El vínculo mágico - Libro 1

Capítulo 12 - Las primeras palabras del pasado.

  Al día siguiente, Nathaly se despertó sobresaltada. De nuevo, la misma pesadilla, salvo que esta vez no la acompañaba el Leo de sus sueños, sino el que conocía en la realidad. Incorporándose en la cama, cerró los ojos y se calmó con rapidez. ¿Por qué Leo dejó de aparecer en sus sueños nada más llegar al Zafiro Esmeralda? Ya ni siquiera notaba su presencia, y eso la entristecía mucho más de lo que le gustaría admitir.

  Cambiando el rumbo de sus pensamientos para olvidarse del tema, Nathaly colocó frente a su vista el segundo reloj de su madre, el cual encontró dentro de uno de los cajones de la mesilla de su habitación poco después de llegar a casa de su tío. Aunque también provenía del mundo humano, este había sido modificado hace años para que funcionara con magia, porque en su mundo no existían las pilas ni nada parecido.

  —¡Voy a llegar tarde! —Saltó de la cama.

  Corriendo, cogió el uniforme, se vistió lo más rápido que pudo y fue a por su mochila, que siempre dejaba al lado de la puerta. Al ver que no estaba, se puso a buscarla en todas direcciones como una paranoica, hasta que se dio cuenta de que ya no la necesitaba.

  Dándole a su mente una breve y dura regañina, Nathaly se plantó frente a la puerta y se dispuso a coger el pomo, pero había desaparecido. Perpleja, su mente no tardó en darse cuenta de nuevo de su error. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué a estas alturas volvía a sacar costumbres humanas? Bajando la mano, respiró hondo, se separó unos pasos de la puerta y se concentró en relajarse mientras esta se abría. Solo estaba nerviosa. Solo eso. Todo iba a salir bien.

  En cuanto la puerta le dejó el paso suficiente para salir escopetada, Nathaly echó a correr en dirección a su primera clase. Le daba rabia pensar que solo era capaz de conseguir las cosas a la primera cuando su límite de tiempo sobrepasaba la carencia, pero así es como era. Aunque no tuviera lógica ninguna.

  —Buenos días, profesor Berkins —saludó, nada más entrar por la puerta.

  —Buenos días, señorita Nathaly. Siéntese, por favor.

  Obedeciendo, Nathaly se sentó en el primer lugar libre que encontró. ¡Menos mal que había llegado a tiempo! Por nada del mundo se hubiera querido perder la primera clase de Historia. No estuvo nada mal comparada con la historia humana. En cambio, la clase de Pociones y Cuidado de Plantas de la señorita Moony, que se daba en un gran invernadero que había en el patio trasero de Zhorton, fue un completo desastre, pues acabó en la sala de curaciones cuando, con las prisas, elevó un frasco que acababa de llenar. ¿Mala suerte que estallara? Más bien traicionada por los nervios y por lo mal que se le daba utilizar la magia sencilla.

  —¿Qué rayos estarías haciendo para hacer estallar un simple frasco de cristal? —le preguntó Leo con enfado, mientras la curaba.

  —Lo siento.

  —¿Siempre te disculpas por todo? —le fastidió.

  Al ver que Nathaly agachaba la vista, Leo suspiró en silencio y metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta. Después de rebuscar en él por unos breves segundos, sacó una hoja plegada en cruz.

  —Ya que estás aquí y estamos solos... Oye, deja ya de suponer cosas absurdas. Se trata del horario de las clases que no puedes dar este mes, no de ninguna confesión.

  —Perdón —se disculpó avergonzada, arrebatándole la hoja de entre los dedos.

  —¿Estás segura de que quieres que sea yo el que te enseñe?

  Nathaly captó de inmediato lo que Leo trataba de conseguir con esa pregunta. Y sí, se sentía insegura respecto a eso porque él era difícil de tratar, pero ¿qué otra opción le quedaba? Afirmando con la cabeza, Nathaly acabó con todas las esperanzas que Leo pudiera albergar, pues era consciente de que, en el fondo, Leo se moría por librarse de una obligación de la que no tenía forma de escapar. Allí, en su mundo, el recibir una orden directa del consejo no era igual a ignorar la ley en el mundo humano, sino a ignorar la sensatez de tu propia mente. Por eso era lo único que él obedecía a rajatabla. Al menos, según le dijo el gobernador.

  —Está bien —se resignó Leo, concentrándose de nuevo en las heridas de su mano—. Qué le vamos a hacer.

  —Lo siento.

  —Antes de que termine el mes, el gobernador se encargará de darte otra hoja con las siguientes clases que no podrás dar. La mayoría son de historia o de trato con seres. Durante ese tiempo libre puedes ir a la sala de profesores, a la biblioteca o estar en tu habitación, pero no estés paseándote por los pasillos. Al director le gusta tener todo bajo control en Zhorton, y sigo fielmente sus pasos en este sentido.

  —¿Y si tuviera que...?

  —No pierdas el horario ni vayas a ninguna de las clases señaladas —prosiguió, como si no la hubiera escuchado—. Sería peligroso si escuchases algo que no debes escuchar. Y por favor, te pido que seas discreta en todo lo que tenga que ver conmigo, sobre todo con lo de darte clases fuera del horario de la escuela. No sé si me explico.

  —Que no se lo cuente a nadie bajo ningún concepto.

  —Exacto. Recuerda no leer el libro de Historia más allá de lo que te enseñe el profesor Berkins, ni hablar de temas que no hayas aprendido en clases con otros estudiantes.

  —¿Tampoco sobre lo que me vayáis enseñando?

  —Demasiado arriesgado. En cuanto a mencionar una sola palabra sobre tu capacidad de manejar a Arwok, sinceramente, te recomiendo que ni lo menciones.

  —Oye, un momento... —saltó con tono desconfiado—. Acepto que haya cosas que no pueda saber porque tienen una relación importante con mi pasado o con las personas que estaban en mi corazón, pero ¿qué hay en la historia de nuestros antepasados que tenga que ver con eso? Y tampoco entiendo por qué no puedo dar la clase de Trato con Seres si nunca he notado ni el más leve mareo cuando me han hablado de cosas que tienen que ver con la raza de los crizworts.




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