—¿Qué es lo que le pasa? —preguntó Lidia al médico en turno después de una revisión mediocre que realizaron solo por presión de ella.
—Escuche, abogada, esto es algo “normal”. —El joven médico se mostró desinteresado—. En un mes le ha pasado unas… siete veces, y siempre se recupera sin más, solo tenemos que esperar. Espero que siga las indicaciones del director. Buen día.
Lidia lo observó sin poder creer tal comportamiento, pero fue obvio que a él no le importó y salió sin dar más explicaciones. Solo la enfermera encargada de revisarle los signos fue amable con ella, incluso le prestó una sábana para que pudiera cubrirse porque el frío hacía de las suyas.
Ámbar despertó, después de dos horas de inconsciencia, sobre la dura cama del hospital. Se mantenía cubierta por una manta amarillenta y desgastada, y se notaba sana pero ojerosa, como si no hubiese dormido por días.
—¿Cómo te sientes? —la cuestionó Lidia luego de verla abrir los ojos por completo.
Ámbar esbozó una media sonrisa aunque era evidente el cansancio. Poco a poco fue capaz de sentarse.
—Viva, si eso es lo que quiere saber —le respondió, esforzándose por hablar claro—. Aunque por lo menos ahora no desperté sola —se susurró con amargura.
Solo bastó una frase para que Lidia sintiera pena por ella al saberla tan abandonada y en un estado donde necesitaba sentir el apoyo de los que decían amarla. Para su mala fortuna muchas veces, muchas más de las que podemos reconocer, las personas solo aman y apoyan cuando hacerlo es fácil.
El ambiente que se sentía en ese lugar intimidaría a cualquiera, con ese olor a enfermedad y el resonar de los pasos de enfermeras que van y vienen a prisa, inmersas en su trabajo excesivo, con el escalofrío que de pronto cruza por el cuerpo al ver que al otro lado hay alguien muriendo… Sin duda era bueno darle a su joven cliente un poco de compañía que le sirviera para poder soportarlo.
—Debo decirte que voy a volver dentro de tres días y preguntaré a tu médico si te encuentras lista para seguir con la "plática" que estamos teniendo. No quiero ocasionarte otra crisis igual y… me han recomendado que no venga más. —Se sentía culpable por la presión que ejerció sobre ella para hacer que hablara sobre algo que, era obvio, le dolía en exceso.
—Es mejor que venga mañana. No se preocupe por mí, soy más fuerte de lo que todos creen —pronunció sonando tranquila. Sin mostrar sus intenciones, se arrancó el catéter del suero con rudeza.
Lidia se quedó pasmada y no fue capaz de proferir palabra.
La sangre no tardó en salir porque la piel se levantó con el tirón.
Antes de que pudiera levantarse, Ámbar sujetó de la muñeca a la abogada para que no llamara a una enfermera, después se limitó a hacer presión en la herida con ayuda de la sábana.
—Prefiero que me autoricen... —quiso hablar, pero se silenció gracias al sobresalto de lo ocurrido.
—Aquí la espero, abogada, no tengo tanto tiempo —le afirmó con un deje de tristeza en la voz.
Esa petición logró que a Lidia se le erizara la piel. A pesar de eso tenía presente que debía darle espacio o le llamarían la atención.
Antes de irse, quiso comprobar que la joven ya no sangraba, pero cuando levantó un poco la tela con la que ella se enrolló el brazo, la impresionó ver solo piel sana. Enseguida se convenció de que seguro vio mal por culpa de la fatiga y que el pequeño punto que dejó la aguja seguro se cerró gracias a la presión. «Hay gente que cicatriza muy rápido», pensó buscando explicarse.
Luego de una rápida despedida, partió hacia su casa, yéndose con la cabeza llena de dudas. Se sentía casi segura de que su cliente tenía una “justificación” muy útil sobre lo que pasó con la víctima, y mantenía la esperanza de que encontraría pronto una brecha para colar su defensa. Sin duda lucharía por hacerlo aunque le costara tiempo extra. Así, se fue a la cama cuando terminó de cenar en su solitario comedor para ocho personas, anhelando volver a ver a Ámbar.
Lidia no era la clase de persona que prefiere mantener su recámara sin ninguna lámpara o ventana medio abierta donde se colara la tenue luz de luna. Vivió sola desde la adolescencia y por eso tuvo que aprender a vencer los miedos de infancia.
Esa noche apenas cerraba los ojos, cuando una pesadez en el cuerpo la puso alerta.
«Estoy soñando», creyó y buscó la manera de despertar porque no era capaz de mover ni la boca.
Hizo un gran esfuerzo, pero su cuerpo se negaba a obedecer. Sus sentidos se agudizaron, y fue un claro toque como si un dedo le pegara al vidrio de la ventana que tenía a un lado el que logró que sus ojos se abrieran de par en par. «Relájate, no es real», pensó. Pero sonó un toque más y su corazón se aceleró. No podía ni siquiera girar la cabeza ni creer que por primera vez en muchos años sentía un miedo similar. Un tercer toque más audible y deseó poder gritar, ya era algo necesario, ¡pero fue imposible! Una lágrima se escapó de su ojo derecho, sin duda no era un sueño, y fue allí donde recobró la movilidad.
Su departamento se ubicaba en el segundo piso, detrás había un patio con alberca, y pensó que tal vez los adolescentes que a veces se emborrachaban hasta tarde decidieron portarse mal. Alguien llamaba y decidió correr la cortina para ver de quién se trataba, quién le jugaba tremenda mala broma.
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Editado: 27.05.2024