El príncipe Adrien se apartó de la ventana del castillo, su mirada perdida en el horizonte. Desde lo alto de la torre, podía ver el vasto paisaje del reino de Eldoria, donde los campos de trigo dorado se extendían hasta donde alcanzaba la vista, y los bosques densos se agazapaban como sombras en el borde del cielo. El viento le susurraba algo que no podía entender, como siempre lo hacía. Había algo en ese viento… una advertencia. Pero el deber lo llamaba, y no tenía tiempo para prestarle atención.
“No pienses demasiado, Adrien,” se dijo a sí mismo mientras se ajustaba la capa oscura sobre los hombros. Sin embargo, sabía que era inútil. Los pensamientos siempre volvían, y la sombra de la maldición lo perseguía constantemente. Desde su niñez, había escuchado historias sobre cómo la maldición de Morgana se cernía sobre su familia, un legado oscuro que parecía manifestarse en cada generación. Con cada año que pasaba, se sentía más atrapado por la presión de cumplir con un destino que nunca había elegido.
Las puertas del balcón chirriaron suavemente, y su fiel guardaespaldas, Sir Cedric, entró en la habitación, interrumpiendo su trance. Con su armadura reluciente y su postura rígida, Cedric era una presencia constante en la vida de Adrien. Siempre estaba al tanto de cada movimiento, como un halcón vigilante.
—¿Príncipe Adrien? —la voz de Cedric lo sacó de sus pensamientos, y Adrien giró sobre sus talones.
—Sí, Cedric. Estoy aquí —respondió Adrien, tratando de sonreír, aunque la sombra de la preocupación seguía presente en su rostro.
—¿Listo para la cacería? —preguntó Cedric, su tono dejando claro que no era una simple pregunta, sino una declaración de la inminente obligación que le esperaba.
Adrien asintió, forzando una sonrisa que nunca llegó a alcanzar sus ojos. Sabía que el evento no era más que una distracción para los nobles, una excusa para que él mostrara su habilidad con el arco. La cacería anual del reino era un evento sagrado, un ritual que atraía a la nobleza de todos los rincones de Eldoria. Pero, en el fondo, estaba ansioso por escapar de las formalidades del palacio, por un momento de libertad en medio de las restricciones que lo ataban.
—Lo estaré en un momento —respondió Adrien, mientras caminaba hacia la puerta.
Cedric le siguió de cerca, sus pasos firmes y decididos. Mientras cruzaban los patios del castillo, el bullicio de la corte se alzaba a su alrededor. Nobles de todo el reino habían llegado para la celebración, sus risas y charlas llenaban el aire con un murmullo animado. Los estandartes ondeaban en el viento, mostrando los colores vibrantes de cada casa noble. Sin embargo, Adrien se sentía atrapado en una jaula dorada. Su mente vagaba entre las responsabilidades, el futuro como rey y la sombra de la maldición.
A medida que se acercaban al gran salón, una visión familiar captó su atención. Lady Elara estaba en los jardines, observándolo con esa mirada intensa que siempre lo hacía sentir desnudo ante ella. Había algo en su forma de moverse, en la tranquilidad con la que se deslizaba entre los árboles, que le recordaba que había algo más en ella. Algo que él aún no comprendía del todo.
Elara era una dama de compañía, pero su espíritu indomable la hacía destacar entre la nobleza. Con su cabello oscuro que caía en ondas suaves sobre sus hombros y sus ojos de un verde profundo que parecían capturar la luz del sol, era imposible ignorarla. Adrien había visto la forma en que otros nobles la miraban, algunos con admiración, otros con celos. Pero él la veía de manera diferente, como una persona cuya esencia lo desarmaba y lo intrigaba a partes iguales.
—¿Esos son los ojos de un príncipe o los de un hombre que busca escapar? —murmuró Cedric, interrumpiendo sus pensamientos.
Adrien se giró hacia él, sorprendido. —¿Qué quieres decir?
—Nada, solo que a veces, parece que sueñas con algo más allá de estas paredes.
Adrien desvió la mirada, pero no pudo evitar sonreír. "¿Acaso no lo haría cualquiera?" pensó para sí mismo. —Lo que me importa ahora es cumplir con mis deberes.
Elara lo saludó con una ligera inclinación de cabeza, una sonrisa en sus labios que iluminó su rostro. No intercambiaron palabras, pero sus ojos hablaron más que cualquier diálogo. Ella sabía que él estaba buscando respuestas, y él sabía que ella podía dárselas. En su corazón, había una conexión entre ellos, un entendimiento tácito que desafiaba las normas del reino.
El viento cambió de dirección, trayendo consigo un murmullo que solo Adrien pudo escuchar.
"Elara… Morgana…"
El príncipe frunció el ceño, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda. Pero antes de que pudiera acercarse a ella, Cedric lo tomó por el brazo, sacándolo de su ensueño.
—Debemos irnos, mi príncipe. El rey nos espera —dijo Cedric, su voz firme y directa.
Adrien asintió, pero su mente estaba en otro lugar, más allá de los muros del castillo, más allá del deber… con los secretos que Elara guardaba. Mientras caminaban hacia el gran salón, el eco de las risas y las conversaciones de la corte se intensificó, y Adrien sintió cómo el peso de la responsabilidad se acumulaba sobre sus hombros.
Al entrar en el gran salón, el ambiente se iluminó con un resplandor dorado. Las lámparas brillaban en el techo alto, y las mesas estaban llenas de manjares exquisitos. Nobles de todos los rincones del reino se reunían, riendo y conversando, disfrutando de la vida mientras él se sentía cada vez más atrapado en su papel de príncipe.
El rey, su padre, estaba sentado al final de la larga mesa, su mirada astuta observando a todos los presentes. Su presencia imponía respeto, y Adrien sintió una punzada de ansiedad. Sabía que su padre esperaba que él asumiera su papel de príncipe, que se comportara con dignidad y mostrara su habilidad en la cacería. Pero en su interior, el deseo de rebelarse crecía, un anhelo de vivir una vida libre de las ataduras del deber.
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Editado: 02.10.2024