Robas mi cordura,
robas mi calma,
ladrón de pesadillas.
Dueño de mis sueños.
Si he de irme lejos,
que sea de tu mano.
Si he de volverme loca,
que sea por ti.
Si he de morir,
que sea contigo.
La recepcionista del bufete la detuvo antes de que saliera.
—Licenciada Castelo, aprovecho para comentarle que pasé su queja a la administración del edificio, pero me dicen que ningún perro se ha metido al estacionamiento.
—¡Pues así fue! Por poco me muerde —exclamó molesta—. Voy tarde a una cita, pero yo misma iré a ver al encargado mañana. —Dio dos pasos adelante, pero regresó—. Ah, y una cosa más, ¿puedo pedirte un favor?
—Por supuesto que sí, en lo que pueda ayudar, lo haré. —La mujer ya conocía de sobra los “favores” que los abogados le pedían de vez en cuando y ella aceptaba gustosa porque existía una “gratificación” de por medio.
—Consígueme más información del abogado de la familia Alcalá. Se llama Patricio Ledesma. Toda lo que puedas.
—Haré unas cuantas llamadas.
—Gracias, Lupita.
Lidia partió veloz, se subió a su coche y se dirigió a la zona norte de la ciudad. El viaje era largo, pero valía la pena hacerlo.
El consultorio en el que estaba le parecía apropiado, aunque para su gusto los muebles eran demasiado oscuros y el aromatizante a pino le irritaba la nariz.
—¿Usted qué opina, doctor? —cuestionó pensativa Lidia al doctor Santos.
El doctor se mantenía absorto leyendo las notas de la abogada en su cómoda silla de piel café y acariciaba despacio su canosa y bien tupida barba. Cuando terminó, después de varios minutos, sacó una pluma y escribió algunas cosas sobre una hoja en blanco que tomó del escritorio. Luego contempló preocupado a su visitante.
—Yo puedo decirte que estás tratando con una mujer que padece algún tipo de anomalía mental: un trastorno bipolar, trastorno psicótico, trastorno de estrés post-traumático… Hay un sinfín de afecciones que puedo citarte en este momento.
—¿Pero…? —interrogó titubeante al sospechar el rumbo de su comentario.
—Tú no has venido hasta acá para que yo te diga algo que ya sabes. ¡Eres una abogada, de las mejores! Conoces de sobra estos males, quizá más que muchos de mis colegas —se burló con su voz grave y agradable—. Tratas con ellos en algunos de tus casos y los has visto perjudicando a otros. —Contempló a Lidia, la tenía sentada enfrente, causando que ella se encorvara—. ¿Qué buscas? Dímelo sin tapujos.
La pregunta fue como un dardo sobre el pecho. Su impecable trayectoria profesional que mantenía ahora se tambaleaba frente al psiquiatra que más admiraba, gracias a que una joven pueblerina había sembrado la duda en ella. Dudaba de su aparente locura, dudaba de la existencia de seres demoniacos, y sobre todo, dudaba de sí misma al no estar segura de poder ganar el caso.
—Creo que debo irme, solo quería una opinión y fue muy útil su ayuda. Le agradezco su tiempo. —Le quitó la carpeta con cortesía y se dispuso a marcharse, avergonzada por su arrebato de ir en busca de explicaciones que no existían.
El consultorio era amplio y antes de que abriera la puerta, él le habló:
—¿Sabes que pienso de los “locos”?
Lidia se detuvo de golpe y giró a verlo confundida. Era la primera vez que escuchaba que el doctor Santos se expresaba de sus pacientes con ese calificativo que poco profesional lo hizo sonar.
Con una ligera molestia le siguió el juego.
—¿Qué piensa? —pronunció sonando hosca.
—La mayoría de ellos están así: ¡locos! —Su entonación y la manera en que se expresó, tan tranquilo, hicieron que las palabras que salieron de su boca parecieran de fábula a pesar del contenido despectivo—. Imaginan cosas, viven su propia realidad, se pierden en el espacio de la mente, coexisten entre este mundo y el paralelo que el cerebro dañado les ha creado. Es una bonita forma de perderse de la desgraciada forma de vivir que nos hemos ganado… —Esbozó una media sonrisa amarga.
—¿A dónde quiere llegar, doctor? Vaya al punto —exigió ella interrumpiéndolo de pronto; algo que no acostumbraba hacer y menos con alguien a quien estimaba tanto, pero su desesperación estaba volviéndola impaciente.
Los ojos penetrantes del doctor se quedaron plantados sobre Lidia y le comenzó a hablar sin dejar de observarla.
—He tenido pacientes de todo tipo. Ya son más de treinta años tratando a personas enfermas. Han sido tantas… —suspiró—. Por favor, siéntate. Permite que te cuente algo que tal vez te ayude, o te confunda más, eso depende de ti. —Señaló la silla en la que antes ella estuvo sentada y esperó a que volviera a estar cómoda. Una vez que la vio aguardando, tragó saliva, acarició de nuevo su barba e inició—: Hace algún tiempo vino hasta mi consultorio un hombre de treinta y cinco años que se encontraba en un estado difícil de describir. Tenía una importante ansiedad y quería que yo le explicara por qué él podía ver cómo iban a morir las personas a las que conocía. Según me dijo, veía cada muerte en sus sueños y juró que en la realidad sucedía de la misma manera.
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Editado: 27.05.2024