Elantris. Edición X Aniversario y definitiva del autor

Capítulo 8


Sarene decidió no aceptar la oferta de su tío para quedarse con él. Por tentador que fuese mudarse con su familia, tenía miedo de perder su puesto en el palacio. La reina era un caudal de información y la nobleza arelena una fuente de chismes e intrigas. Si iba a combatir a Hrathen, necesitaba estar al día.
Así que al día siguiente de su encuentro con Kiin, Sarene se procuró un caballete y pinturas, y se plantó directamente en el centro del salón del trono de Iadon.
—En nombre de Domi, ¿qué estás haciendo, muchacha? —exclamó el rey cuando entró en el salón esa mañana con un grupo de aprensivos ayudantes a su lado.
Sarene apartó la mirada de su lienzo, fingiendo sorpresa.
—Estoy pintando, padre —dijo, alzando con un arrebato su pincel, que roció gotas de pintura roja por toda la cara del canciller de Defensa.
Iadon suspiró.
—Ya veo que estás pintando. Quiero decir por qué lo estás haciendo precisamente aquí.
—Ah, eso —dijo inocentemente Sarene—. Estoy pintando tus cuadros, padre. Me gustan mucho.
—¿Estás pintando mis…? —preguntó Iadon con estupor—. Pero… —Sarene giró el lienzo con una sonrisa orgullosa, mostrando al rey una pintura que se parecía solo remotamente a unas flores.
—¡Por el amor de Domi! —gritó Iadon—. Pinta si quieres, muchacha. ¡Pero no lo hagas en medio de mi salón del trono!
Sarene abrió mucho los ojos, parpadeó unas cuantas veces y luego acercó el caballete y la silla a una pared del salón, junto a las columnas, se sentó, y continuó pintando.
Iadon gruñó.
—Quería decir… ¡Bah, Domi la maldiga! No merece la pena el esfuerzo.
Con eso, el rey se dio media vuelta, ocupó su trono y ordenó a su secretario que anunciara el primer asunto del día, una pugna entre dos nobles menores respecto a unas posesiones.
Ashe se acercó flotando al lienzo de Sarene y le habló en voz baja.
—Creía que iba a echarte, mi señora.
Sarene negó con la cabeza, con una sonrisita de satisfacción en los labios.
—Iadon es de temperamento fuerte, y se frustra con facilidad. Cuanto más lo convenza de mi falta de inteligencia, menos órdenes me dará. Sabe que, simplemente, lo malinterpretaré y acabará agraviado.
—Estoy empezando a preguntarme cómo alguien así pudo hacerse con el trono —advirtió Ashe.
—Buena pregunta —admitió Sarene, frotándose la mejilla, pensativa—. Aunque quizá no le estamos dando el crédito suficiente. Puede que no sea un buen rey, pero al parecer fue un hombre de negocios muy bueno. Para él, soy una inversión finalizada: ya tiene su tratado. Ya no le preocupo más.
—No estoy convencido, mi señora. Parece demasiado cegato para continuar siendo rey mucho tiempo.
—Y por eso, probablemente, perderá el trono —dijo Sarene—. Sospecho que esa es la causa de la presencia del gyorn aquí.
—Bien pensado, mi señora —recalcó Ashe con su voz grave. Flotó delante del cuadro un momento, estudiando sus manchas irregulares y sus líneas torcidas—. Estás mejorando, mi señora.
—No te burles de mí.
—No, en serio, Alteza. Cuando empezaste a pintar hace cinco años nunca era capaz de ver qué intentabas representar. Y esto es un cuadro de… —Ashe se detuvo—. ¿Un cuenco de fruta? —preguntó esperanzado.
Sarene suspiró, frustrada. Normalmente, era buena en todo lo que se proponía, pero los secretos de la pintura se le escapaban por completo. Al principio, se había frustrado por su falta de talento, y había insistido con determinación para demostrarse que podía hacerlo. No obstante, la técnica artística se había negado por completo a plegarse a su real voluntad. Ella era una maestra de la política, una líder incuestionable, e incluso podía comprender con facilidad las matemáticas jindoesas. También era una pintora horrible. Eso no la frenaba, sin embargo: también era innegablemente testaruda.
—Un día de estos, Ashe, algo encajará en su sitio y descubriré cómo hacer que las imágenes de mi cabeza aparezcan en el lienzo.
—Por supuesto, mi señora. —Sarene sonrió.
—Hasta entonces, finjamos que me instruyó alguien perteneciente a alguna escuela de abstraccionismo extremo svordisano.
—Ah, sí. La escuela de la desviación creativa. Muy bien, mi señora. —Dos hombres entraron en el salón del trono para presentar su caso ante el rey. Había poco que los distinguiera; ambos llevaban chalecos a la moda sobre pintorescas camisas de organdí y pantalones de pernera ancha. Mucho más interesante para Sarene fue el tercer hombre que entró en la sala acompañado por un guardia de palacio. Era un individuo corriente, de pelo claro y sangre aónica, vestido con una simple saya marrón. Era obvio que estaba tremendamente desnutrido, y en sus ojos había una expresión de desesperación que a Sarene le pareció aterradora.
La disputa se refería al campesino. Al parecer, había escapado de uno de los nobles hacía unos tres años, pero lo había capturado el segundo. En vez de devolver al hombre, el segundo noble se lo quedó y lo puso a trabajar. Sin embargo, la discusión no terminaba con el campesino, sino con sus hijos. Se había casado hacía dos años y había engendrado a dos hijos durante su estancia con el segundo noble. Ambos nobles reclamaban la propiedad de los bebés.
—Creía que la esclavitud era ilegal en Arelon —dijo Sarene en voz baja.
—Lo es, mi señora —respondió Ashe confuso—. No lo comprendo.
—Hablan de propiedad en sentido figurado, prima —dijo una voz ante ella. Sarene se asomó por un lado de su lienzo, sorprendida. Lukel, el hijo mayor de Kiin, sonreía tras el caballete.
—¡Lukel! ¿Qué estás haciendo aquí?
—Soy uno de los mercaderes con más éxito de la ciudad, prima —explicó, rodeando el lienzo para observar la pintura con una ceja alzada—. Tengo libre acceso a la corte. Me sorprende que no me vieras al entrar.
—¿Estabas aquí? —Lukel asintió.
—Estaba al fondo, retomando algunos de los viejos contactos. He estado algún tiempo fuera de la ciudad.
