El viajero de otro tiempo

Capítulo 2: Tierra de Barro

Desierto cerca de Uruk, ~3000 a.C.
El sol aplastaba como si quisiera borrar a Mateo Arce del mundo. Sus zapatillas crujían contra la arena, y el sudor le pegaba la remera rota al pecho. Los sumerios lo empujaban hacia las estructuras de adobe que se alzaban a lo lejos, sus lanzas de piedra siempre demasiado cerca. El tipo del collar de cuentas, que parecía el jefe, seguía gritando en ese idioma áspero, como si Mateo pudiera entenderlo. "¡Tranquilo, tranquilo!" balbuceó, levantando las manos. "No sé qué quieren, no tengo nada." Sus palabras caían como piedras en un pozo. Nadie lo escuchaba.
El calor era peor que cualquier verano en Asunción, y la sed le raspaba la garganta como papel de lija. "¿Esto es el infierno o qué?" murmuró, mirando el cielo azul, donde las estrellas seguían asomando, como si el día y la noche no supieran quién mandaba. Los sumerios no paraban, arrastrándolo por un sendero de tierra hacia lo que ahora veía claro: una ciudad. Muros de barro cocido, más altos que un edificio de tres pisos, rodeaban un laberinto de casas y un templo gigante que parecía un cerro con escaleras. "¿Eso es una pirámide o qué?" pensó, boquiabierto, olvidando por un segundo las lanzas.
Llegaron a una puerta custodiada por más hombres con faldas de lino y barbas trenzadas. El jefe del collar habló con ellos, señalando a Mateo como si fuera un trofeo. Uno de los guardias, con una cicatriz cruzándole la cara, lo miró de arriba abajo, frunciendo el ceño ante sus jeans rotos y su remera con un logo desvaído de Pilsen. "Sí, ya sé, no estoy para el desfile", murmuró Mateo, ganándose un empujón que casi lo tira al suelo.
Dentro de la ciudad, el bullicio lo golpeó como una ola. Calles estrechas llenas de gente: mujeres cargando jarras de arcilla, hombres arrastrando carros con cañas, niños corriendo descalzos. El aire olía a sudor, humo y algo dulzón, como pan recién hecho. Los sumerios lo miraban, algunos con curiosidad, otros con desconfianza. Una mujer con un velo de lino susurró algo a otra, y las dos se rieron, señalando sus zapatillas. "Genial, ya soy el chiste del pueblo", pensó Mateo, tratando de no tropezar mientras lo llevaban hacia una plaza.
En el centro, un edificio bajo con columnas de madera los esperaba. El jefe del collar entró primero, y los guardias empujaron a Mateo tras él. Adentro, el aire era fresco, pero el olor a incienso le picaba la nariz. Un hombre sentado en un banco de piedra, con una túnica bordada y una barba que parecía una escultura, los miró. Sus ojos eran fríos, como los de un jefe de call center a punto de despedirte. El tipo del collar habló, gesticulando hacia Mateo, quien solo captó que su nombre sonaba como una tos: "Ma-te-o".
"Escuchen, no sé qué pasa", dijo Mateo, alzando la voz. "Estaba en Asunción, caminando tranquilo, y de repente… ¡pum! Acá estoy. No quiero problemas, solo quiero… no sé, ¿volver?" Su español era un ruido inútil. El hombre de la túnica levantó una mano, y el silencio cayó como un telón. Luego habló, lento, en ese idioma de piedras. Mateo no entendió nada, pero el tono era claro: no estaba pidiendo opinión.
Un guardia lo agarró del brazo y lo llevó a un cuarto pequeño, con paredes de barro y un suelo cubierto de esteras. Lo empujaron dentro y cerraron una cortina de lino. "¡Ey, esperen! ¿Qué hago ahora?" gritó, pero solo escuchó pasos alejándose. Se dejó caer contra la pared, el corazón latiéndole como un tambor. Miró sus manos, sucias de arena, y la remera rota. "¿Cómo terminé en un capítulo de History Channel?" murmuró, riendo para no gritar.
Afura, el bullicio de la ciudad seguía. Mateo cerró los ojos, tratando de recordar Asunción: el ruido de las motos, el olor a chipa, el mensaje de Luz en su celular. Todo parecía un sueño, pero el calor, la sed y el miedo eran demasiado reales. Estaba atrapado en un mundo que no entendía, con gente que lo miraba como a un bicho raro. Y lo peor: no tenía idea de cómo salir de ahí.



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En el texto hay: #viajealpasado, #sumeria

Editado: 14.05.2025

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