Ella o Él

VII: Carcasa

Siguió con la mirada el auto, hasta que se perdió de vista. Ella siguió de largo sin ninguna contemplación. Prefirió perderlo todo a estar con él.

Carlo volteó hacia la mesa que había preparado con cierto esmero. Las rosas frescas que había en el centro, se veían cabizbajas de decepción. Suspiró. Metió las manos a su bolsillo y se fue a su oficina a trabajar. Había perdido el hambre. Y es que a pesar de estar acostumbrado a que pasarán de él, todavía le quedaba el nudo en el estómago, molestando durante varias horas. Horas en las que se sumergía en el trabajo, en que ni siquiera dormía.

Carlo no era un hombre colérico, aunque la molestia prevalecía. Sabía que en cierto modo había sido su culpa, puesto que espantó a Eliana con sus exigencias. ¿Que la quería en la cama?, ¿desnuda toda la semana? Solo a él se le pudo ocurrir decir tal barbaridad. Y bueno, sí la quería en la cama y pretendía tenerla desnuda toda la semana y la mayor parte del tiempo, pero no tenía que decirle de esa manera tan brusca. Además, también procuraría su placer, tanto que le haría olvidar que se entregaba por conveniencia.

Era más fácil con las prostitutas y Eliana estaba muy lejos de aceptar sus bajezas, pues era toda una hermosa y delicada dama; él lo supo perfectamente, solo en el primer vistazo.

Se sumergió en la lectura de unos contratos y repasó con lupa las letras pequeñas. Se esmeró en hacer anotaciones y recalcar preguntas a las que con su experiencia e intuición ya sabía la respuesta, pero lo hacía para que su mente no se distrajera un solo momento. No estaba en una situación sana y si bajaba la guardia seguro que perdería el control y dejaría de ser quién era, dejaría atrás el hombre que había construido con esfuerzo, a base de sufrimiento y derrapes, en los que el nudo en su garganta era insoportable y pensaba que era mejor la muerte a sentirse tan desgarrado. Claro que él nunca iba a ceder a algo tan cobarde a pesar de su poco valor, así que se prometió ser el Carlo exitoso y poderoso, al que nadie miraría como la piltrafa que era seguramente, pero ante sus ojos, no de los demás.

Solo que los halagos y felicitaciones o exaltaciones por sus logros cometidos, nunca le supieron a gloria, pues su corazón siempre siguió sumergido en el más profundo fracaso, derivado de la ignorancia de su origen.

Athos con su capacidad de interpretar el lenguaje corporal de su humano, cosa curiosa en los perros que muestran esa sensibilidad tan única para percibir el estado emocional de sus dueños, ladeo la cabeza para observar mejor a su papi sabiendo que no se encontraba bien, era capaz de sentir la tensión y la tristeza combinadas, así como la impotencia que se había apoderado de Carlo y entonces se le ocurrió buscar la pelota con la que solían jugar en los ratos de ocio de Carlo y donde él y su hermanito perruno pasaban momentos únicos. Portos, fue más práctico y caminó hacía su papi con ese balanceo rítmico y gracioso que le permitía su rollizo cuerpo. Llegó a los pies de Carlo y se dejó caer sobre ellos para frotar cariñosamente su cabeza en la tela del pantalón. En ese momento llegó Athos y puso una pata sobre el muslo de su papi y movió la cola con frenesí. Quería que Carlo bajara la mirada de los papeles para que se diera cuenta de que le había traído el juguete que les causaba felicidad.

A Carlo se le partió el alma al decidirse a no hacerle caso a sus niños, ellos le provocaban vulnerabilidad y justo en ese momento no podía ser endeble, porque entonces su carcasa se rompería. Arrugó los papeles que tenía en la mano, los apretó hasta que la sangre en sus dedos dejó de correr y comenzaron a sentirse fríos y doloridos. Los dientes apretados y los ojos quemando detrás de los parpados junto a la respiración que apenas lograba al sentir el pecho tan apretado. Si alguien lo viera, quizá dedujera que Carlo estaba experimentando un ataque de pánico, aunque en realidad era él, reprimiendo una vez más todo lo que lo hacía ser solo un ser humano, para poder volver a su faceta inquebrantable.

❤️♂️❤️♀️❤️

Abrió los ojos cuando escuchó los ladridos emocionados de sus perros al llegar Ernesto para su acostumbrado entrenamiento. Se había quedado en el sofá de la sala y se durmió después de terminarse la botella de coñac que fue lo único que logró anestesiar un poco el nudo de la garganta y aplacó tanto la tensión, como el juicio y por fin logró dejar de pensar. Solo que con la mañana y el nuevo juicio, descubrió que lo único que no se iría nunca, era la desazón constante. Pero el nuevo día lograba sacarlo de su miseria con la inherente carga de trabajo, así que se levantó del sofá con marcada energía y se alegró al darse cuenta de que era tarde y tenía que apresurarse para llegar a tiempo a la oficina, ya ni le daba tiempo de hacer su habitual rutina de ejercicio, incluso ocultó en lo más recóndito de su mente el episodio de abandono de Eliana, no pensaría en eso, tenía cosas mucho más importantes de las que ocuparse.

Se dio un baño a conciencia, se vistió en tiempo record y se despidió de sus niños para ir a la oficina. Todo pintaba de maravilla, incluso —cosa rara en él—podía decirse que se sentía positivo en que todo marcharía perfecto en el día. Eso hasta que subió al auto que encendió y cuando se disponía a salir de la propiedad, tamborileó el volante sintiendo un hueco en el estómago sintiéndose ansioso y dejando ir al caño la buena actitud que había dispuesto en un inicio. Entonces como un impulso desconocido salió y giró hacia la izquierda, dirección contraria a su edificio.

Condujo sin desistir de un único propósito y solo se detuvo cuando estaba frente a su nueva propiedad, antes la casa de los Torreblanca. Decidió que no permitiría un desaire, que él no era quien estaba en desventaja y que obtendría una disculpa de la misma Eliana antes de echarla a la calle o convencerla de cumplir con el trato, cualquier cosa que le conviniera más a él y lo decidiría en el momento. Solo le bastó entrar y recorrer el camino hacia la entrada de la casa para darse cuenta de que todo estaba solitario. No se veía ningún empleado, ni los autos estaban dispuestos en las cocheras. Bajó y se dirigió a la puerta pero antes de llamar, quiso probar con la palanca de la cerradura y notó que no tenía puesto el seguro, así que entró. El interior de la casa se encontraba limpio, pero se notaba vacío. Había algunos muebles pero la decoración estaba incompleta, faltaban sin duda adornos, accesorios, muebles, lámparas que delataban los espacios que rompían la armonía del lugar. No debía ser muy inteligente para saber lo que sucedía. Al parecer los Torreblanca dispusieron de cosas que no les pertenecían para subsistir algunos días. Tomó nota mental de poner seguridad en las propiedades para que esas aves de rapiña no pudieran hacerse de nada más.




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