Elantris. Edición X Aniversario y definitiva del autor

Capítulo 5


Domi Misericordioso, ¿de dónde ha salido ese? —preguntó sorprendida Sarene.
El gyorn avanzó hacia el trono del rey con la arrogancia característica de su clase. Llevaba la brillante armadura rojo sangre de un sumo sacerdote derethi y una extravagante capa escarlata ondeando tras de sí, aunque iba desarmado. El suyo era un traje para impresionar… y, a pesar de lo que pensaba Sarene sobre los gyorns, tuvo que admitir que resultaba efectivo. Naturalmente, era más que nada para alardear: incluso en la sociedad castrense de Fjorden, pocos podían caminar tan fácilmente como ese gyorn con la armadura completa. El metal era probablemente tan fino y liviano que de nada hubiese servido en una batalla.
El gyorn pasó ante ella sin dirigirle una segunda mirada, los ojos enfocados directamente en el rey. Era joven para tratarse de un gyorn, probablemente de cuarenta y tantos años, y en su pelo negro, corto y bien cuidado, había apenas trazas de gris.
—Sabías que había presencia derethi en Elantris, mi señora —dijo Ashe, flotando junto a ella como de costumbre, uno de los dos únicos seones presentes en la sala—. ¿Por qué debería sorprenderte ver a un sacerdote fjordell?
—Ese es todo un gyorn, Ashe. Solo hay veinte en el Imperio fjordell. Puede que algunos creyentes derethi en Kae, pero no los suficientes para recibir la visita de un sumo sacerdote. Los gyorns son extremadamente avaros de su tiempo.
Sarene vio cómo el hombre de Fjorden avanzaba por la sala, abriéndose paso a través de la multitud como un ave en una nube de insectos.
—Vamos —le susurró a Ashe, rodeando la multitud para situarse en la parte delantera de la sala. No quería perderse lo que dijera el gyorn.
No tendría que haberse molestado. Cuando el hombre habló, su firme voz resonó en el salón del trono.
—Rey Iadon —dijo, haciendo tan solo un leve gesto con la cabeza en vez de inclinarla—. Yo, el gyorn Hrathen, os traigo un mensaje del Wyrn Wulfden IV. Cree que es hora de que nuestras dos naciones compartan más que una frontera común —hablaba con el cargado y melódico acento de un fjordell nativo.
Iadon alzó la mirada de los legajos que estaba consultando, sin molestarse en disimular su ceño fruncido.
—¿Qué más quiere el Wyrn? Ya tenemos un tratado comercial con Fjorden.
—Su Santidad teme por las almas de vuestros súbditos, Majestad —dijo Hrathen.
—Bien, entonces que los convierta. Siempre he dado a vuestros sacerdotes completa libertad para predicar en Arelon.
—El pueblo responde demasiado lentamente, Majestad. Requiere un empujón… una señal, si queréis. El Wyrn piensa que es hora de que vos mismo os convirtáis al Shu-Dereth.
Esta vez Iadon no se molestó en disimular su malestar.
—Ya creo en Shu-Korath, sacerdote. Servimos al mismo Dios.
—Derethi es la única forma verdadera del Shu-Keseg —replicó Hrathen ominosamente.
Iadon agitó una mano, despectivo.
—No me preocupan las peleas entre las dos sectas, sacerdote. Ve y convierte a quien no crea: todavía hay muchos arelenos que siguen la antigua religión.
—No deberíais despreciar tan a la ligera la oferta del Wyrn —le advirtió el gyorn.
—Sinceramente, sacerdote, ¿tenemos que soportar esto? Tus amenazas no tienen ningún peso: Fjorden no ha tenido ninguna influencia real desde hace dos siglos. ¿Crees seriamente que puedes intimidarme con lo poderosos que un día fuisteis?
Los ojos de Hrathen se volvieron peligrosos.
—Fjorden es más poderoso ahora que nunca.
—¿De verdad? —preguntó Iadon—. ¿Dónde está vuestro vasto Imperio? ¿Dónde están vuestros ejércitos? ¿Cuántos países habéis conquistado en el último siglo? Tal vez algún día os deis cuenta de que vuestro Imperio se desplomó hace trescientos años.