—¿Por qué no has dicho nada?
—Estaba demasiado interesado en lo que hacías —dijo él con una sonrisa—. Creo que nadie ha decidido jamás ocupar el centro del salón del trono de Iadon para usarlo como estudio de arte.
Sarene advirtió que se ruborizaba.
—Ha funcionado, ¿no?
—Maravillosamente… lo cual es más de lo que puedo decir de la pintura. —Calló un instante—. Es un caballo, ¿verdad?
Sarene frunció el ceño.
—¿Una casa?
—Tampoco es un cuenco de fruta, mi señor —dijo Ashe—. Ya he probado eso.
—Bueno, ella dijo que era uno de los cuadros de la sala. Todo lo que tenemos que hacer es seguir suponiendo hasta que encontremos el adecuado.
—Brillante deducción, maestro Lukel —dijo Ashe.
—Ya basta, vosotros dos —gruñó Sarene—. Es ese de enfrente. El que tenía delante cuando empecé a pintar.
—¿Ese? —preguntó Lukel—. Pero es un cuadro de flores.
—¿Y?
—¿Qué es esa mancha oscura en el centro de tu pintura?
—Flores —dijo Sarene a la defensiva.
—Oh. —Lukel miró una vez más el cuadro de Sarene, luego el modelo—. Lo que tú digas, prima.
—Tal vez puedas explicarme el pleito de Iadon antes de que me ponga violenta, primo —dijo Sarene con amenazadora dulzura.
—De acuerdo. ¿Qué quieres saber?
—Hemos estudiado que la esclavitud es ilegal en Arelon, pero esos hombres siguen refiriéndose al campesino como posesión suya.
Lukel frunció el ceño, volviendo los ojos hacia los dos nobles enfrentados.
—La esclavitud es ilegal, aunque probablemente no por mucho tiempo. Hace diez años no había nobles ni campesinos en Arelon: solo elantrinos y todos los demás. A lo largo de la última década, la gente común ha pasado de pertenecer a una familia dueña de sus tierras a ser campesinado al servicio de los señores feudales. Son siervos sometidos, algo parecido a los antiguos siervos fjordell. Dentro de poco no serán más que esclavos.
Sarene puso mala cara. El simple hecho de que el rey escuchara un caso semejante, que considerara quitarle a un hombre sus hijos por salvar el honor de un noble, era atroz. Se suponía que la sociedad había progresado más allá de ese punto. El campesino observaba el desarrollo de los hechos con ojos sombríos, ojos de los que sistemática y deliberadamente habían apagado la luz a golpes.
—Esto es peor de lo que me temía —dijo Sarene. Lukel asintió.
—Lo primero que hizo Iadon cuando ocupó el trono fue abolir los derechos de propiedad individual de las tierras. Arelon no tenía Ejército, pero Iadon pudo permitirse contratar mercenarios para obligar a la gente a acatar su decreto. Declaró que todas las tierras pertenecían a la corona, y luego recompensó con títulos y propiedades a aquellos mercaderes que habían apoyado su ascenso al trono. Solo unos pocos hombres, como mi padre, tenían suficiente tierra y dinero para que Iadon no se atreviera a intentar quedarse con sus propiedades.
Sarene sintió que su disgusto hacia su nuevo padre aumentaba. Hubo un tiempo en que Arelon había alardeado de ser la sociedad más feliz y avanzada del mundo. Iadon había aplastado esa sociedad, transformándola en un sistema que ni siquiera Fjorden usaba ya.
Sarene miró a Iadon, luego se volvió hacia Lukel.
—Ven —dijo, empujando a su primo hacia un lado de la sala, donde podían escuchar un poco mejor. Estaban lo bastante cerca como para poder ver a Iadon, pero lo bastante lejos de otros grupos de personas para que nadie pudiera oír una conversación en voz baja.
—Ashe y yo estábamos discutiendo esto antes —dijo—. ¿Cómo consiguió llegar al trono un hombre así?
Lukel se encogió de hombros.
—Iadon es… un hombre complejo, prima. Es notablemente obtuso en algunas áreas, pero puede ser enormemente hábil cuando trata con la gente: eso lo convierte en un buen mercader. Era jefe de la cofradía de mercaderes locales antes del Reod… cosa que probablemente lo convertía en el hombre más poderoso de la zona que no estaba directamente emparentado con los elantrinos.
»La cofradía de mercaderes era una organización autónoma… y muchos de sus miembros no se llevaban demasiado bien con los elantrinos. Verás, Elantris proporcionaba comida gratis a todo el mundo en la zona, algo que hacía feliz al populacho pero era terrible para los mercaderes.
—¿Por qué no importaban otras cosas? Cosas que no fueran comida.
—Los elantrinos podían hacer casi cualquier cosa, prima. Y aunque no todo lo daban gratis, podían proporcionar muchos materiales a precios mucho más baratos que los mercaderes… sobre todo si tenemos en cuenta los costes de exportación. Al cabo del tiempo, la cofradía de mercaderes hizo un trato con los elantrinos y consiguió la promesa de que solo proporcionarían gratis artículos «básicos» al pueblo. Eso permitía que la cofradía de mercaderes importara los artículos de lujo más caros para los más ricos de la zona… que, irónicamente, resultaron ser otros miembros de la cofradía de mercaderes.
—Y entonces se produjo el Reod —dijo Sarene, que empezaba a comprender.
Lukel asintió.
—Elantris cayó, y la cofradía de mercaderes (de la que Iadon era presidente) se convirtió en la organización más grande y poderosa de las cuatro Ciudades Exteriores. Sus miembros eran ricos y familiares directos de las otras personas ricas de la zona. El hecho de que la cofradía tuviera una historia de desacuerdos con Elantris no hizo sino mejorar su reputación a los ojos del pueblo. Iadon era la opción lógica para ser elegido rey. Aunque eso no significa que sea un monarca particularmente bueno.
Sarene asintió. Sentado en su trono, Iadon finalmente tomó su decisión respecto al caso. Declaró en voz alta que el campesino fugitivo pertenecía en efecto al primer noble, pero que sus hijos permanecerían con el segundo.
—Pues —recalcó Iadon— los hijos han sido alimentados todo este tiempo por su actual amo.
