—¡Allanó tu casa y te atacó! Eso es un delito —resaltó la abogada una semana después.
Ámbar se veía recuperada de forma milagrosa y ya estaba de vuelta en su pequeña jaula.
Evitó hacerle preguntas sobre su estado de salud, después interrogaría mejor al médico tratante.
Ambas mujeres se encontraban sentadas en la misma mesa donde se vieron la primera vez.
—Estas paredes grises son mejores que las blancas del hospital, ¿no cree? —preguntó Ámbar concentrada en el techo, ignorándola.
—¿Entiendes lo que trato de decirte? —insistió.
Pero su joven cliente se notaba renuente a aceptar lo que antes afirmó y negó con movimientos rápidos de cabeza, despeinándose todavía más. Aun así, Lidia continuó con la actitud un poco más fría y directa.
—Usted no sabe… —quiso argumentar Ámbar, pero fue interrumpida con un movimiento de mano.
—¡Entró a tu casa y te atacó! Tú me lo dijiste. ¿Sabes que pudiste acusarlo?... Dime por favor que no te hizo daño —Castelo se sintió flaquear. A lo largo de los años, con cada caso que llevaba, la hacía perder la poca fe que tenía en las personas. El cansancio de enterarse una y otra vez de historias que a cualquiera le helarían la sangre empezaba a hacer estragos. A pesar de saberse de memoria distintos casos aterradores, seguía sin poder desconectar su parte sensible cuando alguien le narraba con lujo de detalle su tragedia.
—No sé qué fue peor —dijo la joven, reflejando la duda en el rostro—. Aunque mi vida ya no volvió a ser la misma desde ese momento. Él se llevó todo lo que yo era antes de conocerlo cuando entró en la casa, y después se llevó todo lo que quedaba de mí al morir. Sé bien que en el momento en que me cargó en sus brazos empezó todo esto por lo que ahora estoy aquí. El tiempo… no regresa —susurró, teniendo la vista perdida. De pronto, unió las manos sobre la mesa en señal de rezo y cerró los ojos.
—¿Qué pasó después? —volvió a interrogar Lidia, sintiéndose un poco desesperada por conocer lo que ocurrió con ella.
Al escucharla, Ámbar reaccionó y la contempló como si la respuesta fuera algo obvio.
—¡Desperté en el campo! —exclamó en voz alta y clara, transformando el semblante por uno más estoico—, más allá de donde quedan los sembradíos, donde nadie anda porque la tierra es infértil... Quise creer que me había quedado dormida y que tuve una pesadilla, pero en cuanto pude ver bien sentí de nuevo esa horrible sensación —con cada palabra se notaba que vacilaba, pero tomó valor para poder continuar; era claro que se volvía demasiado difícil volver atrás—. Él estaba a unos cuatro metros lejos de mí, sentado a los pies de un árbol, mirándome de nuevo. Yo me puse a llorar... Ahora suena gracioso, pero en ese momento no tenía nada de divertido. Chillé como bebé y el hombre no se movía ni intentaba callarme, solo me veía. Pensé en levantarme, ¡en correr!, pero no tenía idea de lo que podía hacerme. Ya había sido capaz de entrar en mi casa y yo seguía demasiado mareada como para llegar muy lejos.
—¿Cómo te libraste de él?
Ámbar se adentró en el escenario que proyectaba en su mente, olvidándose de dónde se encontraba. Y, sin darse cuenta, comenzó a recitar una especie de diálogo:
—Con una voz muy extraña y gruesa me dijo: «¿Cómo te llamas?». A mí se me puso la piel de gallina. Luego se levantó y caminó despacio hasta mí. ¡Era tan alto! ¡De verdad asustaba! Se movía con ese atractivo que pienso que tienen los depredadores a punto de atacar. ¿Sí sabe cómo? —cuestionó sonriente, pero no esperó respuesta y continuó, inclinando su cabeza hacia Lidia—: Como la serpiente que se acerca a su presa, segura y… tan llamativa, tan hipnótica.
—¿Qué le respondiste? —Lidia quería cortar de tajo con el momento porque la incomodó.
—¡Mi nombre! Yo sudaba a mares y sentía tanto miedo que no dudé en decirle mi nombre real. Sus ojos se entrecerraron y dijo: «¿Sabes quién soy?», provocándome con eso un nuevo mareo. Le respondí que no. Ni siquiera podía encararlo y miré al suelo, respirando lo más profundo que podía para no desmayarme. Como si cambiara de opinión, él apuró el paso hasta que estuvo bastante cerca de mí y vi que sus ojeras se pusieron todavía más oscuras, como si su piel se estuviera pudriendo. Podía sentir su respirar tan cerca que pensé que era mi fin. Pero, para mi sorpresa, se dio la vuelta y habló en voz alta hacia el cielo, gritando: «¡Eso es porque nadie sabe de lo que soy capaz! ¡Por eso me hacen menos! ¡Pero ya no más! ¡Hoy les voy a demostrar que soy mejor de lo que creen!», lo soltó con una furia tan tremenda que hasta ese tiempo no había conocido. Luego se puso las manos en la cabeza, de verdad estaba desesperado, y volvió hacia mí en dos pasos muy rápidos. Me tomó del cabello y mi cuero ardió por el jalón tan fuerte. Cada uno de mis mechones fue a parar a sus largos dedos y así me arrastró unos cuantos metros hasta que me dejó caer, azotándome sobre el lodo. Yo solo podía llorar y llorar.
—No estoy entendiendo nada —interrumpió Lidia cuando perdió el hilo de la historia—. ¿Por qué querría lastimarte? No tenemos reportes de violencia en el sujeto. Por el contrario, lo describen como alguien muy pacífico y alegre. ¿Por qué de pronto se le ocurriría visitar un pueblo que no conocía y atacar a una desconocida?
—Nadie va a creer la verdad si la digo —musitó y cambió su gesto por uno que la hacía parecer acobardada. Sus manos reposaban temblorosas sobre su pecho.
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Editado: 27.05.2024