Ella es el Asesino (libro 1)

Maldad Consumada

Te amaba, te amé y te amaré por siempre.

Cada encuentro cabalgábamos por una senda iluminada.

Su claridad te alumbraba y te limpiaba,

nos purificaba.

 

Nuestro pequeño lugar fue el escondite,

la luna el astro vigilante,

las velas los únicos testigos

de dos cuerpos fundiéndose.

 

El juramento fue dicho:

Nos encontraremos más allá de la muerte.

 

—Entonces, ¿ya crees mi versión, estimada compañera incrédula? —se regocijó Carlos.

Lidia leía con ojos enormes los fragmentos del diario que llegó de forma anónima hasta el bufete, guardado en una cajita de olinalá[1] y sin remitente.

—¿Es seguro que sea de ella? —lo cuestionó aun sabiendo que las iniciales que estaban escritas en cada página eran las de Ámbar.

—Muy seguro. Tú misma compara las letras y lo verás. —Carlos se levantó de su silla y se acercó a su colega para tocarle el brazo que permanecía inmóvil—. Por cierto, ¿cuándo vas a pagarme ese almuerzo?

Pero ella no le respondió, tomó su maletín, metió el diario dentro y salió furiosa de la oficina, cerrando la puerta de un golpe.

—O puede que nunca… —susurró él después de que uno más de sus intentos de acercamiento resultaba fallido. Era verdad que se sentía más que interesado en conocerla de otra manera, pero tal parecía que para ella, él solo era un consejero y nada más. Desde el primer minuto que la conoció sintió atracción, aunque por esos tiempos todavía estaba casado. A pesar de todo, se sentía convencido de que, si persistía y tenía la suficiente paciencia, lograría obtener los frutos que deseaba.

 

—¡Amantes! —gritó dolida Lidia cuando Ámbar se sentó en la silla del lugar donde se reunían para hablar sobre el caso que intentaba ganar—. Ni siquiera puedo entender cómo pasó de ser un acosador, demonio, monstruo, asesino... ¡o lo que carajos era!, a ser el dueño de “te amaba, te amé y te amaré por siempre. Cada encuentro cabalgábamos por un camino de luz” —citó del diario, sorprendiendo a la joven y haciendo que sus ojos se abrieran de par en par—. ¡Has estado engañándome todo este tiempo! Pensé que te hizo sufrir de verdad, pero ahora llega esto. ¡Dime que no he sido una estúpida al permitir dudar de mis propias creencias a pesar de que todo lo que dices suena a novela juvenil, llena de cosas extrañas y tonterías inventadas! —Azotó el diario que se encontraba repleto de la esencia de ese “Alan” que en días anteriores fue descrito como un ser despreciable y temible.

Ámbar observó el cuaderno sobre la mesa y sollozó sin decir una palabra.

—¡Será mejor que ahora respondas las preguntas que hago y dejes de parecer un conejo asustado, porque es obvio que no lo eres! —advirtió Castelo.

—¡Yo no parezco un conejo asustado! —masculló con voz quebrada. De imprevisto se puso de pie y jaló su cabello enmarañado, como queriendo arrancarlo a tirones.

—¡Sí lo pareces! Y ahora quiero que te sientes. ¡Siéntate! —le ordenó severa, dando un manotazo en la mesa.

Ámbar se quedó boquiabierta, se mantuvo estática y en silencio pensó por un breve instante. Un minuto después obedeció la orden. El temblor de sus rodillas al sentarse fue más que evidente. Como confundida, colocó las manos sobre la mesa y se quedó gimoteando con la cabeza agachada.

A Lidia no la conmovió esta vez.

—Yo… —quiso hablar la joven.

—¡No me interesa lo que vas a decir! —su voz sonó un poco más baja, pero seguía siendo firme—. Voy a hacerte preguntas y tú responderás. Esta es la nueva forma de trabajo. Así debió ser desde el principio. —Su molestia estaba dominándola. Se encontraba en medio del enojo y la decepción, y luchaba por serenarse, sin obtener gran éxito.

—¿Acaso usted ve como un insulto que me haya enamorado? —le rebatió con la mirada de cristal y las mejillas más rojas de lo normal.

—¡No! ¡Veo como un insulto que me mintieras y me siento tonta porque por un jodido momento yo creí que lo que decías era verdad, y tú solo te burlaste! —Golpeó de nuevo la mesa al decir la última palabra, esta vez con el puño.

Ámbar se limpió las lágrimas con las muñecas, mostrando una expresión que indicaba que estaba dispuesta a defenderse.

—Hasta ahora yo no he dicho ni una sola mentira. Le he contado todo tal como fue pasando.

—Pues sáltate hasta la parte donde se hicieron el juramento: “Nos encontraremos más allá de la muerte” —volvió a citar del diario con voz dramática—. Adelante, te escucho. Quiero saber en qué momento dejó de darte tanto miedo —le dijo para después quedarse quieta en su silla, pero la realidad era que ya no estaba dispuesta a creerle.

Su cliente la contempló con una profunda pena. Era obvio que le dolió saber que la creía una mentirosa.

—¿De verdad no lo vio venir?

—No —respondió a secas Lidia.




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