El campesino no lloró al escuchar la decisión. Simplemente agachó la cabeza, y Sarene sintió una puñalada de pesar. No obstante, cuando el hombre alzó la cabeza, había algo en sus ojos, algo por debajo del sometimiento forzado. Odio. Todavía quedaba suficiente espíritu en él para esa poderosa emoción.
—Esto no durará mucho más —dijo ella en voz baja—. El pueblo no lo soportará.
—La clase trabajadora vivió durante siglos bajo el sistema feudal fjordell —señaló Lukel—. Y los trataban peor que a animales de granja.
—Sí, pero estaban educados de esa forma —dijo Sarene—. En la antigua Fjorden la gente no conocía nada mejor: para ellos, el sistema feudal era el único sistema existente. Esta gente es distinta. Diez años no es tanto tiempo: el campesinado areleno puede recordar una época en que los hombres que ahora llaman amos eran simples tenderos y comerciantes. Saben que hay una vida mejor. Es más, saben que un Gobierno puede caer, convirtiendo en amos a aquellos que antes fueron siervos. Iadon les ha puesto demasiada carga encima, y demasiado rápidamente.
Lukel sonrió.
—Hablas como el príncipe Raoden. —Sarene se detuvo.
—¿Lo conocías bien?
—Era mi mejor amigo —dijo Lukel, apesadumbrado—. El hombre más grande que he conocido.
—Háblame de él, Lukel —solicitó ella, en voz baja.
Lukel pensó un momento, luego habló con voz soñadora.
—Raoden hacía feliz a la gente. Podías haber tenido un día amargo como el invierno, y entonces llegaban el príncipe y su optimismo y, con unas pocas palabras amables, te hacía darte cuenta de lo estúpidamente que te estabas comportando. Era además inteligente: conocía cada aon, y podía dibujarlos perfectamente, y siempre se le ocurría alguna nueva filosofía extraña que nadie más que mi padre podía comprender. Ni siquiera yo, con mi formación en la Universidad de Svorden, podía seguir la mitad de sus teorías.
—Parece que era perfecto. —Lukel sonrió.
—En todo menos en las cartas. Siempre perdía cuando jugábamos al tuledú, aunque después me convencía para que yo pagara la cena. Habría sido un mercader horrible: no le importaba nada el dinero. Perdía una partida de tuledú solo porque sabía que a mí me entusiasmaba ganar. Nunca lo vi triste, ni enfadado… excepto cuando estuvo en una de las plantaciones exteriores, visitando a la gente. Lo hacía a menudo: luego volvía a la corte y expresaba sus pensamientos sobre el asunto de manera bastante franca.
—Apuesto a que al rey no le hacía mucha gracia —dijo Sarene con una leve sonrisa.
—Lo odiaba. Iadon impuso todo tipo de prohibiciones para hacer callar a Raoden, pero no funcionaba nada. El príncipe siempre encontraba un modo de hacerle llegar su opinión sobre cualquier decisión real. Era el príncipe heredero, y por eso las leyes de la corte, escritas por el propio Iadon, le daban la oportunidad de expresar ante el rey su opinión sobre cualquier asunto. Y déjame que te diga, princesa, que uno no sabía lo que es una reprimenda hasta que Raoden te echaba una. Podía ser tan severo que incluso las paredes de piedra se achicaban ante su lengua.
Sarene se acomodó, disfrutando de la imagen de Iadon siendo denunciado por su propio hijo ante la corte entera.
—Lo echo de menos —dijo Lukel—. Este país necesitaba a Raoden. Estaba empezando a crear algunas diferencias importantes: había reunido a un buen grupo de seguidores entre los nobles. Ahora, sin su liderazgo, el grupo se está fragmentando. Papá y yo intentamos mantenerlos unidos, pero he estado fuera tanto tiempo que he perdido el contacto. Y, por supuesto, pocos confían en mi padre.
—¿Qué? ¿Por qué no?
—Tiene fama de ser un pícaro. Además, no ostenta ningún título. Ha rechazado todos los que le ha concedido el rey.
Sarene arrugó el entrecejo.
—Espera un momento… creía que el tío Kiin se oponía al rey. ¿Por qué querría Iadon concederle un título?
Lukel sonrió.
—Iadon no podía evitarlo. El modo de gobierno del rey se basa en la idea de que el éxito económico es la justificación para gobernar. Papá tiene mucho éxito en los negocios, la ley dice que el dinero equivale a nobleza. Verás, el rey fue tan estúpido como para pensar que todos los ricos pensarían igual que él, y que no tendría ninguna oposición mientras diera títulos a todos los adinerados. La negativa de papá de aceptar un título es, en realidad, una forma de socavar la soberanía de Iadon, y el rey lo sabe. Mientras haya un solo rico que no sea técnicamente noble, el sistema aristocrático areleno será defectuoso. Al viejo Iadon casi le da un ataque cada vez que papá aparece por la corte.
—Debería venir más a menudo —dijo Sarene con picardía.
—Papá encuentra montones de oportunidades para hacerse ver. Raoden y él se reunían aquí casi cada tarde para jugar al ShinDa. Para Iadon era una fuente inacabable de incomodidad que decidieran hacerlo en su propio salón del trono, pero de nuevo sus propias leyes proclamaban que la corte estaba abierta a todo aquel a quien su hijo invitara, así que no podía expulsarlos.
—Parece que el príncipe tenía talento para usar las leyes del propio rey en su contra.
—Era una de sus mejores cualidades —dijo Lukel con una sonrisa—. De algún modo Raoden era capaz de darle la vuelta a cada uno de los nuevos decretos de Iadon hasta restregárselos al rey por la cara. Iadon se ha pasado casi cada momento de los últimos cinco años intentando hallar un modo de desheredar a Raoden. Resulta que Domi al final le resolvió el problema.
«O bien Domi, o un asesino enviado por Iadon», pensó Sarene con creciente sospecha.
—¿Quién es ahora el heredero? —preguntó en voz alta.
—No es seguro. Iadon probablemente planea tener otro hijo: Eshen es bastante joven. Uno de los duques sería el siguiente en la línea de sucesión. Lord Telrii o lord Roial.
—¿Están aquí? —preguntó Sarene, escrutando la multitud.
—Roial no, pero ese de allí es el duque Telrii.
Lukel señaló a un hombre de aspecto pomposo que estaba de pie al otro lado de la sala. Esbelto y fornido, podría haber sido guapo de no mostrar signos de indolencia. Su traje relucía de joyas bordadas y sus dedos destellaban llenos de oro y plata. Cuando se dio la vuelta, Sarene vio que la parte izquierda de su rostro estaba marcada por una enorme mancha de nacimiento púrpura.
