Elantris. Edición X Aniversario y definitiva del autor

Capítulo 7


Raoden apuñaló el aire con el dedo. El aire sangró luz. La yema de su dedo dejó un brillante rastro blanco mientras movía el brazo, como si estuviera escribiendo con pintura en una pared… pero sin pintura, y sin pared.
Se movió con cautela, cuidando de no permitir que el dedo le temblara. Dibujó una línea de un palmo de izquierda a derecha, luego bajó el dedo con una leve inclinación, trazando una línea similar y formando un ángulo. A continuación levantó el dedo del lienzo invisible y lo volvió a adelantar para dibujar un punto en el centro. Esas tres marcas (dos líneas y un punto) eran el inicio de todo aon.
Continuó dibujando la misma pauta de tres líneas en ángulos distintos, y luego añadió varias diagonales. El dibujo terminado parecía un reloj de arena, o quizá dos cajas colocadas una encima de la otra, tocándose levemente por el centro. Era Aon Ashe, el antiguo símbolo de la luz. El carácter brilló momentáneamente, como si latiera de vida; luego destelló débilmente como un hombre que suelta su último suspiro: desapareció, su luz pasó del brillo a la oscuridad, a la nada.
—Eres mucho mejor que yo en esto, sule —dijo Galladon—. Normalmente hago una línea demasiado grande, o la inclino demasiado, y todo el dibujo se desvanece antes de que termine.
—Se supone que no es así —se quejó Raoden. Hacía un día que Galladon le había enseñado a dibujar aones, y había pasado casi cada instante desde entonces practicando. Cada aon que había terminado adecuadamente había hecho lo mismo: desaparecer sin ningún efecto aparente. Su primer encuentro con la legendaria magia de los elantrinos había sido decididamente desalentador.
Lo más sorprendente era lo fácil que resultaba. En su ignorancia, había supuesto que la AonDor, la magia de los aones, requería algún tipo de encantamiento o ritual. En una década sin la AonDor se habían multiplicado los rumores; algunas personas, sobre todo los sacerdotes derethi, decían que la magia era un engaño, mientras que otras, también algunas de ellas sacerdotes derethi, acusaban el arte de ser un rito blasfemo que implicaba el poder del mal. La verdad era que nadie, ni siquiera los sacerdotes derethi, sabía qué era la AonDor. Todos sus practicantes habían caído durante el Reod.
Sin embargo, Galladon decía que la AonDor no requería más que una mano firme y un profundo conocimiento de los aones. Como solo los elantrinos podían dibujar los caracteres con luz, solo ellos podían practicar la AonDor, y no se había permitido a nadie de fuera de Elantris aprender lo sencillo que era. Nada de encantamientos, ni de sacrificios, ni de pócimas o ingredientes especiales: cualquiera que hubiera sido alcanzado por la Shaod podía practicar la AonDor, siempre y cuando, por supuesto, conociera los caracteres.
Pero no funcionaba. Se suponía que los aones hacían algo… al menos algo más que destellar débilmente y desaparecer. Raoden recordaba imágenes de Elantris de cuando era niño: visiones de hombres volando por los aires, increíbles hazañas de poder y curaciones milagrosas. Una vez se había roto una pierna, y aunque su padre puso objeciones, su madre lo llevó a los elantrinos para que lo curasen. Una figura de cabellos brillantes soldó los huesos de Raoden apenas agitando la mano. Había dibujado un aon, igual que él estaba haciendo, pero la runa había liberado un poderoso estallido de magia arcana.
—Se supone que hacen algo —repitió Raoden, esta vez en voz alta.
—Lo hacían antes, sule, pero desde el Reod ya no. Lo que se llevó la vida de Elantris también robó el poder de la AonDor. Ahora todo lo que podemos hacer es pintar bonitos caracteres en el aire.
Raoden asintió, dibujando su propio aon, el Aon Rao. Cuatro círculos con un gran cuadrado en el centro, los cinco unidos por rectas. El aon reaccionó como habían hecho todos los demás, ampliándose como para liberar poder, y muriendo luego con un gemido.
—Frustrante. ¿Kolo?
—Mucho —admitió Raoden, acercando una silla y sentándose. Todavía se encontraban en el pequeño estudio subterráneo de Galladon—. Seré sincero contigo Galladon. Cuando vi el primer aon flotando en el aire delante de ti, me olvidé de todo: de la mugre, de la depresión, incluso de mi pie.
