Elantris. Edición X Aniversario y definitiva del autor

Capítulo 3


Nadie del pueblo de Arelon saludó a su salvador cuando llegó. Era una afrenta, naturalmente, pero no inesperada. El pueblo de Arelon (sobre todo aquellos que vivían cerca de la infame ciudad de Elantris) era conocido por sus costumbres impías y herejes. Hrathen había venido a cambiar eso. Tenía tres meses para convertir todo el reino; de lo contrario, el Santo Jaddeth (señor de toda la creación) lo destruiría. Por fin había llegado el momento de que Arelon aceptara las verdades de la religión derethi.
Hrathen bajó por la plancha. Más allá de los muelles, con su continuo bullicio de cargas y descargas, se extendía la ciudad de Kae. Un poco más allá, Hrathen vio una alta muralla de piedra: la antigua ciudad de Elantris. Al otro extremo de Kae, a la izquierda de Hrathen, el terreno subía hasta convertirse en una alta colina, al pie de lo que serían las montañas Dathreki. Tras él se hallaba el océano.
En general, Hrathen no estaba impresionado. En épocas pasadas, cuatro ciudades pequeñas rodeaban Elantris, pero solo Kae, la nueva capital de Arelon, seguía habitada. Kae era demasiado desorganizada, demasiado extensa, para ser defendible, y su única fortificación parecía ser un pequeño muro de piedra de dos metros de altura, más una frontera que otra cosa.
Retirarse a Elantris sería difícil, y solo parcialmente efectivo. Los edificios de Kae proporcionarían una cobertura maravillosa para una fuerza invasora, y unas cuantas de las estructuras periféricas de Kae habían sido construidas casi contra la muralla de Elantris. Aquella no era una nación acostumbrada a la guerra. Sin embargo, de todos los reinos del continente syclano (la tierra llamada Opelon por los arelenos), solo Arelon había evitado ser dominada por el Imperio de Fjorden. Naturalmente, eso era también algo que Hrathen cambiaría pronto.
Hrathen se alejó del barco. Su presencia causaba cierto revuelo entre la gente. Los estibadores detuvieron su trabajo al verlo pasar, mirándolo con asombro. Las conversaciones murieron cuando los ojos cayeron sobre él. Hrathen no se detuvo por nadie, pero eso no importaba, pues la gente se apartaba rápidamente de su camino. Podría haberse debido a sus ojos, pero se debía más bien a su armadura. Rojo sangre y brillante a la luz del sol, el peto de un sumo sacerdote imperial derethi era impresionante incluso para quien estaba acostumbrado a verlo.
Estaba empezando a pensar que tendría que encontrar él solo el camino a la capilla derethi de la ciudad cuando divisó una mancha roja entre la multitud. La mota pronto se convirtió en una figura gruesa y calva ataviada con la túnica roja derethi.
—¡Mi señor Hrathen! —llamó el hombre. Hrathen se detuvo, permitiendo que Fjon (el arteth jefe derethi de Kae) se acercara. Fjon bufó y se secó la frente con un pañuelo de seda—. Lo siento muchísimo, Gracia. El registro indicaba que venías en un barco diferente. No he averigüado que estabas a bordo hasta que casi habían terminado de descargar. Me temo que he tenido que dejar atrás el carruaje; no podía atravesar la multitud.
Hrathen entornó los ojos con fastidio, pero no dijo nada. Fjon continuó farfullando un momento antes de decidir finalmente acompañar a Hrathen a la capilla derethi, pidiendo de nuevo disculpas por la falta de transporte. Hrathen siguió a su grueso guía con paso medido, insatisfecho. Fjon trotó a su lado con una sonrisa en los labios, saludando ocasionalmente a la gente que se cruzaba en la calle, gritando amabilidades. La gente respondía del mismo modo… al menos hasta que veía a Hrathen, con su capa color sangre agitándose tras él y su exagerada armadura tallada con ángulos agudos y líneas cortantes. Entonces todos guardaban silencio, los saludos se marchitaban y los ojos seguían a Hrathen hasta que pasaba de largo. Como debía ser.
