La diplomacia, por más fina que fuera, no podía borrar el olor a sangre y ozono que aún flotaba en el aire. Con la intervención de Lord Koneporos, la confrontación directa se había disuelto, pero la hostilidad permanecía, una bestia enjaulada entre los cinco príncipes.
—Si tienen a bien seguirme... —repitió Koneporos, su voz una invitación que era, en realidad, una orden.
Se dio la vuelta y comenzó a caminar, marcando el inicio de la procesión más peligrosa que el Palacio Rouse había visto en milenios.
Era una extraña y antinatural comitiva. Dren Backstell caminaba con un paso pesado y deliberado, casi un acecho. Sus ojos ambarinos no se detenían en la opulencia de los corredores, en los tapices que narraban la gloria de Aurel; escaneaban las sombras, los arcos, las armaduras de los guardias, evaluando instintivamente cada posible amenaza, cada punto débil. A su lado, Zerek von Vireon se deslizaba con una precisión silenciosa, sus pasos no producían eco en el mármol. Su mirada analítica tampoco se interesaba por el arte, sino por la estructura: la ingeniería de los arcos, la composición de los encantamientos defensivos tejidos en la piedra, la eficiencia del diseño del palacio. Lo veía todo como un sistema que, bajo su guía, podría ser inmensamente mejorado.
Unos pasos más atrás caminaba Mayron de Lunethra. A diferencia de los otros, él sí miraba los detalles, pero con el aire de un erudito criticando el trabajo de un estudiante. Su ceño se fruncía ligeramente al notar una runa gravitacional que él consideraba obsoleta, o sonreía con condescendencia al identificar un complejo hechizo de preservación en un antiguo mural. Para él, este palacio era una reliquia, un museo de una magia poderosa pero carente de la elegancia de su propio reino.
Detrás de todos, Azrael von Fan Caelestis se movía como una sombra. Su presencia era un vacío, un punto de frío que parecía seguirlo. No miraba nada en particular, pues su atención estaba fija en un único punto: la nuca del príncipe Zerek. Su odio era una fuerza tan concentrada y silenciosa que resultaba más palpable que el poder bruto de Dren.
Y Narel Vhalen... Narel simplemente se dejaba llevar. Caminaba con los ojos entrecerrados, las manos en los bolsillos de sus cómodas túnicas, pareciendo estar a medio segundo de quedarse dormido de pie. De vez en cuando, una sonrisa perezosa cruzaba sus labios, como si encontrara el tenso silencio de sus compañeros de viaje inmensamente divertido.
Avanzaron por el Corredor de los Reyes, una galería flanqueada por estatuas de mármol de los antiguos monarcas de Aurel. Cada estatua parecía seguirlos con sus ojos de piedra, testigos silenciosos de la llegada de los hombres que pretendían unirse a su linaje... o destruirlo. La tensión entre ellos era tan espesa que los guardias de la Guardia Real apostados a lo largo del pasillo apretaban las empuñaduras de sus lanzas, sus rostros impasibles traicionados por el sudor que brillaba en sus sienes. Sentían que escoltaban no a príncipes, sino a cinco desastres naturales a punto de colisionar.
Mientras tanto, en el Gran Salón del Trono, el silencio era de una naturaleza diferente. No era la quietud de una tumba, como en la Cámara del Consejo, sino el silencio reverente de un templo.
El salón era una proeza de la arquitectura mágica. El techo, una cúpula de cristal encantado, mostraba una réplica perfecta del cielo exterior, con nubes perezosas flotando a través de un firmamento de un azul intenso. La luz del sol se derramaba sobre el suelo de mármol blanco, pulido hasta ser un espejo. Enormes columnas de alabastro, veteadas de oro, se alzaban para sostener el peso de la historia, y entre ellas colgaban estandartes de seda que narraban, en vibrantes bordados, las victorias y los logros del linaje Rousen.
Y en el extremo más alejado, sobre un estrado de diez escalones, esperaba Elizabeth.
Estaba sentada en el Trono de la Rosa, el inmenso asiento de su padre. Llevaba un vestido de un azul profundo que hacía juego con el cielo de la cúpula, cada pliegue cayendo con una gracia estudiada. A su derecha, un paso por detrás, se encontraba el Maestro Vincent, su sola presencia un ancla de calma y poder contenido. A su izquierda, una sombra inmóvil, Sir Veldora Luer, con la mano siempre cerca de la empuñadura de su espada. Estaba flanqueada por la sabiduría y el acero.
Pero por dentro, su corazón era un tambor de guerra.
Repasaba los informes en su mente, los rostros proyectados por el octaedro de Koneporos. Dren, el bárbaro con un pasado de violencia; trátalo como un animal poderoso al que hay que calmar, no provocar. Zerek, el demonio con rostro de ángel; muéstrate ingenua, impresionable, una mente simple que él pueda creer que moldea. Mayron, el prodigio herido en su orgullo; admira su intelecto, hazlo sentir superior. Narel, el inmortal aburrido; sé seria, muéstrale un propósito, algo que rompa su monotonía. Y Azrael...
El fantasma. El único del que Koneporos no tenía casi nada. Un odio silencioso dirigido a Zerek era todo lo que sabían. Él era la variable desconocida, el peligro sin rostro.
Sintió la mirada de su tío sobre ella. Alzó la vista y Vincent le dedicó un sutil, casi imperceptible asentimiento. Un pequeño gesto que decía: "Tú puedes. No estás sola".
Elizabeth respiró hondo, un aliento que nadie notó. Se obligó a relajar los hombros. A ensanchar los ojos un milímetro, a adoptar esa expresión de asombro e intimidación propia de una niña sacada de su reclusión y arrojada a los lobos. Estaba poniéndose la máscara. Convirtiéndose en el personaje que necesitaba ser para sobrevivir.
Fue entonces cuando las monumentales puertas del otro extremo del salón comenzaron a abrirse. El sonido, un profundo y lento gemido de madera antigua y metal, resonó en el silencio, anunciando que el juego estaba a punto de comenzar.
Las enormes puertas de roble y acero se abrieron por completo, revelando la comitiva. Koneporos Orchid se hizo a un lado, cediendo el paso. Un heraldo real, con una voz amplificada por la magia del propio salón, resonó con una solemnidad que hacía temblar los estandartes.