Galladon sonrió.
—Si la AonDor funcionara, los elantrinos todavía gobernarían en Arelon… con Reod o sin Reod.
—Lo sé. Me pregunto qué ocurrió. ¿Qué cambió?
—El mundo se lo pregunta contigo, sule —dijo Galladon, encogiéndose de hombros.
—Tiene que haber una relación —musitó Raoden—. Entre el cambio de Elantris, la manera en que la Shaod empezó a convertir a la gente en demonios en vez de en dioses, la ineficacia de la AonDor…
—No eres la primera persona en advertirlo. Ni de lejos. Sin embargo, es probable que nadie encuentre la respuesta: los poderosos de Arelon están muy cómodos con Elantris tal como es.
—Créeme, lo sé —dijo Raoden—. Si hay que descubrir el secreto, tendremos que hacerlo nosotros.
Raoden examinó el pequeño laboratorio. Notablemente limpia de la mugre que cubría el resto de Elantris, la habitación tenía un aspecto casi hogareño, como el estudio de una gran mansión.
—Tal vez la respuesta esté aquí, Galladon. En estos libros, en alguna parte.
—Quizá —respondió Galladon, indiferente.
—¿Por qué te mostraste tan reacio al traerme aquí?
—Porque es un sitio especial, sule, ¿no lo notas? Haz correr el secreto y no podré salir por miedo a que lo saqueen cuando esté fuera.
Raoden se levantó, asintiendo.
—Entonces ¿por qué me has traído?
Galladon se encogió de hombros, como si él mismo no estuviera demasiado seguro.
—No eres el primero que piensa que la respuesta puede hallarse en esos libros —dijo por fin—. Dos hombres leen más rápido que uno.
—El doble de rápido, supongo —convino Raoden con una sonrisa—. ¿Por qué lo mantienes todo tan a oscuras?
—Estamos en Elantris, sule. No podemos ir a la tienda a comprar aceite cada vez que se nos acaba.
—Lo sé, pero tiene que haber el suficiente. En Elantris había almacenes de aceite antes del Reod.
—¡Ah, sule! —Galladon sacudió la cabeza—. Sigues sin comprender, ¿verdad? Esto es Elantris, ciudad de dioses. ¿Qué necesidad tienen los dioses de cosas tan mundanas como lámparas y aceite? Mira esa pared que tienes al lado.
Raoden se volvió. Había una placa de metal en la pared. Aunque estaba sucia por el tiempo, Raoden aún pudo distinguir la forma esbozada en su superficie: el Aon Ashe, el carácter que había dibujado hacía unos momentos.
—Esas placas brillaban con más intensidad que ninguna lámpara, sule —explicó Galladon—. Los elantrinos podían apagarlas apenas rozándolas con los dedos. En Elantris no necesitaban aceite: tenían una fuente de luz mejor. Por el mismo motivo no encontrarás carbón, ni siquiera hornos, en Elantris, ni tampoco muchos pozos, pues el agua fluía de tubos como ríos atrapados dentro de las paredes. Sin la AonDor, esta ciudad apenas puede ser habitada.
Raoden rozó con el dedo la placa, palpando las líneas del Aon Ashe. Algo catastrófico tenía que haber sucedido, un hecho olvidado en apenas diez años. Algo tan terrible que hizo que la tierra se estremeciera y los dioses se tambalearan. Sin embargo, sin comprender cómo funcionaba la AonDor, él no podía ni imaginar qué había causado su desplome. Se dio la vuelta y contempló las dos estanterías. Era improbable que ninguno de los libros contuviera explicaciones directas de la AonDor. Sin embargo, si habían sido escritos por elantrinos, tal vez hubiera en ellos referencias a la magia. Referencias que llevaran al lector atento a comprender cómo funcionaba la AonDor. Tal vez.
Sus pensamientos quedaron interrumpidos por un dolor en el estómago. No era como el hambre que había experimentado en el exterior. Su estómago no gruñía. Sin embargo, el dolor estaba allí… de algún modo, más exigente. Llevaba ya tres días sin comer, y el hambre empezaba a hacerse insistente. Solo estaba empezando a ver por qué eso, y los otros dolores, eran suficientes para convertir a hombres en las bestias que lo habían atacado el primer día.
