Un año atrás
—¡Chingada madre! Mierda, mierda, ¡voy tarde!
Joder, en serio, todo a mí me pasa. Son las seis cuarenta y cinco, tengo exactamente quince minutos para llegar a mi trabajo.
Para quienes no me conocen, me presento: mi nombre es Rea Jones, tengo veinticinco años, soy de origen griego, nací en la ciudad de Atenas, Grecia. Al menos, eso decía mi acta de nacimiento. Con un mes de nacida me abandonaron en un orfanato; soy huérfana, pero me enorgullezco de ello. No porque sea huérfana valgo menos.
Son ellos quienes perdieron la oportunidad de tenerme como hija.
Trabajo en una editorial; soy la encargada de leer los manuscritos de las personas que aspiran a ser escritores reconocidos. Me encanta mi trabajo, cabe destacar que también soy fanática de los libros.
Mi autora favorita es Sherrilyn Kenyon; es una maga a la hora de escribir sus libros. Replanteando lo que decía, en estos momentos voy tarde.
Maldigo a la alarma una y otra vez porque no sonó la culera.
Me las cobraré luego.
Después de darme un baño rapidísimo —que ni Flash me superaría— y ponerme ropa decente para ir al trabajo, bajo las escaleras de dos en dos. Espero no partirme la cabeza con los tacones. Cuando llego a la planta baja, voy rumbo a la cocina y me encuentro con Karla, mi mejor amiga de toda la vida. Hemos sido amigas desde los cinco años; ambas nos criamos en el orfanato en Atenas. Pero esa es una historia que les contaré después.
—¿Otra vez tarde? —pregunta mi amiga, que está a punto de comer una tostada. Se la quito y me la meto a la boca— ¡Hey! Eso era mío.
Mastico la tostada mientras me paseo por el apartamento, recogiendo mis cosas con prisa.
—Exacto, era tuyo, ahora es mi desayuno —digo apurada.
—Déjame adivinar —arquea una ceja en mi dirección—. ¿Te quedaste hasta tarde leyendo otro manuscrito?
Asiento, sabiendo que tiene razón.
—Oye, esta noche no llegaré al apartamento, tengo turno nocturno en el hospital.
Karla es enfermera, mejor dicho, es la jefa de enfermeras en uno de los mejores hospitales de Londres. Sí, vivimos en una ciudad británica; después de haber trabajado y ahorrado, en cuanto cumplimos los dieciocho nos fuimos de Grecia buscando una mejor calidad de vida. Estudiamos la universidad a través de becas; actualmente, me he formado en tres carreras, mientras que mi amiga tiene dos posgrados en enfermería.
—¡Me voy! —grito, agarrando mis llaves del apartamento junto con las del auto— ¡Me llevaré el auto!
—Está bien. ¡Ten cuidado! ¡Suerte! ¡Te quiero!
—¡Yo igual!
Salgo del apartamento para tomar el ascensor y dirigirme al sótano donde está estacionado el auto. Normalmente me iría caminando, la editorial no está muy lejos, pero no tengo tiempo.
Cuando la caja metálica se detiene en el sótano, me monto rápidamente y arranco, saliendo del edificio.
Después de quince minutos, con un horrible tráfico y maldiciones camioneras al estilo mexicano —ese viaje a México hace tres años trajo sus consecuencias—, por fin llego a la editorial Lexus, una de las más prestigiosas de Londres. A veces me pregunto cómo es que llegué a trabajar aquí, pero en fin.
Entro al lobby que se encuentra a un costado de la librería que posee la editorial con nuestros lanzamientos. Llamo al ascensor y resoplo.
¿No puede llegar más rápido la cosa?
Cuando por fin la caja de metal llega, me adentro pulsando el último piso, donde se encuentra mi oficina con la pila de manuscritos, ediciones y textos por corregir. Recuerdo que tengo que enviar la última edición de un libro a impresiones para su próxima producción y lanzamiento.
Una vez que llega el ascensor a mi piso, salgo para dirigirme con paso rápido a mi oficina, antes de que mi jefe...
—Señorita Jones —dicen detrás de mí.
Joder.
Me doy vuelta lentamente para encontrarme a mi jefe y dueño de la editorial, con cara de enfado mezclado con molestia: Damián Hilton, un hombre de cuarenta y tres años que, a pesar de su edad, parece más joven. Cualquiera que lo viera diría que tiene treinta y cinco años, pero es un jefe muy amargado. Aunque tampoco entiendo por qué, si ya se follo a casi todas las secretarías de la editorial.
Tengo dos teorías.
La primera: le dieron una mala mamada.
La segunda: su viagra favorita no funcionó, por lo tanto no levantó su pene y su conquista se fue desilusionada.
Menudas teorías las tuyas, Jones.
No seas metiche, subconsciente, que te recuerdo que esto es culpa tuya; de haber oído la alarma no estaríamos en esta situación. Dejando mi charla interna, mi jefe trae una cara de mala leche con ganas de crucificar a alguien, y para mi suerte, esa persona soy yo. El señor Hilton me mira con una ceja arqueada, mirando su reloj.
—Otra vez tarde, señorita Jones —espeta con su característico acento británico. Miro la hora en el reloj que hay cerca.
Siete con cinco.
Internamente ruedo los ojos y bufo.
No mames, jefe, fueron cinco minutos.
Me entran unas inmensas ganas de decirle sus verdades, pero me contengo, porque una vez que abro la boca y mi poco filtro salga a la luz, no habrá nadie que me detenga. Así que pongo mi mejor sonrisa falsa de comercial de pasta de dientes, mirando a mi jefe con falso arrepentimiento.
—Lo siento, señor Hilton, no volverá a suceder —digo cambiando mi tono a uno más nervioso—. La alarma no sonó.
—Más le vale, señorita Jones. A la otra se quedará haciendo horas extras, ¿entendido?
—Entendido, jefe.
Conforme con mi respuesta, se da la vuelta y se marcha hacia su oficina dictando, más bien gritando órdenes.
Suelto un suspiro de alivio mientras entro a la mía. El aroma a papel mezclado con lavanda inunda mis fosas nasales. Miro mi lugar de trabajo. Uno pensaría que al ser redactora sería una persona desordenada con papeles por todos lados, pero suelo ser muy limpia, sin contar que tengo un ligero TOC por el orden.