Ella es el Asesino (libro 1)

Lectura Inusual

¡Tú!, despojo sin gota de humanidad,
la vida se te escapa y aún sigues sin hablar.
Por eso ahora dame tu mano y vamos a danzar,
en esta noche oculta no te he de preguntar.

 

Ámbar dormía una siesta. Lidia cabeceaba sobre la silla, cuando de pronto una mano tocó su hombro, haciéndola dar un brinquito que por poco la hace caer.

—Señora, le tengo que pedir que pase a la sala de espera porque le toca un último análisis a la paciente y la vamos a dar de alta por la tarde —le dijo el médico que pasó a revisarla.

Por dentro sintió un poco de alivio porque ir a su departamento se volvía urgente. Quería darse una ducha, quitarse esa ropa sucia y comer bien.

—Está bien —aceptó sin decirle más. Le hubiera gustado despedirse mejor, pero al ver a la joven tan dormida solo le apretó la mano y salió de la habitación.

Se sentía tan agotada que sus ojos se cerraban en contra de su voluntad. Cuando llegó a su coche se puso un poco de agua de la botella que siempre llevaba. Necesitaba poder mantenerse despierta en el trayecto. Era ahí donde la soledad le jugaba en contra al no tener un compañero de vida que pudiera darle apoyo en momentos así.

Llegó a su departamento, dando pasos torpes, se quitó la ropa, ni siquiera prendió el calentador y se metió a bañar.

Sin duda el sentir el agua recorriéndola, despojándola de la suciedad y el mal sabor de las horas anteriores, fue tan placentero que se mantuvo así por más tiempo del que acostumbraba. Allí, en la soledad y el silencio, pensó en el caso de Ámbar, en lo complicado que sería poder liberarla, en lo podrido que el sistema estaba porque seguro la familia del difunto compraría hasta al juez asignado…

Sus pensamientos la tenían distraída, con un montón de enlaces que se formaban aunque sabía que los nudos eran más complicados de lo normal. De pronto, el foco del baño falló, dejándola a oscuras porque la luz natural de su ventana era escasa. Molesta jaló una toalla, se envolvió veloz en ella y dio dos pasos hacia la puerta. Avanzó despacio porque no quería caerse. El enfado apareció y, en la mente, le reclamaba al encargado del mantenimiento, cuando ¡una sensación la llevó a frenarse de golpe! Reconoció enseguida el escalofrío que la recorrió, erizándole la piel de los brazos y los hombros. Esa sensación no podía ser otra que la que da cuando presientes que tienes a alguien detrás de ti. Temió que se tratara de un ladrón o un loco que buscaba hacerle daño, y que tal vez contaba con un cómplice que fue quien cortó la energía.

Usando todo su control se mantuvo quieta. El silencio ayudó a que pudiera escuchare el violento latido de su corazón. Sabía bien que no estaba armada, su pistola se hallaba en el buró de su recámara, muy lejos de sus manos. Así que, con gran valor, se giró hacia atrás; lento porque su cuerpo así se lo permitió. Y cuando fue capaz de ver, ¡descubrió que estaba sola!

Al comprobar que el peligro no acechaba, fue capaz de respirar mejor.

Sin más, se apresuró a ir a su habitación para vestirse. Esta vez eligió un conjunto de falda y blusa casual color púrpura. Ni los fines de semana se permitía estar en pijama o ropa deportiva. Después de maquillarse se dedicó a meter la ropa que se quitó al cesto, y entre las telas encontró la tarjeta que recogió en el hospital.

Contempló por más de un minuto el cartoncillo y, como si obtuviera un permiso para hacer disparates, decidió que tomar una siesta podía esperar un poco más.

Apenas comió un panecillo con mermelada y un vaso de leche y se dispuso a ir a la dirección que venía escrita en la tarjeta.

La delegación donde se ubicaba el lugar se caracterizaba por tener mala fama, por lo que abordó un taxi para no llamar la atención de ningún atracador.

Al llegar, comprobó que la fachada era justo como la imaginó: de colores llamativos y con amplias vitrinas que contenían distintos productos esotéricos: desde simples velas hasta botellas con líquidos que prometían dinero o el amor de una persona. Lidia creía que todo eso era simple charlatanería, pero decidió entrar.

—Buen día, ¿en qué podemos ayudarla? —la atendió enseguida una jovencita de cabello rojo, tenues pecas y ojos claros.

En cuanto Lidia la vio, imaginó que así podría verse una hija de Ámbar y Alan, si la hubieran podido tener.

La joven fue tan amable que eso le ayudó a que no saliera huyendo.

—Busco a la señora Mara —preguntó inspeccionando unos cuarzos del mostrador.

—¿A qué hora es su cita?

—No tengo cita.

La muchacha dejó la agenda que ojeaba y la observó confundida.

—¿Pero sí viene por lectura?

—Sí —le confirmó segura.

—Disculpe, pero ya no tenemos espacio para hoy. Todas las sesiones son con previa cita.

—Dile a la señora Mara que pagaré el doble y que soy abogada.

Lidia sabía que sus propias “palabras mágicas” solo podían ser usadas en ciertos momentos. Para su fortuna, casi siempre funcionaban.

—Deme un minuto —La joven se metió a la que tenía que ser la habitación de las lecturas, que se situaba justo detrás del mostrador. Pasados dos minutos, regresó, luciendo nerviosa—. Pase.




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