Ella o Él

III. No me alcanza

Eliana terminó la llamada de manera brusca. Ya estaba harta de la misma cantaleta. ¿Cómo era posible que su propia familia quisiera darla en garantía para poder salvarse de la ruina? No era tonta, siempre supo que ellos solo estaban alrededor de su padre para ver con que podían beneficiarse y el peor era Gilberto, que navegaba con bandera de santo, pero era una total arpía y lo demostraba insistiéndole con lo del matrimonio para salvar el futuro de la familia. Tenía ganas de gritarle en la cara que el dinero, las propiedades y todo lo que pretendían recuperar era solo de ella y no porque fuera avariciosa en algún sentido, sino que era su verdad, así como también lo era el hecho de que ella no estaba acostumbrada a ningún otro tipo de vida, mucho menos de sacrificios. Claro que había pensado mucho sobre la propuesta que estaba sobre la mesa para poder recuperar todo, pero por más que quisiera, no lograba dejar de lado sus principios y solo venderse a un completó extraño, egoísta y manipulador.

Se decidió a bajar para hablar de una vez con los empleados. Descendió por las escaleras lo más lento que pudo, buscando retrasar aunque fuera un poco, el bochornoso momento que tendría. ¿Cuándo había tenido que resolver inconvenientes domésticos? ¡Jamás! Todo lo hacían papá y mamá; ella solo tenía que dedicarse a vivir la vida y disfrutar de la abundancia que siempre la rodeaba.

Todos los empleados se encontraban en el recibidor, justo al pie de la escalera, y la miraron bajar, tratando de contener la impotencia que sentían sobre su desventajado futuro ahora que sus trabajos estaban perdidos y su paga insegura. Si bien ningún empleado tenía quejas de Eliana, puesto que nunca los trató mal, no de manera despectiva, aunque sí marcó los límites de sus respectivas clases sociales con su pronunciada indiferencia hacia ellos.

—Buenos días —saludó con timidez.

—Buenos días —respondió cada uno de los presentes, en diferente tiempo y tonalidad, haciendo que el saludo se escuchará distorsionado.

—Sé que están preocupados —comenzó, aunque no tenía la mínima idea de cómo resolver la situación.
Lamentaba ni siquiera saber los nombres de algunos. Detuvo la mirada en uno de los choferes, que quizá, era de todos, el único que la veía con algo de empatía. Casi no trató con él, puesto que era chofer de su papá, pero el joven la trasladó algunas veces cuando su conductor personal se encontraba de vacaciones o descanso. El joven era risueño y platicador, aunque ella nunca seguía sus pláticas. También tenía que admitir que era bien parecido —no de su tipo, eso era seguro—. Y admitía que un par de veces, le salvó de la reprimenda de su padre por llegar a casa muy tarde y en estado inconveniente.

—Señorita. Es imposible no preocuparnos, cuando nuestros pagos están retrasados y su tío nos informó que por el momento no tienen como solventar nuestros trabajos —dijo uno de los empleados de la cocina y se le sumaron los reclamos de casi todos los demás.

—Entiendo que... —intentó decir, pero era imposible hacerse escuchar.

—¡La señorita Torreblanca intenta decir algo!, ¿podemos guardar silencio y escuchar? —pidió el chofer simpático levantando la voz y todos callaron.

—Gracias... —dijo Eliana tratando que su voz pareciera segura y a la vez intentando pensar en una rápida solución al problema. Pero no había mucho que pensar. La realidad que enfrentaba era precaria.
—¿Y entonces? —apresuró el jardinero.

—Entonces saben la situación —resolvió temerosa—. Mi tío ya les dijo. Por un desafortunado hecho que todavía no entendemos; Carlo Montemayor se adjudicó todos nuestros bienes. Mis tíos y yo hemos acudido a instituciones bancarias y antiguos socios de mi papá, para lograr obtener un préstamo que nos ayude a recapitalizarnos, pero sin las empresas y las propiedades como garantía, es muy difícil que alguien nos ayude.

—¿Y qué sucederá con nosotros? —preguntó la cocinera—. También tenemos familias que mantener no podemos esperar a que resuelvan sus problemas. Necesitamos nuestra paga.
—No tengo para pagarles —confesó Eliana llena de vergüenza.

El murmullo de desagrado, para ella fue ensordecedor. Apretó con fuerza los puños y se ordenó a no llorar. Martha intentaba calmar a todos, al igual que el chofer simpático, puesto que los otros la atacaban sin piedad.

No dijo nada y subió a su habitación. Tomó varios de sus bolsos de marca y vacío en uno de ellos dos alhajeros que había sobre su tocador.

Luego fue a la habitación de sus padres y se dirigió al vestidor, dónde tomó algunos relojes de oro que coleccionaba su papá, para luego vaciar el organizador de joyas de su madre. Total, de alguna manera ya nada le pertenecía, pero también era como una manera de arrebatarle un poco al quien se lo quitó todo, puede que una pequeña venganza, aunque Carlo Montemayor se merecía lo peor. Bajó al recibidor con el mismo ímpetu con el que había subido. Los empleados callaron cuando la vieron llegar a ellos con las manos ocupadas.

—Martha, por favor, hazte cargo. Vende todo esto y reparte a cada uno su pago correspondiente. Si hace falta me dices y te daré algo más. También toma lo tuyo. —Se volteó hacia los trabajadores—. Señores, les pido disculpas por los inconvenientes; espero que pronto encuentren un trabajo que cubra sus expectativas. Les doy las gracias en nombre mío y de mis padres.
No esperó que dijeran nada y subió a su habitación para ahora sí llorar desconsolada. Se había dado cuenta que no iba a poder. Si acaso, cómo hizo con los empleados, vendería algunas cosas para subsistir unos días. Todas sus entrañables amistades le habían cerrado las puertas, no tenía nada, ni a nadie. En unos días tendría que dejar su casa y ni loca se quedaría con sus tíos, quienes por cierto, estaban en las mismas.




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