La capilla era una alta estructura de piedra rematada con grandes tapices rojos y altas torres. Allí, al menos, Hrathen encontró algo de la majestuosidad a la que estaba acostumbrado. Dentro, sin embargo, se enfrentó a una visión perturbadora: una multitud de gente dedicada a una especie de actividad social, se congregaba, ignorando la sagrada estructura en donde se hallaba, riendo y bromeando. Era demasiado. Hrathen había oído, y creído, los informes. Ahora tenía la confirmación.
—Arteth Fjon, reúne a tus sacerdotes —dijo Hrathen, las primeras palabras que pronunciaba desde su llegada a suelo areleno.
El arteth dio un brinco, como sorprendido de oír sonidos procedentes de su distinguido visitante.
—Sí, mi señor —dijo, e hizo señas para que la reunión terminara. Requirió un rato largo y frustrante, pero Hrathen soportó la espera con cara inexpresiva. Cuando la gente se marchó por fin, se acercó a los sacerdotes. Sus pies acorazados resonaban contra el suelo de piedra de la capilla. Habló por fin, dirigiendo sus palabras a Fjon.
—Arteth —dijo, usando el título derethi del hombre—, el barco que me trajo zarpará para Fjorden dentro de una hora. Tienes que subir a bordo.
Fjon se quedó boquiabierto. Estaba alarmado.
—¿Qué…?
—¡Habla en fjordell, hombre! —exclamó Hrathen—. ¿Diez años entre los paganos arelenos te han corrompido hasta el punto de olvidar tu lengua materna?
—No, no, Gracia —respondió Fjon, pasando del aónico al fjordell—. Pero yo…
—Basta —interrumpió Hrathen de nuevo—. Tengo órdenes del propio Wyrn. Has pasado demasiado tiempo en la cultura arelena… Has olvidado tu sagrada llamada y eres incapaz de ver el progreso del Imperio de Jaddeth. Estas gentes no necesitan un amigo: necesitan un sacerdote. Un sacerdote derethi. Viéndote confraternizar, podría pensarse que eres korathi. No estamos aquí para amar a la gente; estamos aquí para ayudarla. Te irás.
Fjon se desplomó contra una de las columnas de la sala, con los ojos muy abiertos y los miembros carentes de fuerza.
—Pero ¿quién será el arteth jefe de la capilla en mi ausencia, mi señor? Los otros arteths carecen de experiencia.
—Estos son tiempos de cambios, arteth —dijo Hrathen—. Yo me quedaré en Arelon para dirigir personalmente el trabajo aquí. Y que Jaddeth me conceda el éxito.
Había esperado un despacho con mejor vista, pero la capilla, aunque majestuosa, no tenía más que una planta. Por fortuna, los terrenos estaban bien cuidados y su despacho (la antigua habitación de Fjon) daba a setos bien recortados y arriates de flores cuidadosamente arreglados.
Ahora que había despejado las paredes de cuadros (paisajes agrícolas, en su mayor parte) y se había desprendido de los numerosos efectos personales de Fjon, el orden de la sala se acercaba al nivel apropiado para un gyorn derethi. Todo lo que necesitaba era unos cuantos tapices y tal vez un escudo o dos.
Asintiendo para sí, Hrathen dedicó su atención al pergamino que tenía sobre la mesa. Sus órdenes. Apenas se atrevía a sostenerlo con sus manos profanas. Leyó mentalmente las palabras una y otra vez, grabando en su alma tanto su forma física como su significado teológico.
—Mi señor… ¿Gracia? —preguntó en fjordell una voz tímida. Hrathen alzó la cabeza. Fjon entró en la habitación y se arrojó al suelo en la postura de sumisión, rozándolo con la frente. Hrathen se permitió sonreír, sabiendo que el penitente arteth no podía verle la cara. Tal vez hubiese esperanza todavía para Fjon.