Hrathen se mantuvo en silencio un instante, luego repitió su gesto de saludo y se dio media vuelta, agitando la capa dramáticamente mientras se encaminaba hacia la puerta. Sin embargo, las oraciones de Sarene no fueron escuchadas: no se la pisó y tropezó. Justo antes de salir, Hrathen se volvió para echar una última ojeada a la sala del trono. No obstante, su mirada encontró a Sarene en vez de al rey. Sus ojos se cruzaron un momento, y ella pudo ver un leve atisbo de confusión mientras el hombre estudiaba su inusitada altura y sus rubios cabellos teoisos. Cuando por fin se marchó, la sala estalló en un centenar de conversaciones diferentes.
El rey Iadon bufó y volvió a sus legajos.
—No se da cuenta —susurró Sarene—. No lo comprende.
—¿Comprender qué, mi señora? —preguntó Ashe.
—Lo peligroso que es ese gyorn.
—Su Majestad es un mercader, mi señora, no un verdadero político. No ve las cosas igual que tú.
—Incluso así —dijo Sarene, hablando tan bajo que solo Ashe podía oírla—. El rey Iadon debería tener la suficiente experiencia para reconocer que lo que le ha dicho Hrathen es cierto… al menos en lo referido a Fjorden. Los Wyrns son más poderosos ahora que hace siglos, incluso que en la cima del Antiguo Imperio.
—Es difícil ver más allá del poder militar, sobre todo cuando se es un monarca relativamente nuevo —dijo Ashe—. Al rey Iadon no le cabe en la cabeza que el ejército de sacerdotes de Fjorden pueda ser más influyente de lo que fueron sus guerreros.
Sarene se frotó la mejilla un instante, pensativa.
—Bueno, Ashe, al menos ahora no tienes que preocuparte de que yo cause demasiado revuelo entre la nobleza de Kae.
—Lo dudo mucho, mi señora. ¿Cómo si no vas a pasar el tiempo?
—Ay, Ashe —dijo ella dulcemente—. ¿Por qué perderlo con un puñado de nobles incompetentes cuando puedo probar mi inteligencia con todo un gyorn? —Entonces, más seria, añadió—: El Wyrn elige bien a sus sacerdotes. Si Iadon no vigila a ese hombre, y no parece probable que lo haga, Hrathen convertirá a esta ciudad bajo sus barbas. ¿De qué servirá el sacrificio de mi matrimonio para Teod y la propia Arelon si se entrega a nuestros enemigos?
—Puede que estés exagerando, mi señora —dijo Ashe con un latido. Las palabras le resultaban familiares: parecía que Ashe sentía la necesidad de decírselas cada día.
Sarene negó con la cabeza.
—Esta vez no. Lo de hoy ha sido una prueba, Ashe. Ahora Hrathen se sentirá justificado para emprender sus acciones contra el rey… Se ha convencido a sí mismo de que Arelon está en efecto gobernada por un blasfemo. Intentará encontrar un modo de derrocar a Iadon, y el Gobierno de Arelon caerá por segunda vez en diez años. Esta vez no será la clase mercantil la que llene el hueco del liderazgo… serán los sacerdotes derethi.
—Entonces ¿vas a ayudar a Iadon? —dijo Ashe divertido.
—Es mi rey soberano.
—¿A pesar de que opinas que es insufrible?
—Absolutamente cualquier cosa es preferible al dominio fjordell. Además, tal vez me equivoqué con Iadon.
Las cosas tampoco habían ido tan tan mal entre ambos desde aquel primer embarazoso encuentro, el día de su llegada. Iadon prácticamente la había ignorado en el funeral de Raoden, cosa que a Sarene le había parecido bien: había estado demasiado ocupada buscando discrepancias en la ceremonia. Por desgracia, el acontecimiento se había desarrollado con un decepcionante grado de ortodoxia, y ningún noble predominante se traicionó dejando de asistir o pareciendo demasiado culpable durante los ritos funerarios.
—Sí… —dijo ella—. Tal vez Iadon y yo podamos llevarnos bien simplemente ignorándonos.
—En nombre del Ardiente Domi, ¿qué estás haciendo en mi corte, muchacha? —exclamó el rey tras ella.
Sarene alzó los ojos al cielo con resignación, y Ashe latió una risa silenciosa mientras ella se volvía para enfrentarse al rey Iadon.