—Ven —le dijo a Galladon—. Hay algo que tenemos que hacer.
La plaza estaba igual que antes: mugre, desgraciados gimiendo, altas puertas implacables. El sol casi había cubierto tres cuartas partes de su recorrido celeste. Era hora de que los nuevos inducidos fueran arrojados a Elantris.
Raoden estudió la plaza, apostado en lo alto de un edificio, junto a Galladon. Mientras miraba, advirtió algo distinto. Había una pequeña multitud congregada en la muralla.
—¿Quién es ese? —preguntó Raoden con interés, señalando a una alta figura que se alzaba en la muralla sobre las puertas de Elantris. El hombre tenía los brazos extendidos y su capa rojo sangre ondeaba al viento. Sus palabras eran apenas audibles desde la distancia, pero quedaba claro que estaba gritando.
Galladon gruñó, sorprendido.
—Un gyorn derethi. No sabía que hubiera uno en Arelon.
—¿Un gyorn? ¿Un sumo sacerdote? —Raoden entornó los ojos, tratando de distinguir los detalles de la figura.
—Me sorprende que haya venido tan al este —dijo Galladon—. Esos odiaban Arelon incluso antes del Reod.
—¿Por los elantrinos? —Galladon asintió.
—Aunque no únicamente por la adoración elantrina, digan lo que digan. Los derethi sienten una particular aversión por tu país porque sus ejércitos nunca han logrado atravesar esas montañas para atacaros.
—¿Qué crees que estará haciendo ahí arriba?
—Predicando. ¿Qué otra cosa puede hacer un sacerdote? Probablemente ha decidido acusar a Elantris de ser el resultado de una especie de juicio de su dios. Me sorprende que hayan tardado tanto.
—La gente lleva años murmurando, pero nadie ha tenido el valor de decir tal cosa —dijo Raoden—. En el fondo tienen miedo de que los elantrinos los estén poniendo a prueba, que regresen algún día a su antigua gloria y castiguen a los no creyentes.
—¿Todavía? —preguntó Galladon—. Pensaba que después de diez años ya nadie creía eso.
Raoden negó con la cabeza.
—Todavía hay muchos que rezan por el regreso de los elantrinos, o lo temen. La ciudad era fuerte, Galladon. No tienes idea de lo hermosa que era.
—Lo sé, sule. No me pasé toda la vida en Duladel.
La voz del sacerdote fue in crescendo y soltó una última perorata a gritos antes de darse media vuelta y desaparecer. Incluso a tanta distancia Raoden captó el odio y la furia en la voz del gyorn. Galladon tenía razón: las palabras de ese hombre no habían sido ninguna bendición.
Raoden sacudió la cabeza y miró las puertas.
—Galladon, ¿qué posibilidad hay de que arrojen a alguien aquí hoy? —preguntó.
Galladon se encogió de hombros.
—Es difícil decirlo, sule. A veces pasan semanas sin un nuevo elantrino, pero he visto arrojar incluso cinco a la vez. Tú viniste hace dos días, esa mujer ayer… Quién sabe, tal vez Elantris tenga carne fresca por tercer día consecutivo. ¿Kolo?
Raoden asintió, observando con expectación la puerta.
—Sule, ¿qué pretendes? —preguntó Galladon, incómodo.
—Pretendo esperar.
El recién llegado era un hombre mayor, de cuarenta y tantos años, rostro demacrado y ojos nerviosos. Cuando la puerta se cerró, Raoden se bajó del terrado para detenerse en el patio. Galladon lo siguió, con expresión preocupada. Obviamente, pensaba que Raoden iba a cometer alguna tontería.
Tenía razón.
El desafortunado recién llegado contempló morosamente la puerta. Raoden esperó a que diera un paso, a que tomara la inconsciente decisión que determinaría quién tenía el privilegio de robarle. El hombre se quedó donde estaba, observando el patio con ojos nerviosos, su fina estructura acurrucada dentro de su túnica como si estuviera tratando de esconderse en ella. Al cabo de unos minutos de espera dio por fin su primer paso, vacilante: a la derecha, el mismo camino que había elegido Raoden.
—Vamos —indicó Raoden saliendo del callejón. Galladon gruñó, murmurando algo en duladen.
