El aire del bosque ancestral olía a tierra antigua y a ozono mágico. Un joven de largos cabellos negros avanzaba entre árboles que eran viejos cuando su linaje apenas era una promesa, sus pasos tan silenciosos que no quebraban ni una sola hoja seca. El bosque, en su sabiduría milenaria, parecía reconocerlo, apartando las ramas a su paso como un siervo ante su señor. Vestía una túnica de corte imperial, un tejido de noche bordado con hilos de plata y azules estelares que susurraban la historia de su poder y su sangre.
Era, en efecto, un día espléndido. El cielo de Vhalmir era una cúpula de un azul tan puro que dolía mirarlo, y el sol derramaba su luz a través del dosel del bosque en columnas líquidas que parecían bendiciones. Era un día perfecto para vivir, o en su caso, para morir de aburrimiento. Y sin embargo, caminaba con un propósito, atraído por algo que no tenía vida, o que estaba a punto de perderla.
A pesar de que su existencia se medía en decenas de milenios, una era en la que imperios mortales nacían y se convertían en polvo, entre los suyos aún era considerado joven. No había salido de los muros del palacio por capricho, sino por una disonancia en la sinfonía de su reino: un sueño. Un sueño colectivo.
Cientos de mentes en su reino —campesinos, nobles, eruditos— se habían despertado con la misma visión resonando en sus cráneos: en el corazón del bosque, alguien se consumía de hambre. La idea era un imposible lógico, una herejía en un mundo donde la enfermedad y el dolor eran meros conceptos arcaicos, disipados con un simple pensamiento. Pero cuando la conciencia colectiva de un reino sueña al unísono, hasta un príncipe inmortal debe prestar atención.
Y así, Narel Vhalen, príncipe de Vhalmir, caminó durante horas a través de la perfección de su mundo, esperando encontrar la única nota rota en una melodía eterna. Estaba a punto de rendirse, de atribuirlo a un eco psíquico, una fatiga del alma colectiva… cuando lo escuchó.
No era un rugido. No era un canto. Era algo infinitamente más extraño en aquel paraíso: el discreto, casi avergonzado, gemido de un estómago vacío.
El príncipe giró sobre sus talones, moviéndose ahora con la gracia silenciosa de un cazador que por fin ha encontrado una presa mítica. Y entonces, al doblar entre dos árboles cubiertos de líquenes que brillaban como estrellas caídas, lo vio.
Un tapir.
Flotaba a medio metro del suelo sobre una nube personal de un gris pálido y melancólico. Su postura era la de una tragedia cósmica. Sus patas colgaban lánguidas, su trompa se arrastraba por el aire, y todo en él gritaba un agotamiento tan profundo que parecía anterior a la creación misma.
Narel se detuvo. No sintió peligro. Sintió algo mucho más raro en él: una punzada de genuina curiosidad.
—¿Eres tú quien muere de hambre en mi reino? —preguntó, su voz serena, pero cargada con un asombro que no había sentido en eras.
El tapir abrió un ojo, luego el otro, con una lentitud que era casi una ofensa. Su mirada era la de un ser que había visto galaxias nacer y morir. Sabia. Eterna. Y completamente exhausta.
—Sí… —exhaló la criatura, su voz un suspiro largo y musical—. Supongo que soy yo. Tengo hambre.
Narel entrecerró los ojos, no con desconfianza, sino fascinado por el enigma viviente que tenía delante.
—Mi nombre es Narel Vhalen. Príncipe de este reino. ¿Quién eres tú… y cómo puedo ayudarte?
El tapir bostezó, y de su hocico escapó una voluta de humo brillante que danzó en el aire como un recuerdo a punto de desvanecerse.
—Mi nombre es Baku —dijo por fin, su voz suave, casi un arrullo—. Y puedes alimentarme… con tus sueños.
El estruendo no fue un sonido. Fue un cataclismo.
El rugido del caballero oscuro —una criatura que ya no parecía pertenecer a este plano— resonó como un eco de guerra primigenia, un llamado de muerte que hizo vibrar las paredes del coliseo. Las piedras mismas parecían querer huir. El aire, ya enrarecido, se volvió una carga viva, y todo lo que tocaba temblaba con miedo.
Narel se incorporó.
Ya no tenía rostro soñoliento.
Ya no caminaba como si el tiempo le perteneciera.
Ahora todo en él era urgencia.
—¡Baku, disuelve tu mundo, ahora! —gritó con los dientes apretados.
—¿¡Estás loco!? —respondió el tapir, flotando angustiado—. ¡Si lo hago, quedarás expuesto! ¡Ese monstruo te matará!
—Si no lo haces… él te matará a ti.
Tengo un plan —añadió Narel, ya sin dudas.
Hubo un silencio denso. El tipo de silencio que solo ocurre entre aliados de verdad.
—Confío en ti, muchacho —dijo Baku, y por primera vez su voz no sonaba perezosa, sino… solemne—. Si descubres cómo salir vivo de esta… te prometo que solo te cobraré la mitad.
Narel esbozó una sonrisa rota.
—Eres un maldito usurero… hasta el final.
—Por supuesto. Estafarte siempre será un placer.
Y entonces, el mundo de Baku colapsó.
La dimensión ilusoria, ese universo tejido con sueños y control mental, implosionó como un espejo siendo tragado por sí mismo. La luz quebró en miles de fragmentos flotantes, los colores se disolvieron, y el cielo falso de Baku fue devorado por un vórtice silencioso de niebla gris.
Justo en ese instante, el puño de Dren atravesó el aire, y el mundo real volvió con violencia.
¡BOOOOM!
La onda expansiva cortó la atmósfera como un guadañazo, y los escudos mágicos que los arcanistas habían alzado de emergencia estallaron como papel mojado, arrojando destellos caóticos en todas direcciones.
La neblina del combate, espesa y sobrenatural, comenzó a disiparse poco a poco…
Y Elizabeth, por primera vez en minutos eternos, pudo ver lo que había tras el humo.