—Habla.
—He hecho mal, mi señor. He actuado de manera contraria a los planes de Nuestro Señor Jaddeth.
—Tu pecado fue la complacencia, arteth. La satisfacción ha destruido más naciones que ningún ejército, y se ha llevado las almas de más hombres que herejes hay en Elantris.
—Sí, mi señor.
—Sigues teniendo que marcharte, arteth —dijo Hrathen. Los hombros del hombre se hundieron levemente.
—¿Entonces no hay esperanza para mí, mi señor?
—Eso que habla es locura arelena, arteth, no orgullo fjordell. —Hrathen agarró al otro sacerdote por el hombro—. ¡Levántate, hermano! —ordenó. Fjon alzó la cabeza, con la esperanza brillando de nuevo en sus ojos—. Tu mente puede haberse manchado de pensamientos arelenos, pero tu alma sigue siendo fjordell. Perteneces al pueblo elegido de Jaddeth, todo fjordell tiene un lugar de servicio en su Imperio. Regresa a nuestra patria, ingresa en un monasterio para volver a familiarizarte con las cosas que has olvidado y se te encomendará otro modo de servir al Imperio.
—Sí, mi señor.
Hrathen apretó con fuerza.
—Comprende esto antes de marchar, arteth. Mi llegada es más una bendición de lo que puedes comprender. No todas las obras de Jaddeth están claras para ti: no trates de averiguar qué piensa nuestro Dios. —Guardó silencio mientras calibraba su siguiente movimiento. Al cabo de un instante, se decidió: aquel hombre todavía tenía valor. Hrathen tenía una oportunidad única para cambiar de un solo golpe mucha de la perversión de Arelon en el alma de Fjon—. Mira ahí en la mesa, arteth. Lee ese pergamino.
Fjon miró la mesa y sus ojos encontraron el pergamino que allí había. Hrathen le soltó para permitirle acercarse a la mesa y leerlo.
—¡Es el sello oficial del mismísimo Wyrn! —dijo Fjon, tomando el pergamino.
—No solo su sello, arteth —dijo Hrathen—. Esa es también su firma. El documento que tienes en las manos fue escrito por Su Santidad en persona. No es solo una carta: es una escritura.
Fjon abrió mucho los ojos y los dedos empezaron a temblarle.
—¿El propio Wyrn?
Entonces, al comprender plenamente lo que sostenía en su indigna mano, dejó caer el pergamino sobre la mesa con un gritito. Sin embargo, no apartó los ojos de la carta. Estaba transfigurado: leía las palabras con la voracidad de un hombre hambriento ante un trozo de carne. Pocas personas tenían la oportunidad de leer palabras escritas por la mano del profeta de Jaddeth y Sagrado Emperador.
Hrathen le dio al sacerdote tiempo para leer el pergamino, releerlo y volverlo a leer. Cuando Fjon alzó por fin la cabeza, había comprensión (y gratitud) en su rostro. Era bastante inteligente. Sabía lo que hubiesen requerido de él las órdenes, si se hubiera quedado a cargo de Kae.
—Gracias —murmuró Fjon. Hrathen asintió educadamente.
—¿Podrías haberlo hecho? ¿Podrías haber cumplido las órdenes del Wyrn?
Fjon negó con la cabeza mientras sus ojos corrían de nuevo al pergamino.
—No, Gracia. No podría haber… no hubiese funcionado, ni siquiera hubiese podido pensar teniendo eso sobre mi conciencia. No envidio tu posición, mi señor. Ya no.
—Regresa a Fjorden con mi bendición, hermano —dijo Hrathen, sacando un sobrecito de una bolsa que había sobre la mesa—. Dales esto a los sacerdotes de allí. Es una carta mía diciendo que aceptaste tu recolocación como debe hacerlo un siervo de Jaddeth. Ellos se encargarán de que te asignen a un monasterio. Tal vez algún día se te permita dirigir de nuevo una capilla… dentro de las fronteras de Fjorden.