—¿Teoren? —llamó Raoden, eligiendo un nombre aónico corriente. El flaco recién llegado alzó sorprendido la cabeza y luego miró por encima del hombro.
—¡Teoren, eres tú! —dijo Raoden, poniendo la mano en el hombro del recién llegado. Entonces, en voz baja, continuó—: Ahora mismo tienes dos opciones, amigo. O haces lo que te digo o dejas que esos hombres que hay en las sombras te persigan y te golpeen hasta dejarte sin sentido.
El hombre se volvió a escrutar las sombras con aprensión. Afortunadamente, en ese momento, los hombres de Shaor decidieron moverse y sus formas a oscuras emergieron a la luz, sus ojos ávidos miraron codiciosos al nuevo hombre. Fue todo el acicate que el recién llegado necesitó.
—¿Qué hago? —preguntó con voz temblorosa.
—¡Corre! —ordenó Raoden, y luego se dirigió hacia uno de los callejones a toda prisa.
No hizo falta que se lo dijera dos veces: el hombre corrió tan rápido que Raoden temió que se desviara por un callejón lateral y se perdiera. Se oyó un grito ahogado de sorpresa cuando Galladon advirtió lo que estaba haciendo Raoden. El gran duladen, obviamente, no hubiese tenido ninguna dificultad para seguirlos: incluso teniendo en cuenta el tiempo que llevaba en Elantris, Galladon estaba en mucha mejor forma que Raoden.
—En nombre de Doloken, ¿qué crees que estás haciendo, idiota? —maldijo Galladon.
—Te lo diré dentro de un momento —dijo Raoden, conservando las fuerzas mientras corría. De nuevo, advirtió que no se quedaba sin aliento, aunque su cuerpo empezaba a cansarse. Una extraña sensación de fatiga empezó a crecer en su interior, y de los tres, Raoden pronto demostró ser el corredor más lento. Sin embargo, era el único que sabía adónde iban.
—¡A la derecha! —les gritó a Galladon y al recién llegado, y se desvió por un callejón. Los dos hombres lo siguieron, así como el grupo de matones, que ganaba terreno rápidamente. Por fortuna, Raoden no iba muy lejos.
—Rulo —maldijo Galladon, advirtiendo a qué lugar iban: a una de las casas que le había mostrado a Raoden el día anterior, la que tenía la escalera desvencijada. Raoden cruzó corriendo la puerta y subió las escaleras. Estuvo a punto de caerse dos veces porque los escalones cedían bajo su peso. Una vez en el terrado, usó sus últimas fuerzas para empujar un montón de ladrillos (los restos de lo que antaño había sido un plantador) e hizo que se desplomara sobre la escalera justo cuando Galladon y el hombre llegaban a su lado. Los debilitados escalones no fueron capaces de soportar el peso y se hundieron con estrépito.
Galladon se acercó y observó el agujero con ojo crítico. Los hombres de Shaor estaban congregados en los escalones caídos de abajo, su ferocidad un poco apagada por la comprensión.
Galladon alzó una ceja.
—¿Y ahora qué, genio?
Raoden se acercó al recién llegado, que se había desplomado después de subir las escaleras, tomó con cuidado cada una de las ofrendas de comida del hombre y, después de guardarse una en el cinturón, arrojó el resto a la manada de individuos que esperaban abajo. Se oyeron sonidos de lucha cuando estos empezaron a pelearse por la comida.
Raoden se apartó del agujero.
—Esperemos que se den cuenta de que no van a conseguir nada más de nosotros y decidan marcharse.
—¿Y si no lo hacen? —preguntó Galladon. Raoden se encogió de hombros.
—Podemos vivir eternamente sin comida ni agua, ¿no?
—Sí, pero preferiría no pasarme el resto de la eternidad en el terrado de este edificio. —Tras mirar al hombre, Galladon se llevó a Raoden aparte y exigió en voz baja—: Sule, ¿qué sentido tenía eso? Podrías haberles arrojado la comida allá en el patio. De hecho, ¿por qué «salvarlo»? Por lo que sabemos, los hombres de Shaor tal vez ni siquiera le hubiesen hecho daño.
—Eso no lo sabemos. Además, de esta forma cree que me debe la vida.
Galladon bufó.
—Así que ahora tienes otro seguidor… al barato precio del odio de un tercio del elemento criminal de Elantris.
