El Zar

Capítulo VII

Sébastien

Me despierto por los rayos del sol que entran por la ventana de la habitación del hotel. Muevo mi mano en busca del cuerpo de la hermosa mujer con la que pasé la noche, pero no encuentro nada.

Abro los ojos y veo que estoy solo. Incluso el lugar donde ella durmió está frío, lo que significa que se fue hace ya un buen rato. Me levanto sin importarme mi desnudez y busco a la castaña cuyo nombre es digno de la mitología griega, pero no hay rastro de ella.

Definitivamente, se fue.

Vuelvo a la habitación un poco malhumorado porque no pude despedirme. Veo que en la mesita de noche, a un lado de la cama, hay una nota. La tomo y la leo.

“Gracias por la maravillosa noche, no la olvidaré.”
P.D.: Me debes una braga nueva.

Termino de leerla y sonrío al recordar todo lo que hicimos anoche. También noto que en la mesita están sus bragas rotas.

Mi celular suena, sacándome de mi ensoñación. Lo busco entre mis pantalones. Ruedo los ojos al ver que es Serguei, mi hombre de confianza y guardaespaldas. Debe estar como loco sin saber dónde estoy.

Respiro hondo antes de contestar.

—¿Diga?

—¡Señor! —responde aliviado— ¡Por fin! ¿Se puede saber dónde está? —dice alterado— Llevo toda la noche buscándolo. Sabe que odio que se burle de los guardias. ¡Además apagó el rastreador de su teléfono!

Ups.

Digamos que me gusta hacer de las mías de vez en cuando. Más aún si es para molestar a Serguei. Ese cabrón me debía unas cuantas desde hace un mes. Especialmente porque creyó que no me enteraría de que chocó uno de los autos estando ebrio mientras yo estaba de viaje en Francia hace un par de semanas.

—Primero, cálmate —digo con tranquilidad para no amargarme más—. Segundo, no me grites, sigo siendo tu jefe —espeto—. Tercero, estoy bien. Me quedé en un hotel. Te paso la dirección en un momento —me dejo caer en la cama—. Tan bien que iba la noche —murmuro para mí.

Le paso la dirección del hotel a mi histérico guardaespaldas y amigo para que venga por mí. Me doy una ducha rápida para quitarme el olor a sexo, me pongo la misma ropa de anoche, arremango la camisa y llevo el saco en la mano. Guardo mis cosas personales junto con las bragas de la muñeca en el bolsillo.

Salgo de la habitación justo cuando recibo un mensaje de Serguei: ya está abajo. Cierro la puerta y me dirijo al ascensor. Al llegar, me encuentro con varias personas. Les doy un asentimiento a unos sujetos con traje, hice negocios con ellos la semana pasada.

—Buenos días.

—Señor Stirling —responden.

Cuando el ascensor llega al primer piso, voy directo al mostrador. La recepcionista me mira con atención cuando le entrego la tarjeta magnética.

—Disculpe, de casualidad —digo—, ¿más temprano no pasó por aquí una chica de vestido blanco y cabello castaño? Como de esta altura —hago un gesto con la mano.

La chica niega con la cabeza.

—Lo siento, señor. Acabo de comenzar mi turno, tendría que preguntarle a la chica del turno anterior.

—Gracias igual.

Salgo finalmente del hotel y veo a Serguei apoyado en la camioneta, fulminándome con la mirada mientras fuma un cigarrillo. Le doy mi sonrisa de cliente.

—Te odio —dice.

Suelto una carcajada.

—No, no lo haces —le doy un golpe en el hombro—. Además, me la debías. No creas que no me enteré de que chocaste el auto estando borracho.

—Se suponía que no debías enterarte.

—Pero lo hice. Más porque las cámaras te captaron, pedazo de idiota —niego con la cabeza—. Agradece que no mataste a nadie y que le di un soborno generoso al oficial a cargo. Lo último que necesitamos es que nuestros nombres aparezcan en el sistema. Especialmente con lo de los franceses en la mesa.

Le doy un asentimiento para que arranquemos. Me subo al asiento trasero, recuesto la cabeza y cierro los ojos. Mis pensamientos vuelven a la muñeca de ojos azules. Suspiro al sentir que el auto se pone en marcha.

—¿Qué pasa? —dice Serguei desde el asiento del conductor—. ¿Tu acompañante no te dio una buena mamada? —arquea una ceja mirándome—. Porque, sinceramente, tienes peor humor del habitual.

—Todo lo contrario —respondo con una sonrisa pícara—. Me dieron la mejor mamada de mi vida —recuerdo la sensación de sus labios y su lengua en mi pene. Mi miembro da un brinco, como si también lo recordara—. Fue el mejor sexo que he tenido.

—¿Entonces por qué la mala cara? —pregunta curioso.

—Porque cuando desperté, ella ya se había ido. Solo me dejó una nota… y sus bragas rotas —respondo frustrado.

Serguei suelta una carcajada. Me irrita aún más. Se limpia las lágrimas tras unos minutos de risa.

—¿Me estás diciendo que al gran Sevastien Stirling, uno de los empresarios más cotizados y mujeriegos de Rusia, lo plantaron en la habitación del hotel? —sacude la cabeza, divertido—. Eso debió dolerle al ego.

Me asomo entre los asientos y le doy un golpe en la cabeza.

—¡Ay, idiota! ¡Eso duele!

—Para que aprendas a cerrar la boca.

—Poniéndonos serios… ¿al menos recuerdas su nombre? —inquiere, curioso—. Nunca lo haces. Solo coqueteas y metes tu pene flácido donde puedes.

—Gracias por el apoyo, amigo.

—De nada. Entonces, ¿cómo se llama?

Rea.

—Rea. Así se llama.

—¿Como la titánide?

—Sí, como la titánide —sonrío al recordarla. Veo cómo Serguei me observa por el retrovisor.

—¿Qué?

—Nada —se encoge de hombros—. Pienso que esa chica te dio una noche demasiado placentera… porque tienes cara de idiota enamorado.

Mi sonrisa se borra.

—Serguei —digo con seriedad.

—¿Sí, jefecito? —responde con falsa inocencia.

—Cállate y conduce.

Su sonrisa desaparece. Retoma su papel de guardaespaldas. Mientras observo el paisaje de Moscú, pienso en la muñeca de ojos azulados.

Todo en ella era hermoso. Su humor era contagioso y no tenía filtro al hablar. Por lo poco que conversamos, supe que no le importaba el qué dirán.




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