—Esperemos que el trono nunca caiga en sus manos —dijo Lukel—. Iadon es desagradable, pero al menos es fiscalmente responsable. Es un mísero. Telrii, sin embargo, es un manirroto. Le gusta el dinero y le gustan quienes se lo dan. Probablemente sería el hombre más rico de Arelon si no fuera tan gastador… en este momento es el tercero, tras el rey y el duque Roial.
Sarene frunció el ceño.
—¿El rey habría desheredado a Raoden dejando al país sin ningún heredero claro? ¿No conoce nadie las guerras de sucesión?
Lukel se encogió de hombros.
—Al parecer, prefería no tener ningún heredero a arriesgarse a dejarle el poder a Raoden.
—No podía dejar que cosas como la libertad y la compasión estropearan su pequeña monarquía perfecta —dijo Sarene.
—Exactamente.
—Esos nobles que seguían a Raoden. ¿Se reúnen alguna vez?
—No —dijo Lukel con el ceño fruncido—. Tienen demasiado miedo de continuar sin la protección del príncipe. Estamos convencidos de que algunos de los más decididos se reunirán mañana por última vez, pero dudo que de ahí salga algo.
—Quiero estar presente.
—A esos hombres no les gustan los recién llegados, prima —advirtió Lukel—. Se han puesto muy nerviosos… saben que sus reuniones podrían ser consideradas traición.
—Es la última vez que planean reunirse, de todas formas. ¿Qué van a hacer si yo aparezco? ¿Negarse a seguir viéndose?
Lukel tardó unos instantes en esbozar una sonrisa.
—Muy bien, se lo diré a papá, y él encontrará un modo de que asistas.
—Podemos decírselo los dos en el almuerzo —propuso Sarene, dirigiendo una última mirada insatisfecha a su lienzo, y disponiéndose a recoger sus pinturas.
—¿Entonces vas a venir a almorzar, después de todo?
—Bueno, el tío Kiin prometió que iba a preparar revoltillo fjordell. Además, después de lo que he descubierto hoy, creo que no puedo seguir aquí sentada escuchando mucho más tiempo las decisiones de Iadon. Es posible que empiece a arrojarle pinturas si me sigue enfadando.
Lukel se echó a reír.
—Eso no sería buena idea, seas princesa o no. Vamos, a Kaise le va a encantar tu presencia. Papá siempre cocina mejor cuando tenemos compañía.
Lukel tenía razón.
—¡Ella está aquí! —chilló Kaise entusiasmada cuando vio a Sarene entrar por la puerta—. ¡Papá, tienes que preparar tú el almuerzo!
Jalla apareció por una puerta cercana para recibir a su esposo con un abrazo y un breve beso. La mujer svordisana le susurró algo a Lukel en fjordell, y él sonrió, acariciándole afectuosamente el hombro. Sarene los observó con envidia y luego apretó los dientes. Era una princesa real teoisa; no era cosa suya quejarse de la necesidad de los matrimonios de Estado. Si Domi se había llevado a su marido antes de conocerlo, entonces estaba claro que quería que tuviera la mente despejada para otras preocupaciones.
El tío Kiin salió de la cocina, se metió un libro en el delantal, y luego le dio a Sarene uno de sus aplastantes abrazos.
—Así que no has podido negarte. El atractivo de la cocina mágica de Kiin es demasiado para ti, ¿eh?
—No, papá, solo tiene hambre —anunció Kaise.
—Ah, eso era. Bien, pues siéntate, Sarene. El almuerzo estará listo enseguida.
La comida fue igual que la cena la noche anterior, Kaise quejándose por la lentitud, Daorn tratando de actuar de manera más madura que su hermana y Lukel burlándose implacablemente de ambos, como era el solemne deber de todo hermano mayor. Adien llegó tarde, con expresión distraída murmurando números para sí. Kiin sirvió varios humeantes platos de comida, pidiendo disculpas por la ausencia de su esposa a causa de un compromiso previo.
La comida fue deliciosa: los platos buenos, la conversación excelente. Es decir, hasta que Lukel decidió hablar a la familia del talento pictórico de Sarene.
—Estaba enzarzada en algún tipo de cuadro neoabstracto —contó su primo completamente serio.
—¿Ah, sí? —preguntó Kiin.
—Sí —dijo Lukel—. Aunque no comprendo qué intentaba dejar patente representando una flor con una mancha marrón que parece vagamente un caballo.
Sarene se ruborizó mientras todos los que estaban a la mesa se reían. Sin embargo, la cosa no acabó ahí: Ashe eligió ese momento para traicionarla también.
—Dice que pertenece a la escuela de la desviación creativa —explicó el seon solemne, con su voz firme y grave—. Creo que la princesa está dotada de una capacidad artística que supera por completo la habilidad de uno para discernir el sujeto de su obra.
Esto fue demasiado para Kiin, que casi se cayó de risa. Sin embargo, el tormento de Sarene terminó pronto, cuando el tema de conversación experimentó un ligero cambio… y su fuente resultó de cierto interés para la princesa.
—No existe la escuela de la desviación creativa —les informó Kaise.
—¿Ah, no? —preguntó su padre.
—No. Están la escuela impresionista, la escuela neorrepresentativa, la escuela derivativa abstracta y la escuela revivacionista. Nada más.
—¿Ah, sí? —preguntó Lukel, divertido.
—Sí —declaró Kaise—. Existía el movimiento realista, pero es lo mismo que la escuela neorrepresentativa. Solo cambió de nombre para parecer más importante.
—Deja de intentar alardear ante la princesa —murmuró Daorn.
—Pero si no alardeo —replicó Kaise—. Me limito a ser educada.
—Te gusta alardear —dijo Daorn—. Además, la escuela realista no es lo mismo que la escuela neorrepresentativa.
—Daorn, deja de discutir con tu hermana —ordenó Kiin—. Kaise, deja de alardear.
Kaise frunció el ceño, se sentó con una expresión hosca en el rostro y empezó a murmurar incoherencias.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Sarene, confundida.
—Nada, maldecirnos en jindoés —dijo Daorn—. Siempre lo hace cuando pierde en una discusión.
—Cree que puede salirse con la suya hablando en otras lenguas —dijo Lukel—. Como si eso demostrara que es más inteligente que el resto del mundo.
