Apenas abrí una página, y una fuerza desconocida me hizo retroceder. ¡Esperar tanto y sorprenderse así! ¡Tener tantas esperanzas y tanto miedo! Unas pocas líneas que se abrieron a mi vista… unas pocas líneas escritas con una letra tan familiar… fueron suficientes para dejarme pegada a la pared opuesta, inundada por un mar de sentimientos encontrados.
«¡Papá! ¡Mi querido papá! – vibró una cuerda sensible de mi alma. – ¡Oh, Dios mío, ¿por qué ya no está?!»
«¿Lloras otra vez como una niña pequeña? – Apreté los puños. – Ah, no: como la protagonista de una obra sentimental. Para mayor efecto, podrías desmayarte o lanzarte desesperadamente sobre el cuaderno y empezar a cubrirlo de besos…»
Siempre me enfadaba conmigo misma cuando sentía que no podía más, que las lágrimas estaban a punto de brotar. A las chicas de las novelas se les permitía ser sentimentales, pero yo me contradecía a mí misma. Mi débil naturaleza femenina no entendía lo que le dictaba la razón y la terquedad. Mi cerebro sonaba a todas luces: «¡Vergüenza!», mientras que una tenue cuerda invisible cantaba: «¡Llora…!»
Sin embargo, reprimiendo mi debilidad momentánea, empecé a razonar. Resulta que papá conocía los pasadizos. Una vena femenina se rebeló: «¿Por qué no me lo dijo?» Sin embargo, compartir esos secretos con una niña de siete años es, como mínimo, imprudente e irresponsable.
Y otra vez, un escozor en mis ojos: «¡Siete años! ¡Siete años! La mayoría de los niños ni siquiera recuerdan a sus padres fallecidos si los conocieron tan poco. ¡Y yo lo recuerdo! Su imagen quedó grabada en mi alma, cada cuento que me contó, que inventamos juntos, me resuena en un cálido susurro… ¡Oh! ¡Perder a un padre como él es perder a cien padres! Lo perdí, pero nunca me resigné: buscaba cada recuerdo de él, sacaba hasta la última palabra de los sirvientes y conocidos… ¡Veía una hoja arrugada, llena de sus trazos, y la agarraba, la abrazaba contra mi pecho, estudiaba cada letra y cada bucle! ¡De ahí que conozca tan bien su letra! Pero no tuvimos tiempo… no tuvimos tiempo de ser felices. No tuve tiempo de crecer para que él me contara…»
«Pero el cuento… sí que me lo contó», me di cuenta de repente. ¿O quizás «no un cuento»?…
¿Y si lo descubro hoy mismo? ¿Y si todas las piezas encajan en su sitio en cuanto abra el diario…?
El anhelo de saber impulsó mi cuerpo, y me acerqué al cuaderno. La vieja encuadernación de cuero, desgastada y rota, curtida en numerosas batallas con el astuto ejército del Clan de las Ratas del Laberinto… destacaba tristemente entre los trozos de papel destrozado.
«¡Cuánta memoria invaluable han roído esas criaturas sin cerebro!», me lamenté. Pero mi mirada se detuvo en un detalle que había pasado por alto, y otra sorpresa me golpeó el corazón. Entre todas las cicatrices de batalla del cuaderno, aún se veía un grabado.
Y el diseño era tan familiar que mi cerebro empezó a reproducir imágenes…
«¡Qué bonita mancha tienes!», bromeaba Ivette.
—¿Y todavía preguntas por qué insisto tanto en los cuellos altos? —preguntó la señora Lefèvre con severidad, haciéndome cubrirme el hombro con vergüenza.
Ni hombro ni cuello del todo, pero en el lado izquierdo, allí se encontraba el lunar infame. Sólo mi padre lo llamaba «rosa en llamas»... Y ese mismo diseño estaba estampado en el cuaderno.
—¡¿Pero se habrán vuelto locos, trasladando lunares a las tapas de los cuadernos?! —exclamó mi sentido común indignado.
Pero mis manos ya se dirigían al cuaderno, desplegaban las páginas con firme convicción: en este diario tenía que haber algo que obligó a mi padre a esconderlo en una habitación secreta.
La luz ya amenazaba con abandonar este lugar apartado, pero resultó que en un cajón del armario se guardaba un verdadero mar de velas. Así que con aspecto profesional restablecí la iluminación, me acomodé en la silla de tapicería arabesca –y con un nudo en el pecho comencé a leer.
La primera entrada comenzaba con las palabras: «Ya lleva dos días desaparecido. ¡Que lo vea Althar, todavía espero que escape!, pero Naytara no sostiene mis esperanzas…»
Sonaba como una novela de aventuras, pero considerando que todo estaba escrito como en un diario ejemplar y que pertenecía a mi padre, ¡el comienzo no me gustó!
«Y Margaret…» —en esas palabras me quedé helada. Margaret… ¡sólo mi padre se permitía llamar así a la gélida señora Lefèvre!
Pero me recuperé del nombre inusual y volví a la lectura.
«Y Margaret no se recupera de la pérdida. Y estoy seguro: un dolor de tal magnitud nunca desaparecerá. Sólo se puede acostumbrarse y resignarse. Pero por las noches las lágrimas desesperadas seguirán asfixiándome, y una mano fantasmal me oprimirá la garganta… Y a mí también me duele, pero en nuestros tiempos las penas del alma son un lujo demasiado grande para permitirnoslas. Sobre todo cuando tras cada esquina te espera un peligro mortal…»
Tras digerir con dificultad lo leído, me puse con la siguiente entrada:
«Hoy casi nos atrapan. Margaret tuvo un ataque de histeria, y gritó tanto que la gente de toda la comarca acudió al oírla… Apenas pude calmarla, pero, ¡que lo vea Althar!, sólo disminuí el sonido. Pero las maldiciones no desaparecieron. Maldice a Eglirra, maldice al mundo… y lo maldice a él como si tuviera la culpa.
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Editado: 10.04.2025