Elixir [impuros libro I] en edición

Capítulo I

—Las malas lenguas—

{Actualidad}

 

Gabriela

La calle estaba solitaria, las farolas hacían la compañía necesaria pero no lo suficiente para quitarle esa amarga sensación del cuerpo de estar siendo observada por alguien.

Apretó el paso, solo faltaban un par de cuadras para entrar en la comodidad de su casa.

Solo dos cuadras Gabriela, solo dos.

Desde hacia dos semanas un primitivo instinto de protección había estado siendo algo constante por las noches, siempre susurrándole en la nuca que no estaba sola.

Podía verlo, el delgado portón color marrón que daba entrada a su mediano departamento estaba a solo media cuadra.

Gabriela era una mujer muy precavida, siempre volteando de vez en cuando para confirmar que el sentimiento de ser acechada era solo eso, una paranoia creada por ella misma.

Las luces estaban encendidas y supo que su compañera de cuarto ya había llegado del trabajo.

La cerradura cedió fácilmente dejando ver la enorme escalera que daba a la sala. La música retumbaba hasta la entrada y el ambiente alegre que siempre se impregnaba desde la puerta era acompañado con el olor de unos deliciosos roles de canela.

Siempre era buen momento para escuchar "Bayton Hills", una banda que Samanta adoraba con devoción y con el paso del tiempo, Gabriela le había encontrado el gusto también.

Gabriela le había enseñado todo lo que sabía de repostería a Sam desde que se habían mudado juntas. Antes de eso, Samanta no tenía idea ni de cómo poner el arroz porque siempre se le pasaba de agua. Ahora era toda una maestra en la cocina.

—¡No puede ser! —escuchó gritar a su diminuta compañera que estaba tendida en el sofá.

Sam la miró con las cejas levantadas y el teléfono en la mano. Ella estaba más al tanto de los chismes entre empleados que los de recursos humanos.

—¿Cómo pudo haber hecho eso? Digo, entiendo que los tiempos no están para ponerse muy exigente, pero...— le guiñó el ojo a Gabriela y movió las manos en señal de que en un momento le contaba.

Gabriela rio un poco y comenzó a descalzarse y quitarse el abrigo desde el marco. Su día había sido demasiado largo y sus piernas no soportarían dar un paso más si no era acompañado de un enorme vaso de agua fría y un sueño de mínimo diez horas. Se detuvo a ver un poco lo organizado que estaba en departamento, había turnos para limpiar y esa semana le había tocado a Sam.

En ocasiones Sam podría ser una desorganizada compulsiva.

Ambas vivían en un apartamento en la segunda planta arriba de la tienda de abarrotes, el lugar era ideal para vivir. Dos habitaciones, sala, cocina y un pequeño balcón en el que pasaban tomando vino las noches en que ambas estaban libres. Todo amueblado y sin contar lo cerca que estaba de su trabajo. La puerta principal daba a las escaleras que te conducían directamente a la sala de estar y desde ahí podías apreciar casi todo a excepción de los dormitorios y el baño.

—Pero bueno, esa perra loca se lo tenía más que merecido —Gabriela miraba como Sam se despedía por teléfono—. Te veo mañana Lu.

El trabajo de Sam era muy controversial, los chismes de todos no se tardaban en dispersar— Samantha Green era él medio principal para ello—, le hacían ver a Gabriela lo afortunada de estar en un trabajo donde mínimo tenía algo llamado privacidad.

Algún día, hablar tantas cosas de los demás le traería muchos problemas a Sam. Ser entrometida nunca traía nada bueno. Aún.

—¿Qué fue esta vez? —preguntó desde la cocina mientras acaba el postre del horno.

La chica corrió desde el sillón en cuanto colgó el teléfono, se recargó en la barra con los brazos cruzados y tenía la sonrisa más grande que le había visto en toda la semana.

—¿Recuerdas a Mica? La jefe de mucamas —levantó la ceja y Gabriela asintió—. Pues hoy fue despedido.

—¿Podrías disimular, aunque sea un poco la felicidad?

—¡No! —gritó—, era un desgraciado chismoso que ponía a toda su cuadrilla de mucamas en contra de los administrativos solo porque limpió el vómito de Lourdes después de llegar con resaca un día después de su cumpleaños.

Gabriela le dedico una mirada fugaz, su compañera sonreía como si hubiera ganado la lotería.

—¿Por qué lo despidieron? —preguntó—, ¿Robó unas toallas? ¿Jabones?

Desde que se habían mudado juntas, ninguna había gastado un solo centavo en productos de higiene, Sam los tomaba de los carritos de limpieza y tenían una enorme colección debajo del lavamanos para no preocuparse en los siguientes seis meses.

—Sí, si la esposa de tu jefe lo encuentra debajo del escritorio succionándole hasta sacar leche en polvo.

A Gabriela por poco se le cae un roll.

—¿Qué?

—Lo que escuchaste— confirmó—, esa mujer los encontró teniendo sexo en su oficina, muy cliché en mi opinión.

—¿En su oficina? —preguntó como si la respuesta no fuera obvia.

—En su oficina.

—¿Con un hombre de rodillas...?

—Hasta rascarle la garganta.

—Y ella hizo...

—Un escándalo del que toda la cadena se enteró, pero a ella es a la que menos culpo de sus acciones; digo, encontró al hombre recibiendo una mamada por otro hombre, y sus hijos tampoco lo tomaron mejor que los dueños. A mi jefe también lo despidieron y si tengo suerte, es posible que me suban al puesto que ocupaba ese presuntuoso.

—No creo que "presuntuoso" sea el nombre más educado para llamar a lo que hizo.

Gabriela sonrió sirviendo un poco de jugo de naranja en dos vasos con un toque de hielo.

—Tienes razón— dijo sin mirarla—, lo llamaremos "Mr.  tanga rosa", porque ese era el color de su lencería cuando los encontraron.




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