Al oír eso, el torrente de palabras que salía de la boca de la niñita rubia varió de dirección. Con un sobresalto, Sarene advirtió que Kaise despotricaba ahora en fjordell. Sin embargo, Kaise no había terminado: acabó la andanada con una breve pero mordiente acusación en lo que parecía ser duladen.
—¿Cuántos idiomas habla? —preguntó Sarene sorprendida.
—No sé, cuatro o cinco, a menos que haya aprendido uno nuevo mientras yo no estaba mirando —respondió Lukel—. Aunque va a tener que dejarlo pronto. Los científicos svordisanos dicen que la mente humana solo puede dominar seis lenguajes antes de empezar a mezclarlos.
—Una de las misiones de la vida de la pequeña Kaise es demostrar que se equivocan —explicó Kiin con su voz grave y rasposa—. Eso, y comerse toda la comida que pueda haber en Arelon.
Kaise alzó la barbilla con gesto despectivo, y luego continuó comiendo.
—Los dos están tan… bien informados —reconoció Sarene con sorpresa.
—No te impresiones tanto —dijo Lukel—. Sus tutores han estado dándoles últimamente historia del arte, y los dos se esfuerzan por demostrar que pueden superar al otro.
—Incluso así.
Kaise, todavía molesta, murmuró algo.
—¿Qué has dicho? —preguntó Kiin en tono firme.
—He dicho: «Si el príncipe estuviera aquí, me hubiese escuchado». Siempre se ponía de mi parte.
—Fingía que estaba de acuerdo contigo —dijo Daorn—. Eso se llama sarcasmo, Kaise.
Kaise le sacó la lengua a su hermano.
—Pensaba que yo era preciosa, y me amaba. Estaba esperando a que creciera para casarse conmigo. Entonces yo habría sido reina y os hubiese encerrado a todos en los calabozos hasta que hubieseis admitido que tengo razón.
—No se habría casado contigo, estúpida —dijo Daorn con una mueca—. Se casó con Sarene.
Kiin seguramente reparó en la cara de Sarene cuando se citó el nombre del príncipe, pues rápidamente hizo callar a los dos niños con la mirada. Sin embargo, el daño estaba hecho. Cuantas más cosas sabía de él, más recordaba Sarene la suave y animosa voz del príncipe recorriendo cientos de kilómetros a través del seon para hablar con ella. Pensó en la manera en que sus cartas le hablaban de la vida en Arelon, explicando cómo estaba preparando un lugar para ella. Estaba tan deseosa de conocerlo que había decidido dejar Teod una semana antes. Pero no lo bastante pronto, al parecer.
Tal vez tendría que haber escuchado a su padre. Él se había mostrado reacio al matrimonio, aunque Teod necesitara una sólida alianza con el nuevo Gobierno areleno. Aunque los dos países poseían la misma herencia racial y cultural, había habido poco contacto entre Teod y Arelon durante la última década. Los tumultos tras el Reod amenazaban a todo el que se asociara con los elantrinos… y eso desde luego incluía a la realeza teoisa. Pero con Fjorden forzando de nuevo los límites de su influencia (esta vez instigando la caída de la república duladen) quedó claro que Teod necesitaba volver a relacionarse con su antiguo aliado, o enfrentarse solo a las hordas del Wyrn.
Y por eso Sarene había sugerido el matrimonio. Su padre se había opuesto al principio, pero luego había cedido a su sentido práctico. No había ningún lazo más fuerte que el de la sangre, sobre todo cuando el matrimonio implicaba a un príncipe heredero. No importaba que un matrimonio real impidiera a Sarene volver a casarse; Raoden era joven y fuerte. Todos habían supuesto que viviría décadas.
Kiin le estaba hablando.
—¿Qué decías, tío?
—Solo preguntaba si había algo que quisieras ver en Kae. Llevas aquí un par de días; probablemente es hora de que alguien te lo muestre. Estoy seguro de que a Lukel le encantará.
El delgado joven alzó las manos.
—Lo siento, papá. Me encantaría enseñarle la ciudad a nuestra preciosa prima, pero Jalla y yo tenemos que discutir la compra de un cargamento de seda para Teod.
—¿Los dos? —preguntó Sarene con sorpresa.
—Por supuesto —dijo Lukel, dejando la servilleta sobre la mesa—. Jalla es una regateadora feroz.
—Esa es la única razón por la que se casó conmigo —confesó la mujer svordisa con su cargado acento y una leve sonrisa—. Lukel es mercader. Beneficio en todo, incluso en el matrimonio.
—Así es —dijo Lukel con una carcajada, sujetando la mano de su esposa cuando esta se levantaba—. El hecho de que sea inteligente y hermosa no tuvo nada que ver. Gracias por la comida, papá. Estaba deliciosa. Buenos días a todos.
Con eso la pareja se marchó, mirándose a los ojos mientras se retiraba. Su salida fue seguida por una serie de sonidos repulsivos de Daorn.
—Uf. Papá, tendrías que hablar con ellos. Son tan melosos que la comida se me atraganta.
—La mente de nuestro querido hermano se ha convertido en puré —reconoció Kaise.
—Sed pacientes, niños —dijo Kiin—. Lukel solo lleva un mes casado. Dadle un poco más y volverá a la normalidad.
—Eso espero —dijo Kaise—. Me pone enferma.
Naturalmente, no parecía muy enferma: seguía engullendo comida con ansia.
Junto a Sarene, Adien continuaba murmurando sus cosas. No parecía decir otra cosa que números: eso, y de vez en cuando una palabra que sonaba a «Elantris».
—Me gustaría ver la ciudad, tío —dijo Sarene, y los comentarios del muchacho le recordaron algo—. Sobre todo Elantris… Quiero saber a qué se debe tanto furor.
Kiin se frotó la barbilla.
—Bueno, supongo que los gemelos podrán enseñártela. Saben cómo llegar a Elantris, y eso me mantendrá libre de ellos durante un rato.
—¿Gemelos? —Kiin sonrió.
—Es como Lukel los llama.
—Un nombre que odiamos —dijo Daorn—. No somos gemelos: ni siquiera nos parecemos.
Sarene estudió a los dos niños, con sus rizos similares de pelo rubio y sus expresiones decididas e idénticas, y sonrió.
—En absoluto —reconoció.