—¿Qué? —preguntó, tratando de parecer inocente.
—¡Tú! —ladró Iadon, señalándola. Estaba comprensiblemente de mal humor, aunque por supuesto, según había oído ella, Iadon estaba rara vez de buenas—. ¿No comprendes que las mujeres no pueden venir a mi corte a menos que hayan sido invitadas?
Sarene parpadeó, confundida.
—Nadie me había dicho nada, Majestad —dijo, tratando intencionadamente de parecer que no tenía nada en la cabeza.
Iadon gruñó algo sobre la estupidez de las mujeres, sacudiendo la cabeza por su obvia falta de inteligencia.
—Solo quería ver las pinturas —dijo Sarene, fingiendo temblor en la voz, como si estuviera a punto de llorar.
Iadon levantó la mano enseñando la palma, como para detener la llantina, y volvió a sus legajos. Sarene apenas pudo evitar sonreír mientras se secaba los ojos y pretendía estudiar el cuadro que tenía detrás.
—Eso no me lo esperaba —dijo Ashe en voz baja.
—Me ocuparé de Iadon más tarde —murmuró Sarene—. Tengo alguien más importante de quien preocuparme ahora.
—Nunca creí que llegaría a ver el día en que tú, nada menos, te adaptarías al estereotipo femenino… aunque haya sido solo una actuación.
—¿Qué? —preguntó Sarene, parpadeando—. ¿Yo, actuar? —Ashe bufó—. ¿Sabes?, nunca he entendido cómo los seones conseguís hacer sonidos como ese. No tenéis nariz: ¿cómo podéis bufar?
—Años de práctica, mi señora —repuso Ashe—. ¿De verdad que voy a tener que sufrir tus lloros cada vez que hables con el rey?
Sarene se encogió de hombros.
—Espera que las mujeres sean tontas, así que seré tonta. Es mucho más fácil manipular a la gente cuando cree que no tienes seso suficiente para acordarte de tu nombre.
—¿Ene? —gritó de pronto una voz—. ¿Eres tú?
La voz profunda y ronca le resultaba extrañamente familiar. Era como si quien hablaba tuviera la garganta irritada, aunque Sarene nunca había oído a nadie con la garganta irritada gritar tan fuerte.
Sarene se volvió, vacilante. Un hombre enorme (más alto, más ancho, más grueso y más musculoso de lo que parecía posible) se abrió paso hacia ella entre la multitud. Iba vestido con un ancho jubón de seda azul (Sarene se estremeció al pensar en cuántos gusanos habían hecho falta para tejerlo) y los pantalones de organdí de los cortesanos arelenos.
—¡Eres tú! —exclamó el hombre—. ¡Creíamos que no vendrías hasta dentro de una semana!
—Ashe —murmuró Sarene—, ¿quién es este lunático y qué quiere de mí?
—Me resulta familiar, mi señora. Lo siento, mi memoria no es lo que era.
—¡Ja! —dijo el hombretón, envolviéndola en un abrazo de oso. Fue una extraña sensación: su mitad inferior quedó semiaplastada contra su enorme tripa, mientras que la cara se le hundía en un pecho duro y musculoso. Sarene resistió las ganas de gemir, esperando y deseando que el hombre la soltara antes de desmayarse. Ashe probablemente iría a buscar ayuda si su cara empezaba a cambiar de color.
Por fortuna, el hombre la soltó antes de que se asfixiara, la sujetó por los hombros y la mantuvo a la distancia de sus brazos.
—Has cambiado. La última vez que te vi solo me llegabas a las rodillas. —Examinó su alta figura—. Bueno… dudo que alguna vez fueras tan baja, pero desde luego no me llegabas más arriba de la cintura.
»¡Tu madre siempre decía que eras larguirucha!
Sarene sacudió la cabeza. La voz le era levemente familiar, pero no era capaz de situar sus rasgos. Normalmente tenía buena memoria para las caras… A menos que…
—¿Hunkey Kay? —preguntó, vacilante—. ¡Gracioso Domi! ¿Qué le ha pasado a tu barba?
—Los nobles arelenos no llevan barba, pequeña. Hace años que no llevo.
