Ella es el Asesino (libro 1)

Corazón Indestructible - Parte 1

Nos encerramos entre soñadoras promesas,

apartados del mundo y sus censuras.

Prohibido eras, prohibida fui para ti,

pero la sed de tu espalda desnuda me cegó.

Regresa a mí, ángel oscuro con alas cortadas.

Regresa o llévame contigo, hasta las tinieblas.

 

—Buena noche. Solicito informes de una paciente —rogó Lidia a la recepcionista del hospital. El tráfico repentino gracias a una fiesta nocturna que se cruzó por su camino y un reloj que caminaba más rápido de lo que deseaba la desesperó.

El tiempo se suele tornar un enemigo cuando la muerte ronda a una persona.

—¿Nombre? —le preguntó la recepcionista que observaba indiferente el monitor de una computadora.

Morena, con cabello negro amarrado en un chongo apretado, ojos cafés oscuros y labios resecos con restos de labial rojo; esas eran las características más sobresalientes de la mujer que parecía que detestaba su trabajo.

—Ámbar… Ámbar Montero. —Alguien del hospital le avisó que su cliente había llegado allí sin signos vitales. Hasta ese punto solo sabía que estuvo muerta por más de un minuto. Esta vez podría haber secuelas si es que sobrevivía de la atroz recaída.

La encargada buscó con exasperante lentitud. Cada clic que ella presionaba era para Castelo tiempo perdido. Con cada segundo que tardaba se perdía uno de la valiosa vida de Ámbar. Cuando por fin la encontró, el semblante de desagrado cambió por la sorpresa y el trato hacia la mujer que tenía enfrente se tornó benévolo.

Los empleados de hospitales públicos, en bastantes ocasiones, tratan a la gente como si fueran seres inferiores. Responden con desdén, niegan informes y hacen sus tareas a regañadientes. Tal vez se les ha olvidado ya que a quienes atienden son personas que se encuentran luchando contra una enfermedad, contra el dolor de tener un ser querido enfermo o contra la terrible despedida de alguien a quien se amó. La insensibilidad que muestran es preocupante, y sí, también desagradable.

—Está en la habitación veintisiete, tercer piso. El elevador lo encuentra junto al sanitario de mujeres. —Apuntó con un dedo. Sonreía nerviosa porque atender mal a una abogada no era una buena idea. Seguro ella conocía al director del hospital y lo último que quería era recibir una queja.

Lidia le agradeció y caminó a pasos rápidos, cruzando la sala de espera para subir al elevador que estaba por cerrarse. Ni siquiera preguntó el estado de la chica. Necesitaba verla y no se detuvo a investigar más porque, en el fondo, temía recibir malas noticias.

Un policía que parecía cansado vigilaba por fuera la puerta del cuarto veintisiete. La abogada le mostró su identificación y él la dejó pasar sin indagar más.

Apenas entró, la pudo ver. ¡Ahí estaba a quien ansiaba ver! Descansaba con la respiración forzada y los ojos cerrados. Los cables conectados a su cuerpo le recordaron la gravedad de su estado.

Un olor a enfermedad rondaba el ambiente y se volvió difícil de soportar. Para Lidia, el estar allí resultaba poco agradable. Su madre había fallecido víctima de un coma diabético cuando ella era una adolecente y tuvo que pasar más de tres semanas cuidándola. Al final no logró salir con vida. Los recuerdos de aquellos días de agonía se hicieron más nítidos al ver a Ámbar con el rostro pálido. Ni siquiera se tomaron la molestia de pasarla a terapia intensiva. Pronto las ganas de salir corriendo la invadieron, pero decidió ser fuerte y quedarse para hacerle compañía ya que nadie más la visitaba ni la cuidaba.

—Ámbar —le llamó susurrante cuando llegó a su lado—. Soy Lidia. ¿Puedes oírme? Estoy contigo.

La joven abrió poco a poco los ojos, que se habían puesto rojos por las venas que se hincharon, haciéndola lucir todavía más demacrada. Al reconocerla, intentó sentarse sobre la cama, pero la abogada se apresuró para impedírselo.

—No debes moverte, estás delicada —dijo y la sujetó por la cintura para acostarla de nuevo. Luego se acomodó a su lado para poder trasmitirle seguridad. La muchacha estaba tan sola, ¡tan abandonada!, que sentía que tenía la responsabilidad de estar allí. Su abuelo no se comunicaba y, según sabía, solo lo tenía a él y a su hermano menor.

—No estoy delicada —admitió conmovida. Apenas y se podía escuchar su voz—, estoy muriendo —Por extraño que pareció, al decirlo, esbozó una sonrisa que apenas podía gesticular. Fue como si la idea la hiciera feliz.

—No, no es así… —Las palabras se detuvieron en sus labios. Supo que Ámbar tenía razón, estaba muriendo, y cuando eso sucede no existen frases de aliento que puedan ayudar. Solo podía darle su apoyo que poco servía en esos complicados casos.

—Estuve muerta, no es como una gripa. Pero no se preocupe por mí, hoy no es el día. —Enseguida notó el cambio en la abogada: se veía preocupada y tensa, y los hombros se le pusieron rectos de un instante a otro—. Tengo un corazón indestructible —le aseguró, tocándose el pecho con sus débiles dedos.

—Es bueno que tengas esperanza.

—¿Esperanza? ¡No, para nada! Esa la perdí hace ya mucho tiempo. —Sus ojos se abrieron de par en par tan rápido que dejó a Castelo impresionada por la fuerza repentina que mostró—. ¡Tengo algo mejor que una triste esperanza que no sirve para nada!




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