La muralla de Elantris se alzaba sobre Kae como un centinela ceñudo. Caminando por su base, Sarene finalmente advirtió lo formidable que era. Había visitado una vez Fjorden, y le habían impresionado las muchas ciudades fortificadas de esa nación, pero no podían competir con Elantris. La muralla era tan alta, sus muros tan lisos, que obviamente no había sido levantada por manos humanas normales. Había enormes e intrincados aones tallados en sus sillares, muchos de los cuales Sarene desconocía, y le gustaba creer que tenía una buena educación.
Los niños la condujeron a un enorme conjunto de escaleras de piedra en la cara exterior de la muralla. Magníficamente talladas, con arcos y frecuentes plataformas a modo de miradores, las escaleras estaban esculpidas con cierta majestuosidad. Daban también una sensación de… arrogancia. Formaban parte del diseño original de la ciudad de Elantris, sin duda, y demostraban que las enormes murallas habían sido construidas no como defensa, sino como un medio de separación. Solo una gente supremamente confiada podía crear una fortificación tan sorprendente y luego colocar un amplio tramo de escaleras en el exterior, hasta la cima.
Esa confianza había resultado injustificada, pues Elantris había caído. Sin embargo, se recordó Sarene, no habían sido los invasores quienes se habían apoderado de la ciudad, sino otra cosa. Algo que todavía no se comprendía. El Reod.
Sarene se detuvo en una balaustrada de piedra, a medio camino de la parte superior de la muralla, y se asomó a la ciudad de Kae. La ciudad se alzaba como una hermana menor de la gran Elantris, tratando con fuerza de demostrar su importancia, pero junto a tan enorme ciudad solo podía parecer inferior. Sus edificios hubiesen sido impresionantes en cualquier otro lugar, pero parecían diminutos, incluso insignificantes, cuando se comparaban con la majestuosidad de Elantris.
«Insignificante o no —se dijo Sarene— Kae tendrá que ser mi centro de atención. Los días de Elantris han pasado».
Varias pequeñas burbujas de luz flotaban a lo largo de la pared: los primeros seones que Sarene veía en la zona. Se sintió emocionada al principio, pero luego recordó las historias. Al principio, los eones no se habían visto afectados por la Shaod, pero eso cambió con la caída de Elantris. Cuando una persona resultaba afectada por la Shaod ahora, su seon (si lo tenía) se volvía loco. Los seones que había junto a la muralla flotaban sin rumbo, como niños perdidos. Sarene supo sin preguntar que allí era donde los enloquecidos seones se reunían después de que sus amos hubieran caído.
Apartó la mirada de los seones, asintió a los niños, y continuó su ascenso por el enorme tramo de escaleras. Kae sería su centro de atención, cierto, pero seguía queriendo ver Elantris. Había algo en la ciudad (su tamaño, sus aones, su reputación) que tenía que experimentar por sí misma.
Mientras caminaba, acarició la marca de un aon tallado en la muralla. La línea era tan ancha como su mano. No había juntas donde la piedra se encontraba con la piedra. Era tal como había leído: toda la muralla era de una sola pieza de roca, sin fisuras.
Pero ya no era perfecta. Trozos del enorme monolito se desmoronaban y resquebrajaban, sobre todo cerca de la cima. Cuando llegaron al final de su escalada, había sitios donde grandes pedazos de muralla se habían caído dejando heridas abiertas en la piedra que parecían marcas de mordiscos. A pesar de todo la muralla era impresionante; desde lo alto podía contemplarse el terreno circundante.
—Cielos —dijo Sarene, notando que se mareaba.
Daorn agarró apresuradamente la parte posterior de su vestido.
—No te acerques demasiado, Sarene.
—Me encuentro bien —dijo ella con voz confusa. Sin embargo, permitió que el niño la apartara de allí.
Ashe flotó a su lado, brillando lleno de preocupación.
—Tal vez no haya sido buena idea, mi señora. Ya sabes lo que te pasa con las alturas.
—Tonterías —dijo Sarene, recuperándose. Entonces advirtió por primera vez la gran multitud reunida en la cima de la muralla, a poca distancia. Una voz penetrante se alzaba por encima del grupo, una voz que no podía distinguir del todo—. ¿Qué es eso?
Los gemelos intercambiaron mutuos gestos de confusión, encogiéndose de hombros.
—No lo sé —dijo Daorn.
—Este lugar suele estar vacío, excepto por los guardias —añadió Kaise.
—Vamos a echar un vistazo —dijo Sarene. No estaba segura, pero le pareció reconocer el acento de la voz. Cuando se acercaban a la multitud, Sarene confirmó su sospecha.
—¡Es el gyorn! —exclamó Kaise, excitada—. Quería verlo.
Y se marchó corriendo, perdiéndose en la multitud. Sarene oyó gritos ahogados de sorpresa y malestar mientras la niña se abría paso hasta la parte delantera del grupo. Daorn dirigió a su hermana una mirada ansiosa y avanzó un paso, pero entonces miró a Sarene y decidió quedarse junto a ella, como un guía diligente.
Sin embargo, Daorn no tendría que haberse preocupado por ver al gyorn. Sarene fue un poco más reservada que su prima, pero estaba igual de decidida a acercarse lo suficiente para oír a Hrathen. Así, acompañada por su pequeño guardián, amablemente (pero con resolución), Sarene se abrió paso entre la multitud hasta llegar a la primera fila.
Hrathen se encontraba de pie en un pequeño saliente construido en la muralla de Elantris. Daba la espalda a la multitud, pero estaba colocado de manera que sus palabras la alcanzaban. Su discurso iba obviamente destinado a sus oídos y no a los de aquellos que había abajo. Sarene apenas miró Elantris: la estudiaría más tarde.
—¡Miradlos! —ordenó Hrathen, señalando hacia la ciudad—. Han perdido el derecho a ser hombres. Son animales que no tienen ninguna voluntad ni deseo de servir al Señor Jaddeth. No conocen ningún Dios, y solo pueden seguir sus instintos.
Sarene frunció el ceño. El Shu-Dereth enseñaba que la única diferencia entre hombres y animales era la capacidad humana de adorar a Dios, o «Jaddeth» en fjordell. La doctrina no era nueva para Sarene; su padre se había asegurado de incluir en su educación un amplio conocimiento del Shu-Dereth. Lo que no podía comprender era por qué todo un gyorn perdía el tiempo con los elantrinos. ¿Qué ganaba denunciando a un grupo que ya había sido tan fuertemente golpeado?