Era él. La voz era distinta, el rostro sin barba desconocido, pero los ojos eran los mismos. Sarene recordaba haber mirado aquellos grandes ojos castaños, siempre llenos de humor.
—Hunkey Kay —murmuró distraída—. ¿Dónde está mi regalo? —Su tío Kiin se echó a reír[1]; su extraña voz rasposa producía un sonido más parecido a un silbido que a una risa. Esas eran siempre las primeras palabras que ella pronunciaba cuando él acudía de visita; su tío le traía los regalos más exóticos, delicias tan extravagantes que incluso resultaban únicas para la hija de un rey.
—Me temo que esta vez se me ha olvidado el regalo, pequeña. —Sarene se ruborizó. Sin embargo, antes de poder forzar una disculpa, Hunkey Kay pasó un brazo enorme por su hombro y se dispuso a sacarla del salón del trono.
—Ven, tienes que conocer a mi esposa.
—¿Cómo que esposa? —preguntó Sarene. Había pasado más de una década desde la última vez que había visto a Kiin, pero recordaba una cosa con toda claridad: su tío era un solterón irredento, además de un pícaro empedernido—. ¿¡Hunkey Kay se ha casado!?
—Tú no eres la única que ha crecido en los diez últimos años —croó Kiin—. Ah, y por simpático que sea oírte llamarme Hunkey Kay, probablemente ahora querrás llamarme tío Kiin.
Sarene volvió a ruborizarse. «Hunkey Kay» había sido la creación de una niña incapaz de pronunciar el nombre de su tío.
—¿Cómo le va a tu padre? —preguntó el hombretón—. Sigue actuando de manera adecuadamente regia, supongo.
—Está bien, tío —respondió ella—. Aunque estoy segura de que se sorprendería si te encontrara viviendo en la corte de Arelon.
—Lo sabe.
—No, cree que te marchaste en uno de tus viajes y te afincaste en una isla lejana.
—Sarene, si eres una mujer tan lista como eras de niña, deberías haber aprendido a distinguir la verdad de las fábulas.
La declaración le cayó encima como un jarro de agua helada. Ella recordaba vagamente haber visto zarpar el barco de su tío un día y haberle preguntado a su padre cuándo iba a volver Hunkey Kay. El rostro de Eventeo era triste cuando respondió que esa vez Hunkey Kay emprendía un largo, larguísimo viaje.
—Pero ¿por qué? —preguntó ella—. ¿Todo este tiempo has estado viviendo a solo unos cuantos días de viaje de casa y nunca viniste a visitarnos?
—Dejemos las historias para otro día, pequeña —dijo Kiin, sacudiendo la cabeza—. Ahora tienes que conocer a ese monstruo de mujer que finalmente consiguió capturar a tu tío.
La esposa de Kiin era difícilmente un monstruo. De hecho, era la mujer madura más hermosa que Sarene había visto. Daora tenía un rostro fuerte de rasgos marcados y cabellos castaños bellamente peinados. No era lo que Sarene asociaba con su tío… pero, naturalmente, sus recuerdos más recientes de Kiin tenían más de una década.
La enorme mansión de Kiin, parecida a un castillo, no resultó ninguna sorpresa. Sarene recordaba que su tío había sido una especie de mercader, y sus recuerdos quedaban engrandecidos por los caros regalos y las exóticas ropas que lucía Kiin. Era no solo el hijo menor del rey, sino que además había sido un comerciante de enorme éxito.
La mayor sorpresa fueron los hijos. A pesar de que Sarene sabía que estaba casado, no podía conciliar sus recuerdos del indomable Hunkey Kay con el concepto de paternidad. Sus prejuicios se fueron al traste en cuanto Kiin y Daora abrieron la puerta del comedor de la mansión.
—¡Papá está en casa! —gritó la voz de una niña pequeña.
—Sí, papá está en casa —dijo Kiin con voz sufrida—. Y no, no he traído nada. Solo he estado fuera unos minutos.
—No me importa lo que me hayas traído o me hayas dejado de traer. Solo quiero comer. —La que hablaba, una niña de unos diez años, lo hacía muy seria, casi como una adulta. Llevaba un vestido rosa con un lazo blanco y una maraña de pelo rubio en la cabeza.
—¿Cuándo no quieres comer tú, Kaise? —preguntó con expresión agria un niño pequeño, casi idéntico a la niña.
