Ella o Él

IX. Braulio y Gabriela

Fue fácil para Eli sentirse en confianza. La casa de Tavo, no era nada de lo que era su casa, con grandes espacios y jardines, albercas y hasta una cancha de tenis —deporte al que era aficionado su padre—. Contrario a eso, la casa de sus nuevos amigos carecía de todo eso, sin embargo, había algo que ellos tenían y faltaba en su gran mansión: calor de hogar. En casa de Tavo y Gin, percibía paz, cobijo, armonía, amistad. No sabía cómo explicarlo puesto que no estaba acostumbrada a ello. Tenía que reconocer muy a su pesar, que sus padres se preocupaban más por el entorno social que el familiar y a ella la trataban como un adorno más. También reconocía que fue conveniente para su carácter caprichoso y para la comodidad con la que vivía. Nunca le faltó nada, apenas deseaba algo y le era entregado de inmediato, nunca tuvo que esforzarse más que por verse perfecta. Así que no se sentía como en casa; era una nueva sensación que la regocijaba —aunque esto no la alejaba de los problemas que debía resolver, ni de la tristeza por la muerte de sus padres, que, aunque distantes, pero finalmente sus padres, a los cuales amaba con todo—. Se quedó sola, sentada en el sofá, esperando a Tavo, que había ido por un vaso con agua y a Gin que estaba buscando algo de ropa para prestarle.

Se relajó un poco, recostándose en el respaldo del mueble y se permitió un suspiro de tranquilidad. Sonrió cuando vio a Gin regresar a la sala. Fue un gesto espontaneo, que se convirtió lentamente en algo forzado cuando miró las prendas de ropa que la chica le había traído. Gin puso frente a ella, con marcado orgullo, un vestido holgado, con la tela impresa de dibujos de personajes de manga —sabía sobre ello, por un novio que tuvo en la universidad, que la hacía acompañarlo a todas las convenciones—. Luego unas mallas negras, visiblemente rotas y unas sandalias. También había llevado varias playeras y shorts con el mismo diseño de tipo alocado y descoordinado que parecía tan llamativo para Gin, pero para ella era casi escandaloso pensar en ponerse eso. Aunque lo escandalizada no era tanto por la ropa, sino porque definitivamente iba a ponérsela, ya que no le haría ningún desaire a la hermosa chica que solo tenía en mente ayudarla. Ginebra no se olvidó de la necesidad de la ropa interior, por lo que le llevó también dos paquetes de ropa interior y corpiños totalmente nuevos, aunque no se salvaban de la temática de las demás prendas.

—¡Estoy segura de que este se te verá genial! Elegí uno que resaltara tu color de piel —exclamó Gin, emocionada a más no poder.

—Se… seguro que sí, aunque admito que no se si podré lucir tan linda como tú —el sonrojo en Gin, no se hizo esperar por el halago que le hizo. A Eli le enterneció de sobremanera.

—Bueno ¡Póntelo! ¿qué esperas? —apresuró la chica.

—Eh… sí. ¿Dónde puedo cambiarme?

—En el pasillo, tercera puerta a la izquierda —indicó señalando y luego se fue hacía la cocina con Tavo, que parecía tener problemas con conseguir un vaso de agua.

❤️♂️❤️♀️❤️

Brooklyn estaba exhausto. Había llegado mercancía al supermercado donde trabajaba y él era encargado de recibir, y checar, descargar y separar las cajas para cada departamento correspondiente. Aunque el agotamiento era mucho, aun así decidió regresar a casa caminando, pero con el propósito de desviarse un poco —ese poco en realidad era alejarse aproximadamente cuatro kilómetros en dirección contraria a su casa—. No podía evitarlo, aunque sabía que lo mejor era dejar atrás el pasado y seguir adelante. Estaba convencido de que si su adorable hermanita Ginebra se enterara hacia donde se dirigía después del trabajo cada fin de semana, se enojaría de sobremanera. Pero Ginebra… no, no se llamaba Ginebra, ni él se llamaba Brooklyn, sin embargo, sus nombres reales ya le sonaban extraños.

Braulio y Gabriela Medina…

Se detuvo momentáneamente para tratar de encontrar un poco de equilibrio. Él, al igual que su hermana prefería no identificarse así, ya que eso pertenecía a un pasado que, a pesar de todo, no podía dejar atrás. A veces quería ser tan fuerte como Gin y de verdad dar vuelta a la página, olvidándose de ellos. Bueno, de ella, porque el procreador se había largado con otra drogadicta más joven. Decidió seguir a pesar de que la sangre le hervía cada vez que pensaba en él. Y debía admitir que sucedía casi lo mismo con ella; la procreadora. Pero también admitía con pesar que no podía dejar de ir y llevarle algo para que por lo menos comiera un poco. Recordaba, sin embargo, las veces que Gabriela y él la pasaban al borde del desmayo a causa del hambre, mientras miraban a los procreadores inhalar solventes o babear sobre el suelo, incapaces de hacerse responsables de los hijos que habían arrojado a una vida de miseria.

Gin fue muy enfermiza y él siempre buscaba la manera de conseguir ayuda para mantenerla con bien, hasta que decidieron irse, pues era mejor vivir en la calle. Un día, la ayuda cayó del cielo, cuando un párroco de iglesia se cruzó en su camino y entonces su vida cambió. Para esto, ya habían pasado años en la calle, justo donde conocieron a Tavo —una semana después de haberse salido de casa— y se convirtieron en inseparables. El padre les dio un lugar para dormir y alimento; procuró que asistieran a la escuela abierta, mientras los recomendó con algunos amables feligreses que los aceptaron en sus negocios con el afán de que aprendieran un oficio. Así, Ginebra se convirtió en maquillista y peinadora profesional, trabajando en un salón de belleza en donde al reconocer su talento, le ayudaron a hacer una carrera técnica, donde obtuvo un certificado. Tavo, fue ayudante de mecánico y luego, de algún modo alguien lo jaló para que trabajara como operador de autobuses públicos, facilitándole la manera de obtener su licencia de manejo. Bastaron un par de años más para que otro de los feligreses le propusiera quedarse en su lugar como chofer personal de un empresario bastante adinerado, donde trabajó bastante tiempo y quizá no más, ya que su patrón murió y al parecer la familia quedó en la ruina. Y él, no se quejaba. Fue ayudante en la tienda del señor y la señora Gómez, quienes lo trataron como a un hijo. Finalmente fueron lo suficientemente grandes como para sostener la tienda y los hijos se los llevaron a otra ciudad para cuidarlos lo que les restaba de vida. Aunque no lo dejaron sin opciones, porque le dieron una buena ayuda —con lo que terminaron de completar para poder rentar una casita y comprar sus muebles, para dejar el cuarto de la parroquia y buscar ser independientes—, además de una buena recomendación con un supermercado, en el que había obtenido incluso prestaciones de ley.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.