El vínculo mágico - Libro 1

Capítulo 8 - La ayuda de Tom.

  Apenas comenzó septiembre, el gobernador y el rey Marlow le dijeron que, dentro de lo posible, estaba lista, por lo que ya era hora de que se marcharan. Apoyada en la barandilla del porche de palacio, Nathaly contempló por última vez el bonito atardecer que se desplegaba frente a ella. Lo único que le quedaba por hacer era seguir practicando con lo más sencillo hasta que comenzara los estudios en Zhorton. ¿En serio? ¿Practicar lo más sencillo sin que Leo estuviera cerca para reparar todo lo que destrozaba? Normal que su tío Zarco no pusiera buena cara ante semejante mención.

  Soltando un suave suspiro, Nathaly rememoró lo que había vivido hasta ahora y lo comparó con la vida que tuvo en la Tierra. Cuando vino a este mundo, jamás se imaginó que ser un alma blanca requiriera aprender tantas cosas distintas, pero no lo cambiaría por nada. Es más, tenía muchas ganas de seguir practicando enfrentamientos físicos y mágicos con su tío Zarco. No sabía por qué, pero le acabó cogiendo el gustillo. Se le daban bien, sobre todo los enfrentamientos cortos y los traslados de un lugar a otro. Pero los traslados ya no los usaba. En una batalla eran una ventaja muy peligrosa, y ya ni hablar de trasladarse más allá de lo que su vista alcanzaba a ver. Al menos, hasta que no se conociera bien su mundo, no volvería a practicarlos.

  —No se te ha dado tan mal para no recordar absolutamente nada. —Apareció Leo un par de metros a la izquierda. Apoyándose en la barandilla con calma, no dejó de mirar al horizonte.

  —Supongo. —Se encogió de hombros—. Aunque pasé un miedo horrible cuando el gobernador me dijo que íbamos a practicar la caída.

  Lo mal que lo pasó al saber que lo harían sin ningún tipo de seguridad. Y no tuvo escapatoria. El gobernador la agarró, la cargó en sus brazos y se tiró tan feliz desde unos ocho o diez metros de altura, como si eso fuera de lo más normal. Jamás pensó que perdería el miedo tan rápido, y es que su instinto nunca se espabiló tanto como en ese momento. Quizá por eso, cuando el gobernador la invitó a tirarse desde un lugar más bajo, no se lo pensó y se lanzó del tirón, cayendo por instinto con las piernas flexionadas y las palmas de las manos en dirección al suelo. El gobernador lo llamaba la protección instintiva del alma. Y es que el alma no solo te forzaba a tomar esa posición, sino que también activaba una burbuja invisible a tu alrededor que te protegía tanto del duro golpe como del destrozo que causabas bajo tus pies. Eso sí, de lo que no te librabas era de una breve y desagradable sacudida en tu alma, que, al necesitar de unos segundos a unos minutos para estabilizarse, te impedía, entre otras cosas, utilizar tu magia.

  —Yo creo que pasaste más terror cuando te tiraste encima del gobernador para evitar que el rey Arwok le mordiera.

  —Lo sé. Fue muy imprudente por mi parte —admitió—. Pero Arwok nunca me haría daño.

  —Es el crizwort más salvaje de todos y no tiene ningún vínculo contigo. Es asombroso que no acabara clavándote los dientes.

  —Bueno, como tú dijiste una vez, el mal es el único que nos puede matar.

  —¿Con unas fauces enormes y un sentimiento negativo nublándole el pensamiento? No tientes al destino. Que no pueda matarte no quiere decir que no pueda despedazar tu aspecto, y sin aspecto no hay nada que retenga a tu alma de ascender.

  —Ningún crizwort ha hecho eso jamás.

  —Porque Arwok hizo un pacto hace siglos con la elegida Lawrence, y los que tenemos un crizwort conocemos muy bien cuáles son los límites.

  Y Leo tenía razón. Lawrence, la verdadera compañera de Arwok, fue la que realizó un vínculo con él, y por eso Arwok no podía volver a formar uno nuevo. Lo extraño es que, con su muerte, no lo hubiera arrastrado a él también, pues, según Leo, los crizworts que contraían un vínculo con un alma blanca alargaban su vida los mismos años que su compañero o compañera. Cuando le preguntó a Arwok sobre ello, le dijo que eso no sucedió en su caso porque la misma Lawrence le lanzó un hechizo muy poderoso para que consiguiera mantenerse con vida hasta que cumpliera la última petición que le hizo. Lo que nunca le contó era de qué petición se trataba. Siempre que le preguntaba sobre ello, contestaba lo mismo: algún día lo recordarás.

  —Vamos dentro —dijo Leo—. Nos están esperando para cenar.

  Despedirse del rey Marlow y su esposa fue breve y formal, pero, cuando llegó el turno de la princesa Elya, acabó contagiándose de su llanto. Menos mal que Arwok la acompañaba hasta casa, porque si no, Nathaly estaba segura de que acabaría anclándose a él y nadie la movería de allí.

  Una vez que el gobernador montó detrás de ella y Leo detrás de él, Arwok emprendió el vuelo. Zarco los siguió justo después con Arkan, su crizwort, y, una vez que todos se estabilizaron en el aire a bastante altura, el gobernador alzó la mano y convocó un traslado.

  Nathaly sintió que volvía a casa de su tío en cuanto puso un pie en tierra. Comparada con la casa de su tía, la de él era una mansión. ¡Menuda piscina natural había en el sótano como bañera! El aseo, en cambio, tenía el tamaño adecuado para lo justo y necesario. Se encontraba al final del pasillo de la primera planta, donde había tres dormitorios espaciosos y un estudio que permanecía cerrado.

  Su tío le mostró cuál sería su habitación. Entrando, Nathaly vio un espejo de cuerpo entero a la izquierda, una cama de matrimonio entre ventanal y ventanal que poseía dos mesillas a juego, y un gran armario empotrado en la pared de la derecha. Al lado de la puerta se encontraba un escritorio, y sobre él había una balda colgada en la pared que estaba repleta de libros.

  En la planta baja estaba el salón, la cocina y una gran sala en la que tenía permiso para entrar, siempre que no tocara ningún tarro o frasco de cristal. Cuando se asomó a ver cómo era, enmudeció. En ambas paredes había estanterías que llegaban hasta el techo, repletas de un arsenal de botellas de todo tipo que se mezclaban sin ningún orden lógico con libros de diferentes tamaños y colores. Cada uno de ellos estaba meticulosamente colocado y, la verdad, tenía que admitir que ese caótico orden tenía su encanto.




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