—Niños, no peleéis —dijo Daora con firmeza—. Tenemos una invitada.
—Sarene —declaró Kiin—, te presento a tus primos. Kaise y Daorn. Los dos mayores dolores de cabeza en la vida de tu pobre tío.
—Vamos, papá, sabes que te habrías vuelto loco de aburrimiento sin ellos —dijo un hombre desde la puerta del fondo. El recién llegado era de estatura arelena media, lo que significaba que era unos cinco centímetros más bajo que Sarene, esbelto, de rostro aguileño y sorprendentemente guapo. Llevaba el pelo con la raya en medio y le caía sobre las mejillas. Una mujer de pelo negro se encontraba a su lado, los labios levemente fruncidos mientras estudiaba a Sarene.
El hombre le hizo una leve reverencia a Sarene.
—Su Alteza —dijo, apenas con una leve sonrisa en los labios.
—Mi hijo Lukel —explicó Kiin.
—¿Tu hijo? —preguntó Sarene con sorpresa. Podía aceptar a hijos pequeños, pero Lukel tenía apenas unos pocos años más que ella. Eso significaba…
—No —dijo Kiin negando con la cabeza—. Lukel es hijo del matrimonio anterior de Daora.
—No es que eso me convierta en menos hijo suyo —dijo Lukel con una ancha sonrisa—. No podrás escapar fácilmente de tu responsabilidad.
—El propio Domi no se atrevería a hacerse responsable de ti —dijo Kiin—. Lo acompaña Jalla.
—¿Tu hija? —preguntó Sarene mientras Jalla hacía una reverencia.
—Nuera —explicó la mujer de pelo oscuro, la voz cargada de acento.
—¿Eres fjordell? —preguntó Sarene. El pelo había sido una pista, pero el nombre y el acento eran inconfundibles.
—Svordisana —corrigió Jalla. No es que fuera muy distinto. El pequeño reino de Svorden no era más que una provincia fjordell.
—Jalla y yo estudiamos juntos en la universidad svordisana —explicó Lukel—. Nos casamos el mes pasado.
—Enhorabuena —dijo Sarene—. Es agradable saber que no soy la única recién casada presente.
Sarene pretendía hacer un comentario desenfadado, pero fue incapaz de apartar la amargura de su voz. Sintió la enorme mano de Kiin posarse sobre su hombro.
—Lo siento, Ene —dijo en voz baja—. No iba a comentarlo, pero… Te merecías algo mejor que esto; siempre fuiste una niña muy feliz.
—No es una gran pérdida para mí —contestó Sarene con una indiferencia que no sentía—. No lo conocía, tío.
—Incluso así, habrá sido una sorpresa —dijo Daora.
—Puede decirse que sí —reconoció Sarene.
—Si te ayuda, el príncipe Raoden era un buen hombre —dijo Kiin—. Uno de los mejores que he conocido. Si supieras algo de política arelena, comprenderías que no uso esas palabras a la ligera cuando me refiero a un miembro de la corte de Iadon.
Sarene asintió levemente. Una parte de ella se alegró de no haberse equivocado al juzgar a Raoden a partir de sus cartas; otra parte pensó que habría sido más sencillo continuar pensando que era igual que su padre.
—¡Ya basta de hablar de príncipes muertos! —decidió una voz pequeña pero insistente desde la mesa—. Si no comemos pronto, papá tendrá que dejar de quejarse de mí porque estaré muerta.
—Sí, Kiin —reconoció Daora—, deberías ir a las cocinas y asegurarte de que tu festín no se está quemando.
Kiin hizo una mueca.
—He puesto cada plato a cocinar siguiendo un plan preciso. Sería imposible que uno… —El hombretón se interrumpió para olisquear, maldijo y salió de estampida de la habitación.
—¿Tío Kiin está preparando la cena? —preguntó Sarene, sorprendida.
—Tu tío es uno de los mejores cocineros de esta ciudad, querida —dijo Daora.
—¿Tío Kiin? —repitió Sarene—. ¿¡Cocinero!?
Daora asintió, como si fuera lo más normal del mundo.
—Kiin ha viajado a más sitios que nadie de Arelon, y ha traído recetas de cada uno de esos sitios. Creo que esta noche está preparando algo que aprendió en JinDo.