Sin embargo, una cosa estaba clara. Si el gyorn veía motivos para predicar contra Elantris, entonces el deber de Sarene era defenderla. Era posible bloquear los planes de su enemigo antes de conocerlos por completo.
—Como todos saben, los animales están muy por debajo de los hombres a los ojos del Señor Jaddeth —estaba diciendo Hrathen, llegando a la conclusión de su discurso.
Sarene vio su oportunidad y la aprovechó. Abrió mucho los ojos, fingió confusión y, con su voz más aguda e inocente, preguntó:
—¿Por qué?
Hrathen calló. Ella había calculado la pregunta para que cayera directamente en la pausa entre dos frases. El gyorn vaciló al oír la sagaz pregunta, intentando obviamente recuperar su impulso. Se dio media vuelta con mirada feroz para buscar a quien lo había interrumpido de manera tan estúpida. Todo lo que encontró fue a una seria y perpleja Sarene.
—¿Por qué, qué? —exigió saber Hrathen.
—¿Por qué están los animales por debajo de los humanos a los ojos de Maese Jaddeth? —preguntó.
El gyorn rechinó los dientes al oírla usar el término «Maese Jaddeth».
—Porque, al contrario que los hombres, ellos no pueden hacer otra cosa sino seguir sus instintos.
La respuesta de rigor a semejante declaración hubiese sido que «los hombres también siguen sus instintos», lo que habría dado a Hrathen la oportunidad de explicar la diferencia entre un hombre de Dios y un hombre carnal y pecaminoso. Sarene no la formuló.
—Pero he oído que Maese Jaddeth recompensaba la arrogancia —dijo Sarene, fingiendo confusión.
Los ojos del gyorn se volvieron recelosos. La frase era demasiado oportuna para provenir de alguien tan simple como pretendía ser Sarene. Sabía, o al menos sospechaba, que estaba jugando con él. Sin embargo, todavía tenía que responder a la pregunta… si no para ella, para el resto de la multitud.
—El Señor Jaddeth recompensa la ambición, no la arrogancia —dijo cuidadosamente.
—No lo comprendo —dijo Sarene—. ¿No es ambición satisfacer nuestros propios instintos? ¿Por qué recompensa eso Maese Jaddeth?
Hrathen estaba perdiendo a su público y lo sabía. La pregunta de Sarene era un argumento teológico de un siglo de antigüedad contra el Shu-Dereth, pero la multitud no sabía nada de antiguas disputas o de disquisiciones intelectuales. Todo lo que sabía era que alguien estaba haciendo unas preguntas que Hrathen no podía responder con suficiente rapidez, ni de manera suficientemente interesante para mantener su atención.
—La arrogancia no es lo mismo que la carnalidad —declaró Hrathen cortante, haciendo uso de su posición dominante para tomar el control de la conversación—. Quienes están al servicio del Imperio de Jaddeth son rápidamente recompensados aquí y en la otra vida.
Fue un golpe maestro: no solo conseguía cambiar de tema, sino que llevaba la atención de la multitud hacia otra idea. A todo el mundo le fascinaban las recompensas. Desgraciadamente para él, Sarene no había terminado todavía.
—Entonces, si servimos a Jaddeth, ¿nuestros instintos se satisfacen?
—Nadie sirve a Jaddeth más que el Wyrn —dijo Hrathen superficialmente mientras consideraba cómo responder mejor a sus objeciones.
Sarene sonrió: había estado esperando que cometiera ese error. Una regla básica del Shu-Dereth era que solo un hombre podía servir directamente a Jaddeth; la religión estaba muy reglamentada y su estructura recordaba el gobierno feudal que en otros tiempos regía en Fjorden. Uno servía a aquellos que estaban por encima de él, que a su vez servían a quienes estaban por encima, y así hasta llegar al Wyrn, que servía directamente a Jaddeth. Todos servían al Imperio de Jaddeth, pero solo un hombre era lo bastante sagrado para servir directamente a Dios. Había mucha confusión respecto a la distinción, y era corriente que el sacerdocio derethi la corrigiera tal como había hecho Hrathen.
Por desgracia, también le había dado a Sarene otra oportunidad.
—¿Nadie puede servir a Jaddeth? —preguntó confundida—. ¿Ni siquiera tú?
Era un argumento tonto, una malinterpretación de lo dicho por Hrathen, no un verdadero ataque al Shu-Dereth. En un debate de puro mérito religioso, Sarene nunca hubiese podido enfrentarse a un gyorn plenamente formado. Sin embargo, Sarene no pretendía desacreditar las enseñanzas de Hrathen, sino tan solo estropear su discurso.
Hrathen alzó la cabeza al oír su comentario, e inmediatamente advirtió su error. Todos sus planes y pensamientos anteriores eran ahora inútiles, y la multitud empezaba a dudar ante esta nueva pregunta.
Noblemente, el gyorn trató de enmendar su error, intentando llevar la conversación a terrenos más familiares, pero Sarene ya tenía a la multitud de su parte y se agarró a ella con la fuerza que solo una mujer al borde de la histeria logra ejercer.
—¿Qué le vamos a hacer? —preguntó, sacudiendo la cabeza—. Me temo que esas cosas de los sacerdotes están fuera del alcance de la gente corriente como yo.
Y se acabó. La gente empezó a hablar entre sí y a alejarse. La mayoría se reía de las excentricidades de los sacerdotes y lo obtuso de los razonamientos teológicos. Sarene advirtió que la mayoría eran nobles; al gyorn debía de haberle costado un gran esfuerzo traerlos hasta la muralla de Elantris. Sonrió perversamente por haber frustrado tantos planes y acciones.
Hrathen vio cómo su reunión cuidadosamente congregada se dispersaba. No trató de volver a hablar; probablemente sabía que si gritaba o se enfadaba haría más mal que bien.
Sorprendentemente, el gyorn se volvió e hizo un gesto de asentimiento a Sarene, apreciativo. No era una reverencia, pero sí el gesto más respetuoso que le había dedicado jamás un sacerdote derethi. Era el reconocimiento a una batalla justamente ganada, a un digno oponente.
—Juegas a un juego peligroso, princesa —dijo en voz baja con su voz levemente cargada de acento.
—Descubrirás que soy muy buena jugando, gyorn —repuso ella.
