Ella o Él

IV. Primera vez

Hizo a un lado los papeles que debía firmar y aprovecho a destensar los músculos. Tenía mucho trabajo acumulado y le gustaba personalmente revisar cualquier asunto relacionado a su empresa. Era quisquilloso, desconfiado y agresivo cuando de negocios se trataba, puesto que estaba en el entendido que no hubiera llegado tan lejos si no fuera por eso. Carlo Montemayor era un nombre que se había forjado a sí mismo a base de trabajo y sacrificios. Uno de ellos la nula vida personal.
Carlo no era de los que gustaba presumir lujos ni excentricidades, tampoco tenía fama de mujeriego —aunque no se le había conocido alguna pareja, ya que era exageradamente reservado—. Usaba un carro caro, sí, pero nada llamativo, sino sobrio como él.

Reaccionó al toque en la puerta y se sentó al darle acceso a Dalia, su eficaz asistente.
Últimamente se mostraba poco molesto, porque pronto prescindiría de ella, ya que la mujer estaba en su último trimestre de embarazo y pronto dejaría el trabajo para preparar la llegada de su primogénito y ocuparse de su familia a tiempo completo. Y con todo el trabajo que Carlo tenía, no sabía de donde iba a sacar tiempo para de entrenar a un nuevo asistente; sobre todo, uno que fuera tan eficiente como Dalia.

—Licenciado Montemayor, le recuerdo de la reunión con los directivos de Comcell a las tres de la tarde.

—Gracias, Dalia —respondió distraído en el documento que su asistente le extendió.
—Es lo que me pidió sobre el señor Gerardo Torreblanca.

—Es verdad, comuníqueme con él, por favor.

—Ya lo intenté, licenciado, pero su secretaria me dice que no está disponible.
Carlo sintió en la boca del estómago una punzada molesta. Sospechaba que Torreblanca le estaba jugando chueco. Habían pasado al menos diez días desde que venció el pagaré que le había firmado cuando accedió a ayudarle.

“Espero que cumplas el tiempo y forma con el pago”. Puntualizó esa vez y Torreblanca asintió con vehemencia.

El empresario había sido demasiado insistente en que necesitaba ayuda, incluso se empeñó en dejarle garantías de sus bienes. Sus negocios, casas, todo. El hombre estaba pasando una crisis financiera fatalista y no quería perder su estatus, ni que se dieran cuenta de que prácticamente estaba en quiebra por malas decisiones al momento de invertir.

Carlo estaba dudoso en otorgarle el préstamo, pero Gerardo suplicó poniendo como pretexto el proteger a su familia y ese era justo el punto débil de Carlo; no tener una familia. Haber deseado toda su niñez y juventud pertenecer a una, pero le fue negada.

¿Cómo llegó a la opulencia? A base de trabajo y buenas relaciones. Unos le llamarían suerte, pero no; Carlo se abrió paso en la vida a base de sudor y lágrimas, por lo que económicamente en la actualidad, veía los frutos de su trabajo. Aunque a nivel personal seguía en orfandad.
¡Y así como eres de misántropo, mucho menos vas a conseguir una mujer! ¡Ponte las pilas Carlo, que a los treinta y siete años ya no te cueces al primer hervor!

Decidió en ese momento dejar de ser tan profesional y llamar a Gerardo Torreblanca él mismo, desde su número personal. No es que le preocupara perder dinero —aunque lo que le debía el susodicho era una cantidad considerable—, lo importante es que Gerardo había dado su palabra y para Carlo se trataba de su honor en juego. No iba a quedar como el pelele al que un riquillo le quedó deber. Así no se manejaba él, puesto que daría una imagen débil a sus tantos socios y clientes o inversionistas en sus empresas.

Torreblanca no respondió enseguida. Carlo lo imaginaba asustado al ver el nombre de él en su teléfono y pensando en si responder o no. Finalmente lo hizo.

—¡Carlo Montemayor! —respondió efusivo—¡Un gusto que me llames! —Carlo hizo una mueca. Reconocía la hipocresía y la repelía.

—Bueno, mi secretaria lo ha intentado infinidad de veces, pero al parecer nunca te encuentras disponible.
—Sí es que...

—Necesito —enfatizó interrumpiendo lo que sabía eran pretextos—que me des un poco de tu ocupado tiempo para que hablemos. Sabes que te has atrasado con nuestro convenio de pago y necesito que finiquites lo antes posible.

—Eh... Sí, respecto a eso, tienes razón, pero no lo hablemos por teléfono ¿Te parece que nos veamos está tarde en el club?

Carlo suspiró con afán de no perder la calma. Le molestaba de sobremanera ir a ese tipo de lugares —en realidad a cualquier tipo de lugares donde socializar fuera requisito—. Prefería que los negocios fueran en su oficina, dónde se sentía cómodo y en su elemento.

—Está bien, estaré ahí a las dos de la tarde —accedió.

—¿A las dos? —preguntó Gerardo, escuchándose inseguro—. Está bien, estaré ahí a las dos.
Terminó la llamada y miró a su asistente que parecía sorprendida por algo.

—¿Qué? —preguntó curioso.

—¿Saldrá de la oficina?

Era obvio que Dalia se impresionara, puesto que Carlo, cómo ya sabemos, no era partidario de hacer negocios en otro lado. Incluso tenía un representante legal de toda su confianza para que hiciera el trabajo que requería su presencia fuera del país.

Sí Carlito, eres todo un solitario.

Él solo se mostraba platicador y amistoso con gente de confianza. Sus empleados quienes tenían ya mucho tiempo de trabajar con él y respetaban su forma de ser, a veces tan introvertida.
Ahora que si hablamos de amor, Carlo Montemayor tenía dos grandes amores y debilidades que lo hacían comportarse a veces como un niño juguetón y esos eran Athos y Portos, sus consentidos perros. Athos era un elegante pastor alemán y Portos un regordete y juguetón Bulldog inglés, sus fieles y amados compañeros de vida. Los atesoraba de tal modo que cuando tenía que trabajar todo el día los llevaba a la empresa donde les había contratado un cuidador y asignado un área de recreación solo para ellos.




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