—Sí, mi señor. Gracias, mi señor.
Fjon se retiró, cerrando la puerta tras de sí. Hrathen se acercó a la mesa y sacó otro sobre, idéntico al que le había entregado a Fjon. Lo sostuvo unos instantes, luego lo acercó a una de las velas de la mesa. Las palabras que contenía (condenando al arteth Fjon por traidor y apóstata) nunca serían leídas y el pobre y agradable arteth nunca sabría cuánto peligro había corrido.
—Con tu permiso, mi señor gyorn —dijo el sacerdote, un dorven menor que había servido a las órdenes de Fjon durante más de una década. Hrathen agitó la mano, permitiendo al hombre que se marchara. La puerta se cerró en silencio mientras el sacerdote salía de la habitación sin levantar la cabeza.
Fjon había causado estragos entre sus subordinados. Incluso una pequeña debilidad se convertiría en un fallo enorme en dos décadas, y los problemas de Fjon eran cualquier cosa menos pequeños. El hombre había sido negligente hasta el escándalo. Había dirigido una capilla sin orden, cediendo ante la cultura arelena en vez de inculcar en la gente fuerza y disciplina. La mitad de los sacerdotes que servían en Kae eran irremediablemente corruptos… incluso hombres que apenas llevaban seis meses en la ciudad. En las semanas siguientes, Hrathen enviaría una auténtica flota de sacerdotes de vuelta a Fjorden. Tendría que elegir a un nuevo arteth jefe para los que se quedaran, por pocos que fueran.
Llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo Hrathen. Había entrevistado a los sacerdotes uno a uno, calibrando su grado de corrupción. Hasta el momento no le había impresionado ninguno.
—Arteth Dilaf —dijo el sacerdote, presentándose al entrar. Hrathen alzó la cabeza. El nombre y las palabras eran fjordell, pero el acento no casaba del todo. Parecía casi…
—¿Eres areleno? —preguntó Hrathen, sorprendido.
El sacerdote inclinó la cabeza con el grado adecuado de sumisión; sus ojos, sin embargo, eran retadores.
—¿Cómo te hiciste sacerdote derethi? —preguntó Hrathen.
—Quería servir al Imperio —respondió el hombre, su voz suavemente intensa—. Jaddeth proporcionaba un camino.
«No —advirtió Hrathen—. No es desafío lo que hay en los ojos de este hombre: es fervor religioso». No abundaban los integristas en la religión derethi; ese tipo de gente se sentía más atraída por la absoluta falta de normas de los Misterios Jeskeri que por la organización militar del Shu-Dereth. Sin embargo, el rostro de aquel hombre ardía de fanatismo. No era mala cosa: Hrathen despreciaba esa falta de control, pero a menudo los integristas le resultaban herramientas útiles.
—Jaddeth siempre proporciona un camino, arteth —dijo Hrathen con cuidado—. Sé más específico.
—Conocí a un arteth derethi en Duladel, hace doce años. Me predicó, y creí. Me dio ejemplares del Do-Keseg y el Do-Dereth, y los leí ambos en una noche. El santo arteth me envió de vuelta a Arelon para que ayudara a convertir a la gente de mi país, y me establecí en Rain. Enseñé allí durante once años, hasta el día en que me enteré de que habían construido una capilla derethi en la misma Kae. Superé mi desagrado por los elantrinos, consciente de que el Sagrado Jaddeth los había abatido con un castigo eterno, y vine a unirme a mis hermanos fjordell.
»Traje conmigo a mis conversos… la mitad de los creyentes de Kae son los que vinieron conmigo de Rain. Fjon se impresionó con mi diligencia. Me concedió el título de arteth y me permitió seguir enseñando.
Hrathen se frotó pensativo la mandíbula, observando al sacerdote areleno.