—¿Significa eso que vamos a comer? —insistió Kaise.
—Odio la comida jindoesa —se quejó Daorn, su voz casi indistinguible de la de su hermana—. Lleva demasiadas especias.
—No te gusta nada a menos que lleve un montón de azúcar —se burló Lukel, revolviendo el pelo de su hermanastro.
—Daorn, ve y llama a Adien.
—¿Otro? —preguntó Sarene. Daora asintió.
—El último. Hermano de Lukel.
—Probablemente estará durmiendo —dijo Kaise—. Adien siempre está durmiendo. Creo que es porque su mente solo está medio despierta.
—Kaise, las niñas pequeñas que dicen esas cosas de sus hermanos suelen acabar en la cama sin cenar —le advirtió Daora—. Daorn, venga.
—No pareces una princesa —dijo Kaise. La niña estaba sentada primorosamente en su silla junto a Sarene. El comedor tenía un aspecto acogedor, casi como si se tratara de un estudio, forrado de paneles de madera oscura y lleno de recuerdos de los viajes de Kiin.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Sarene, tratando de deducir cómo se manejaban los extraños cubiertos jindoeses. Había dos, uno con un extremo afilado y el otro con un extremo plano. Todos los demás los utilizaban como si fueran una segunda naturaleza para ellos, y Sarene estaba decidida a no preguntar nada. Lo descubriría por su cuenta o no conseguiría comer mucho. Lo segundo parecía mucho más probable.
—Bueno, para empezar eres demasiado alta —dijo Kaise.
—Kaise —le advirtió su madre amenazadora.
—Bueno, es verdad. Todos los libros dicen que las princesas son delicadas. No estoy exactamente segura de lo que significa eso, pero no creo que ella lo sea.
—Soy teoisa —dijo Sarene, consiguiendo trinchar algo que parecía un trozo de gamba adobada—. Somos así de altos.
—Papá es también teoiso, Kaise —dijo Daorn—. Y ya ves lo alto que es.
—Pero papá está gordo —señaló Kaise—. ¿Por qué no estás gorda tú, Sarene?
Kiin, que acababa de asomar por una de las puertas de la cocina, golpeó al pasar, como sin querer, la cabeza de su hija con el fondo de una bandeja.
—Justo lo que pensaba —murmuró, escuchando la reverberación metálica de la bandeja—, tienes la cabeza completamente hueca. Supongo que eso explica muchas cosas.
Kaise se frotó petulante la cabeza antes de volver su atención a la comida murmurando:
—Sigo pensando que las princesas deberían ser más pequeñas. Además, se supone que las princesas tienen buenos modales a la mesa; la prima Sarene ha derramado la mitad de la comida. ¿Quién ha oído hablar de una princesa que no sepa usar los palillos MaiPon?
Sarene se ruborizó y contempló los cubiertos extranjeros.
—No le hagas caso, Ene —sonrió Kiin, colocando en la mesa otro plato de suculento olor—. Esto es comida jindoesa: se hace con tanta grasa que si la mitad no acaba en el suelo, algo va mal. Acabarás por pillarles el tranquillo a esos palillos.
—Puedes usar una cuchara, si quieres —le ofreció Daorn—. Adien siempre lo hace.
Los ojos de Sarene se dirigieron inmediatamente al cuarto hijo. Adien era un muchacho de rostro delgado, adolescente. Tenía la tez blanca y una expresión extraña e inquietante. Comía con torpeza, con movimientos bruscos y sin control. Mientras lo hacía murmuraba para sí; repetía números, le pareció a Sarene. Ella había visto a otros niños así antes, niños cuyas mentes no estaban completamente sanas.
—Papá, la comida está deliciosa —dijo Lukel, distrayendo la atención de su hermano—. Creo que es la primera vez que preparas este plato de gambas.
—Se llama HaiKo —dijo Kiin con voz rasposa—. Lo aprendí de un mercader que estuvo de paso mientras tú estudiabas en Svorden el año pasado.
—Diecisiete millones cuatrocientos mil setecientos setenta y dos —murmuró Adien—. Son los pasos que hay hasta Svorden.
Sarene se distrajo un momento con la suma de Adien, pero el resto de la familia no le prestó atención, así que ella hizo lo mismo.