—Hasta la próxima ronda, pues —dijo él, indicando a un sacerdote más bajo y de pelo claro que lo siguiera mientras empezaba a bajar de la muralla. En los ojos del otro hombre no había ningún atisbo de respeto ni de tolerancia. Ardían de odio, y Sarene se estremeció cuando se centraron en ella. El hombre apretaba con fuerza la mandíbula, y Sarene tuvo la sensación de que poco faltaba para que la agarrara por el cuello y la lanzara por encima de la muralla. Se mareó solo de pensarlo.
—Ese me preocupa —comentó Ashe a su lado—. He visto antes a hombres así, y mi experiencia no ha sido favorable. Una presa tan pobremente construida acaba por reventar.
Sarene asintió.
—Era aónico, no fjordell. Parece un paje o un ayudante de Hrathen.
—Bueno, esperemos que el gyorn sepa mantener a su mascota bajo control, mi señora.
Ella asintió, pero su respuesta quedó interrumpida por una súbita carcajada. Se volvió y vio a Kaise rodando por el suelo muerta de risa; al parecer, había conseguido contener su estallido hasta que el gyorn se perdió de vista.
—Sarene —dijo sin aliento—, ¡eso ha sido maravilloso! ¡Has sido tan estúpida! Y su cara… se ha puesto más colorado que papá cuando descubre que me he comido todos sus dulces. ¡Casi tenía el mismo color que su armadura!
—No me gusta nada ese tipo —dijo Daorn muy serio. Estaba junto a una parte descubierta del parapeto, mirando cómo Hrathen y el otro hombre bajaban el enorme tramo de escaleras hacia la ciudad—. Era demasiado… duro. ¿No se ha dado cuenta de que te estabas haciendo la tonta?
—Probablemente —dijo Sarene, acercándose para ayudar a Kaise a incorporarse y sacudiendo luego el vestido rosa de la niña—. Pero no había forma de demostrarlo, así que ha tenido que fingir que yo hablaba en serio.
—Papá dice que el gyorn está aquí para convertirnos a todos al Shu-Dereth —dijo Daorn.
—¿Ah, sí? —Daorn asintió.
—También dice que tiene miedo de que Hrathen lo consiga. Dice que las cosechas no fueron buenas el año pasado y que hay mucha gente sin comida. Si la siembra de este mes no sale bien, el próximo invierno será aún más duro, y los tiempos difíciles hacen que la gente esté dispuesta a aceptar a un hombre que predica el cambio.
—Tu padre es un hombre sabio, Daorn —dijo Sarene. Su confrontación con Hrathen había sido poco más que un deporte; la gente era inconstante y no tardaría en olvidar aquel debate. Lo que quiera que Hrathen estuviera haciendo era parte de algo mucho mayor, algo que tenía que ver con Elantris, y Sarene necesitaba descubrir cuáles eran sus intenciones. Al recordar por fin su motivo original para visitar la muralla, Sarene echó su primer vistazo a la ciudad.
Antaño había sido hermosa. El aspecto de la ciudad, el modo en que los edificios encajaban entre sí, la manera en que las calles se cruzaban, todo en conjunto era… intencionado. Arte a gran escala. La mayoría de los arcos se había desplomado, muchos de los techos en cúpula se habían caído e incluso a alguna de las murallas parecía que le quedaba ya poco tiempo. A pesar de todo, se podía decir una cosa: Elantris había sido hermosa, una vez.
—Son tan tristes —dijo Kaise junto a ella, de puntillas para ver por encima de la muralla de piedra.
—¿Quiénes?
—Ellos —dijo Kaise, señalando hacia las calles.
Había gente allá abajo, formas agazapadas que apenas se movían. Estaban camufladas en las calles oscuras. Sarene no oía sus gemidos, pero los sentía.
—Nadie cuida de ellos —dijo Kaise.
—¿Cómo comen? —preguntó Sarene—. Alguien debe darles de comer.
No distinguía con detalle a la gente de abajo, solo veía que eran seres humanos. O, al menos, tenían forma de humanos. Había leído muchas cosas confusas respecto a los elantrinos.
—Nadie —dijo Daorn desde el otro lado—. Nadie les da de comer. Deberían estar todos muertos… no tienen nada que comer.
—Conseguirán comida en alguna parte —dijo Sarene. Kaise negó con la cabeza.
—Están muertos, Sarene. No necesitan comer.
—Puede que no se muevan mucho, pero obviamente no están muertos —repuso Sarene—. Mirad, aquellos están de pie.
—No, Sarene. También están muertos. No necesitan comer, no necesitan dormir y no envejecen. Están todos muertos. —La voz de Kaise era extrañamente solemne.
—¿Cómo sabes una cosa así? —dijo Sarene, tratando de descartar las palabras como producto de la imaginación de la niña. Por desgracia, esos críos habían demostrado estar notablemente bien informados.
—Lo sé —contestó Kaise—. Créeme: están muertos.
Sarene sintió que el vello de los brazos se le erizaba y se dijo resuelta que no debía ceder al misticismo. Los elantrinos eran extraños, cierto, pero no estaban muertos. Tenía que haber otra explicación.
Escrutó la ciudad una vez más, tratando de apartar de su mente los turbadores comentarios de Kaise. Al hacerlo, su mirada se posó en un par de figuras en concreto, unas figuras que no parecían tan penosas como el resto. Las observó. Elantrinos, por lo visto, pero uno con la piel más oscura que el otro. Estaban agazapados en el terrado de un edificio y parecían capaces de moverse, al contrario de la mayoría de los otros elantrinos que había visto. Había algo… distinto en aquellos dos.
—¿Mi señora? —La voz preocupada de Ashe sonó en su oído, y ella advirtió que había empezado a inclinarse sobre el parapeto de piedra.
Con un sobresalto, miró hacia abajo, advirtiendo lo alto que se hallaban. La mirada se le nubló y perdió el equilibrio, mareada por el ondulante suelo de allá abajo…
—¡Mi señora! —repitió la voz de Ashe, sacándola de su estupor. Sarene se apartó de la muralla, se sentó y se abrazó las rodillas. Respiró profundamente durante un momento.
—Me pondré bien, Ashe.
—Nos marcharemos de aquí en cuanto recuperes el equilibrio —ordenó el seon, firme.
Sarene asintió, distraída. Kaise bufó.
—Sabes, considerando lo alta que es, tendría que estar acostumbrada a las alturas.



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Editado: 15.09.2022

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