—Sabes que lo que hizo el arteth Fjon está mal.
—Sí, mi señor. Un arteth no puede nombrar a otro. Cuando hablo con el pueblo, nunca me refiero a mí mismo como sacerdote de Derethi, solo como maestro.
«Un maestro muy bueno», implicaba el tono de Dilaf.
—¿Qué opinas del arteth Fjon? —preguntó Hrathen.
—Era un necio sin disciplina, mi señor. Su laxitud impidió que el reino de Jaddeth creciera en Arelon, y ha dejado en ridículo a nuestra religión.
Hrathen sonrió: Dilaf, aunque no pertenecía a la raza elegida, era obviamente un hombre que comprendía la doctrina y la cultura de su religión. Sin embargo, ese ardor podía ser peligroso. La salvaje intensidad de los ojos de Dilaf apenas estaba bajo control. Habría que vigilarlo con mucha atención, o habría que eliminarlo.
—Parece que el arteth Fjon hizo al menos una cosa bien, aunque no tuviera la autoridad requerida —dijo Hrathen. Los ojos de Dilaf ardieron aún con más fuerza al oír aquello—. Te nombro arteth de pleno derecho, Dilaf.
Dilaf se inclinó, tocando el suelo con la cabeza. Sus modales eran completamente fjordell, y Hrathen nunca había oído hablar tan bien a un extranjero la Lengua Sagrada. Aquel hombre podría ser útil, en efecto; después de todo, una queja común contra el Shu-Dereth era que favorecía a los fjordell. Un sacerdote areleno contribuiría a demostrar que todos eran bienvenidos al Imperio de Jaddeth… aunque los fjordell fueran más bienvenidos.
Hrathen se felicitó por crear una herramienta tan útil, completamente satisfecho hasta el momento en que Dilaf alzó la cabeza. La pasión seguía brillando en sus ojos… pero también había algo más. Ambición. Hrathen frunció levemente el ceño, preguntándose si no acababan de manipularlo.
Solo podía hacer una cosa.
—Arteth, ¿has jurado ser odiv de algún hombre?
Sorpresa. Los ojos de Dilaf se abrieron de par en par mientras miraban a Hrathen, brillando de inseguridad.
—No, mi señor.
—Bien. Entonces lo serás mío.
—Mi señor… soy, por supuesto, tu humilde servidor.
—Serás más que eso, arteth —dijo Hrathen—, si eres mi odiv, yo seré tu hroden. Tú serás mío, en corazón y alma. Si sigues a Jaddeth, lo seguirás a través de mí. Si sirves al Imperio, lo harás bajo mis órdenes. Lo que quiera que pienses, hagas o digas será por orden mía. ¿Comprendido?
En los ojos de Dilaf ardía fuego.
—Sí —susurró. El fervor del hombre no le permitía rechazar una oferta semejante. Aunque su rango inferior de arteth no cambiaría, ser odiv de un gyorn representaba un enorme aumento del poder y la respetabilidad de Dilaf. Estaba dispuesto a ser el esclavo de Hrathen, si esa esclavitud lo llevaba más arriba. Era algo muy fjordell: la ambición era la única emoción que Jaddeth aceptaba con tanto agrado como la devoción.
—Bien —dijo Hrathen—. Entonces tu primera orden es seguir al sacerdote Fjon. Tiene que estar subiendo al barco que vuelve a Fjorden en este mismo momento… Quiero que te asegures de que así lo hace. Si desembarca por algún motivo, mátalo.
—Sí, mi gyorn.
Dilaf se levantó del suelo. Por fin podía dar salida a su entusiasmo. Todo lo que Hrathen tenía que hacer era mantener ese entusiasmo enfocado en la dirección adecuada.