—Está verdaderamente rico, tío —dijo Sarene—. Nunca te habría imaginado de cocinero.
—Siempre me ha gustado —explicó Kiin, sentándose en su silla—. Os habría preparado algunas cosas cuando os visitaba en Teod, pero la jefa de cocineros de tu madre tenía la absurda idea de que la realeza no tenía nada que hacer en las cocinas. Intenté explicarle que, en cierto modo, las cocinas eran un poco mías, pero ella siguió sin dejarme meter un pie allí dentro para preparar una comida.
—Bueno, pues no nos hizo ningún favor —dijo Sarene—. Tú no preparas siempre la comida, ¿no?
Kiin negó con la cabeza.
—Afortunadamente, no. Daora es bastante buena cocinera. —Sarene parpadeó sorprendida.
—¿Quieres decir que no tenéis una cocinera que os prepare las comidas?
Kiin y Daora negaron con la cabeza al unísono.
—Papá es nuestro cocinero —dijo Kaise.
—¿No hay criados ni mayordomos tampoco? —preguntó Sarene. Había supuesto que la falta de servicio se debía a un extraño deseo por parte de Kiin de hacer que aquella comida concreta fuera íntima.
—Ninguno —dijo Kiin.
—Pero ¿por qué?
Kiin miró a su esposa, luego a Sarene.
—Sarene, ¿sabes qué ocurrió aquí hace diez años?
—¿El Reod? —preguntó Sarene—. ¿El Castigo?
—Sí, pero ¿sabes lo que significa eso?
Sarene reflexionó un momento, luego se encogió levemente de hombros.
—El fin de los elantrinos. —Kiin asintió.
—Probablemente nunca has visto a un elantrino: todavía eras joven cuando apareció el Reod. Es difícil explicar cuánto cambió este país cuando golpeó el desastre. Elantris era la ciudad más hermosa del mundo: créeme, he estado en todas partes. Era un monumento de piedra resplandeciente y metal lustroso, y sus habitantes parecían cincelados en los mismos materiales. Entonces… cayeron.
—Sí, lo he estudiado —asintió Sarene—. Su piel se volvió oscura con manchas negras y empezó a caérseles el pelo de la cabeza.
—Puedes decirlo como lo cuentan los libros —dijo Kiin—, pero no estabas aquí cuando sucedió. No sabes el horror que produce ver a unos dioses convertirse en monstruos horribles. Su caída destruyó al Gobierno areleno y hundió el país en el caos más absoluto. —Hizo una breve pausa, luego continuó—: Fueron los criados los que iniciaron la revolución, Sarene. El mismo día en que sus amos cayeron, los criados se volvieron contra ellos. Algunos (sobre todo la nobleza actual del país) dicen que fue porque la clase baja de Elantris era tratada demasiado bien, que su naturaleza ociosa los llevó a derrocar a sus antiguos gobernantes al primer signo de debilidad. Creo que fue sencillamente miedo: miedo ignorante de que los elantrinos tuvieran una enfermedad vil, mezclado con el terror que surge cuando alguien a quien has adorado cae ante ti.
»Fuera como fuese, los criados causaron el peor daño. Primero en pequeños grupos, luego en un tumulto increíblemente destructivo, mataron a todo elantrino que pudieron encontrar. Los elantrinos más poderosos cayeron primero, pero la matanza alcanzó también a los más débiles.
»No se limitó tampoco a los elantrinos: la gente atacaba a las familias, los amigos e incluso a aquellos a quienes los elantrinos habían nombrado para un cargo. Daora y yo lo vimos todo, horrorizados y agradecidos de que no hubiera ningún elantrino en la familia. A partir de esa noche, no hemos podido convencernos a nosotros mismos para contratar sirvientes.
—No es que los necesitemos —dijo Daora—. Te sorprendería descubrir cuántas cosas puedes hacer tú sola.
—Sobre todo cuando tienes un par de niños dispuestos a hacer el trabajo sucio —dijo Kiin con una sonrisa pícara.
—¿Para eso es para lo único que servimos, papá? —preguntó Lukel con una carcajada—. ¿Para fregar suelos?
—Es el único motivo que he encontrado para tener hijos —dijo Kiin—. Tu madre y yo tuvimos a Daorn porque decidimos que necesitábamos otro par de manos para limpiar las escupideras.
