pero algo raro lo hizo parar. Una raya de luz blanca, como si alguien hubiera cortado el cielo con un cuchillo, cruzó el horizonte y desapareció en un segundo. Mateo parpadeó, confundido. "¿Qué fue eso?" dijo en voz baja, mirando alrededor. La gente seguía caminando, como si nada.
Entonces, el mundo se rompió. Un zumbido grave, como un motor gigante, le atravesó los huesos. El suelo tembló, y Mateo sintió que lo arrancaban de la realidad. Frente a él, una fractura luminosa se abrió en la calle, con bordes irregulares que brillaban como vidrio astillado. Los colores dentro eran imposibles, como un arcoíris roto. No tuvo tiempo de gritar. La luz lo tragó, y todo quedó en silencio.
Corte a: Noticias, Asunción, 2025
En un comedor del barrio Sajonia, un televisor colgado en la pared muestra un noticiero de emergencia. La presentadora, con el maquillaje corrido por el calor, lee con voz tensa: "Hace minutos, la anomalía cósmica detectada en el espacio ha desaparecido sin dejar rastro. Los observatorios confirman que no hay evidencia de la distorsión, como si nunca hubiera existido. Los científicos advierten que podría haber efectos desconocidos, pero por ahora, no hay respuestas."
En el comedor, un tipo con una remera de Cerro Porteño gruñe: "Siempre lo mismo, asustan y después nada." Una muchacha revisa su celular, donde los posts en X hablan de extraterrestres o experimentos secretos. Nadie sabe que Mateo Arce, un don nadie de Asunción, ya no está en este tiempo.
Desierto cerca de Uruk, ~3000 a.C.
El sol era un martillo en la cabeza. Mateo despertó tosiendo, con arena pegada a la lengua. Escupió, parpadeando contra el resplandor que le quemaba los ojos. No había Panteón, no había motos, no había Asunción. Solo un desierto seco, con dunas bajas y, a lo lejos, estructuras de adobe que parecían castillos deformes. El aire olía a tierra caliente y a algo extraño, como humo de hierbas.
Se tocó el pecho, esperando despertarse. Su remera estaba rota en el hombro, y una zapatilla tenía un agujero en la suela. "¿Dónde estoy?" murmuró, con la garganta seca como papel. Intentó levantarse, pero las piernas le temblaron, y cayó de rodillas. A lo lejos, vio figuras moviéndose: hombres con faldas de lino, piel curtida y barbas trenzadas. Llevaban lanzas de madera con puntas de piedra, y sus ojos lo miraban con una mezcla de miedo y desconfianza.
Uno de ellos, con un collar de cuentas de arcilla, gritó algo en un idioma duro, como piedras chocando. Mateo no entendió nada, pero el tono no era amistoso. Levantó las manos, desesperado. "¡Tranquilo, tranquilo! No sé qué pasa, no quiero problemas!" Sus palabras eran ruido para ellos. El hombre del collar señaló su ropa, luego el cielo, y dijo algo que sonó como una orden. Los otros lo rodearon, y uno lo empujó con el mango de una lanza.
Mientras lo arrastraban hacia las estructuras de adobe, Mateo miró el cielo. Era azul, sin nubes, con estrellas débiles asomando aunque el sol aún brillaba. No había grietas, no había luces. Solo un mundo extraño, duro, que no le pertenecía. Una certeza lo aplastó: esto era real. Estaba perdido, en un lugar y un tiempo que no podía comprender.