Hrathen se quedó de pie un momento cuando el loco areleno se hubo marchado, luego sacudió la cabeza y regresó a su mesa. El pergamino todavía se encontraba tal como había caído de los dedos indignos de Fjon; Hrathen lo recogió con una sonrisa, reverente. No era un hombre que se complaciera con las posesiones: ponía la mirada en logros mucho mayores que la simple acumulación de bagatelas inútiles. Sin embargo, de vez en cuando aparecía un objeto tan único que Hrathen simplemente gozaba sabiendo que le pertenecía. Tales cosas no se poseían por su utilidad, ni por su poder para impresionar a los demás, sino porque poseerlas era un privilegio. El pergamino era uno de esos objetos.
La propia mano del Wyrn lo había escrito delante de Hrathen. Era una revelación que procedía directamente de Jaddeth: una escritura con un único destinatario. Pocas personas llegaban a conocer a los nombrados por Jaddeth, e incluso entre los gyorns las audiencias privadas eran raras. Recibir órdenes directamente de la mano del Wyrn… era la más exquisita de las experiencias.
Hrathen contempló de nuevo las sagradas palabras, aunque hacía tiempo que había memorizado hasta el último detalle.
Atiende las palabras de Jaddeth, a través de Su siervo el Wyrn Wulfden IV, Emperador y Rey.
Sumo Sacerdote e Hijo, tu petición ha sido concedida. Ve a los pueblos paganos del oeste y anúnciales mi advertencia final, pues aunque mi Imperio es eterno, mi paciencia se acabará pronto. No dormiré mucho más dentro de una tumba de roca. El Día del Imperio está cercano, y mi gloria pronto brillará, un segundo sol surgido de Fjorden.
Las naciones paganas de Arelon y Teod han sido negras manchas en mi tierra durante demasiado tiempo. Trescientos años han servido mis sacerdotes entre aquellos manchados por Elantris, y pocos han atendido su llamada. Sabe esto, Sumo Sacerdote: mis fieles guerreros están preparados y esperan solo la palabra de mi Wyrn. Tienes tres meses para convertir al pueblo de Arelon. Al final de ese período, los santos soldados de Fjorden caerán sobre la nación como depredadores a la caza, rasgando y rompiendo la indigna vida de aquellos que no escuchan mis palabras. Solo pasarán tres meses antes de la destrucción de todos cuantos se oponen a mi Imperio.
El tiempo de mi ascensión se acerca, hijo mío. Sé firme y sé diligente.
Palabras de Jaddeth, Señor de toda la Creación, a través de su servidor el Wyrn Wulfen IV, Emperador de Fjorden, Profeta del Shu-Dereth, Gobernador del Sagrado Reino de Jaddeth y Regente de Toda la Creación.
El momento había llegado por fin. Solo dos naciones resistían. Fjorden había recuperado su antigua gloria, perdida doscientos años antes cuando el Primer Imperio se había hundido. Una vez más, Arelon y Teod eran los dos únicos reinos que se resistían al dominio fjordell. Esta vez, con el poder de la llamada santa de Jaddeth detrás, Fjorden vencería. Luego, con toda la humanidad unida bajo el mandato del Wyrn, Jaddeth podría alzarse de Su trono subterráneo y reinar con gloriosa majestad.
Y Hrathen sería el responsable de ello. La conversión de Arelon y Teod era su urgente deber. Tenía tres meses para cambiar el temperamento religioso de una cultura entera: una tarea monumental, pero era vital que tuviera éxito. Si no lo tenía, los ejércitos de Fjorden destruirían todo ser viviente de Arelon, y de Teod después; las dos naciones, aunque separadas por el agua, eran iguales en raza, religión y obstinación.
La gente tal vez no lo supiera todavía, pero Hrathen era lo único que se interponía entre ellos y la aniquilación. Habían desafiado arrogantes a Jaddeth y Su pueblo durante demasiado tiempo. Hrathen era su última oportunidad.
Algún día lo llamarían su salvador.



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En el texto hay: fantasia, accion, magia

Editado: 15.09.2022

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