—Y esto es solo el principio —dijo Raoden con una sonrisa. Sin embargo, a pesar de las valientes palabras, no estaba tan seguro. Todavía le sorprendía lo mucho que le dolía el dedo del pie y se había arañado las manos al empujar los ladrillos. Aunque no tanto como el pie, los arañazos seguían doliéndole, amenazando con desviar su atención de sus planes.
«Tengo que seguir moviéndome —se repitió Raoden—. Seguir trabajando. No dejes que el dolor tome el control.».
—Soy joyero —explicó el hombre—. Mareshe es mi nombre.
—Un joyero —dijo Raoden decepcionado, los brazos cruzados mientras observaba a Mareshe—. Eso no nos servirá de mucho. ¿Qué más sabes hacer?
Mareshe lo miró indignado, como si hubiera olvidado que, apenas unos momentos antes, lo vencía el miedo.
—La fabricación de joyas es una habilidad enormemente útil, señor.
—No en Elantris, sule —dijo Galladon, mirando por el agujero para ver si los matones habían decidido marcharse. Al parecer, no lo habían hecho, pues dirigió a Raoden una seca mirada.
Haciendo caso omiso del dula, Raoden le habló otra vez a Mareshe.
—¿Qué más sabes hacer?
—Cualquier cosa.
—Eso es mucho, amigo mío —dijo Raoden—. ¿Puedes ser más específico?
Mareshe se llevó la mano a la cabeza con dramatismo.
—Yo… soy artesano. Puedo hacer cualquier cosa, pues el mismísimo Domi me ha concedido el alma de un artista.
Galladon hizo una mueca desde su asiento junto al hueco de la escalera.
—¿Qué tal zapatos? —preguntó Raoden.
—¿Zapatos? —replicó Mareshe, levemente ofendido.
—Sí, zapatos.
—Supongo que podría, aunque eso difícilmente requiere toda la capacidad de un auténtico artesano.
—Y un auténtico id… —empezó a decir Galladon antes de que Raoden lo hiciera callar.
—Artesano Mareshe —continuó Raoden diplomático—, los elantrinos son arrojados a la ciudad llevando solo una mortaja arelena. Un hombre que pudiera hacer zapatos sería aquí muy apreciado.
—¿Qué clase de zapatos?
—De cuero. No será tarea fácil, Mareshe. Verás, los elantrinos no pueden permitirse el lujo de encontrar las soluciones mediante el método de prueba y error: si el primer par de zapatos no se adapta al pie, causará ampollas. Ampollas que no desaparecerán nunca.
—¿Qué quieres decir con que no desaparecerán nunca? —preguntó Mareshe, incómodo.
—Ahora somos elantrinos, Mareshe —le explicó Raoden—. Nuestras heridas ya no sanan.
—¿Ya no sanan…?
—¿Quieres un ejemplo, artesano? —ofreció Galladon—. Puedo darte uno muy fácilmente. ¿Kolo?
Mareshe se puso pálido y miró a Raoden.
—Parece que no le gusto mucho.
—Tonterías —dijo Raoden, pasándole un brazo a Mareshe por los hombros y apartándolo del rostro sonriente de Galladon—. Así es como demuestra su afecto.
—Si tú lo dices, maestro… —Raoden se lo pensó.
—Llámame Espíritu —decidió, usando la traducción de Aon Rao.
—Maestro Espíritu. —Mareshe entornó los ojos—. Me resultas familiar por algún motivo.
—No me has visto en tu vida. Ahora, respecto a esos zapatos…
—¿Tienen que adaptarse al pie perfectamente, sin ejercer ningún roce ni presión alguna? —preguntó Mareshe.
—Sé que parece difícil. Si está por encima de tus capacidades…
—Nada está por encima de mis capacidades —dijo Mareshe—. Lo haré, maestro Espíritu.
—Excelente.
—No se marchan —dijo Galladon tras ellos. Raoden se volvió a mirar al grandullón dula.
—¿Qué importa? No tenemos nada urgente que hacer. Aquí se está muy bien: deberías sentarte y disfrutar.
En las nubes se produjo entonces un ominoso estallido y Raoden sintió una gota húmeda golpearle la cabeza.
—Fantástico —gruñó Galladon—. Ya estoy disfrutando.



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En el texto hay: fantasia, accion, magia

Editado: 15.09.2022

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