—Papá, por favor —dijo Kaise—. Estoy intentando comer.
—Que Domi el Misericordioso ayude al hombre que interrumpa la cena de Kaise —se rio Lukel.
—La princesa Kaise, perdona —lo corrigió la niña.
—Anda, ¿de modo que mi niña pequeña es ahora princesa? —preguntó divertido Kiin.
—Si Sarene puede serlo, entonces yo también. Después de todo, tú eres su tío, y eso te convierte en príncipe, ¿no, papá?
—Técnicamente, sí —dijo Kiin—. Aunque no creo que tenga oficialmente ningún título ya.
—Probablemente te echaron a patadas porque hablaste de escupideras durante la cena —dijo Kaise—. Los príncipes no pueden hacer ese tipo de cosas, ¿sabes? Son unos modales horribles a la mesa.
—Por supuesto —dijo Kiin, con una sonrisa cariñosa—. Me pregunto cómo no me había dado cuenta antes.
—Así pues —continuó Kaise—, si tú eres príncipe, entonces tu hija es princesa.
—Me temo que no funciona así, Kaise —dijo Lukel—. Papá no es rey, así que sus hijos serían barones o condes, no príncipes.
—¿Es eso cierto? —preguntó Kaise decepcionada.
—Me temo que sí —respondió Kiin—. Sin embargo, créeme: todo aquel que diga que no eres princesa, Kaise, es que no te ha escuchado quejarte a la hora de ir a la cama.
La niña pensó un instante y, sin saber cómo tomarse el comentario, simplemente continuó cenando. Sarene no prestaba demasiada atención: su mente se había detenido en el punto en que su tío había dicho «no creo que tenga oficialmente ningún título ya». Eso olía a política. Sarene creía conocer todos los acontecimientos importantes que habían tenido lugar en la corte de Teod durante los últimos cincuenta años, y no sabía nada de que a Kiin lo hubieran despojado oficialmente de su título.
Antes de que pudiera reflexionar más sobre aquello, Ashe entró flotando por una ventana. Con el entusiasmo de la cena, Sarene casi se había olvidado de que lo había enviado a seguir al gyorn Hrathen.
La bola de luz se detuvo vacilante en el aire, cerca de la ventana.
—¿Interrumpo, mi señora?
—No, Ashe, pasa y conoce a mi familia.
—¡Tienes un seon! —exclamó Daorn lleno de entusiasmo. Por una vez su hermana pareció demasiado asombrada para hablar.
—Este es Ashe —explicó Sarene—. Lleva sirviendo en mi casa más de dos siglos, y es el seon más sabio que he conocido.
—Exageras, mi señora —dijo Ashe modestamente, aunque al mismo tiempo ella advirtió que brillaba con un poco más de fuerza.
—Un seon… —dijo Kaise con asombro, olvidada la cena.
—Siempre han sido raros —dijo Kiin—, ahora más que nunca.
—¿Dónde lo conseguiste? —preguntó Kaise.
—De mi madre —contestó Sarene—. Me pasó a Ashe cuando nací. El paso de un seon era uno de los mejores regalos que podía recibir una persona. Algún día, Sarene tendría que pasar a Ashe, seleccionando un nuevo pupilo para que lo cuidara y vigilara. Había planeado que fuera uno de sus hijos, o tal vez de sus nietos. La posibilidad de que alguno de ellos existiera, sin embargo, era cada vez más improbable…
—Un seon —repitió Kaise. Se volvió hacia Sarene, los ojos iluminados de entusiasmo—. ¿Puedo jugar con él después de cenar?
—¿«Jugar» conmigo? —preguntó Ashe, inseguro.
—¿Puedo, por favor, prima Sarene? —suplicó Kaise.
—No sé —dijo Sarene con una sonrisa—. Me parece recordar algunos comentarios sobre mi altura.
La expresión de chasco de la niña fue fuente de gran diversión para todos. En ese momento, entre risas, Sarene empezó a sentir que se relajaba por primera vez desde que había dejado su patria una semana antes.



#5444 en Fantasía
#1120 en Magia

En el texto hay: fantasia, accion, magia

Editado: 15.09.2022

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.