Emerald, la usurpadora del trono [ya En Preventa]

ж Capítulo XXI: El pecado de la reina (II) ж

Emerald pudo ver a la reina alejarse del resto. No comía, no dormía y a todas horas lloraba. Los días pasaban y su rostro se iba demacrando cada vez más, y aunque el hermano de Marie venía constantemente a tratar de que ella se pusiera de pie, poco o nada podía hacer para animarla aunque sea un poco.

—Marie, debes comer algo.

El rubio, luego de dejar un plato de sopa sobre una cómoda de madera, caminó hacia los grandes ventanales y corrió las pesadas telas de color rojo. De inmediato, la luz inundó toda la habitación, provocando que Marie se encogiera aún más y se tapara la cabeza por completo.

—A Diómedes no le hubiera gustado verte de esta manera. —Su hermano caminó al borde de la cama y la palmeó por sobre las telas. Ella se removió, incómoda, y tomó asiento.

Recién en ese momento Emerald pudo ver el estado real de Marie. Su rostro estaba hundido a la altura de los pómulos y sus mejillas, empapadas. Su mata de cabello negro estaba grasosa y se dividía por mechones que caían sobre su rostro mientras sujetaba con fuerza el camisón de dormir de su amado. Su aspecto era deplorable; quien la viera no podría pensar que era una reina, parecía más la loca del pueblo.

August suspiró y se acercó un poco más.

—Estás hecha un desastre —le dijo, y ella agachó la mirada—, no puedes permitir que alguien te vea en este estado, Marie.

—¿Qué más da? —respondió con la voz entrecortada—. Por mi culpa ha muerto la única persona que me ha amado en toda mi vida...

—Yo también te amo. Diómedes no ha sido la única persona que lo ha hecho. —August sujetó sus delgados dedos y vio que ella se había mordisqueado las uñas al ras de la piel e incluso había logrado hacerse heridas en los lados—. Eres mi hermana, no me gusta verte así.

—¿Cómo seguiré mi vida sin él? —preguntó—. No sabes... Por las noches, imagino que él viene y me da un beso. Siento que me abraza, lo oigo decir mi nombre... Me dice que pronto volveremos a estar juntos.

—Marie, debes seguir tu vida como antes de conocerlo. —August agachó el rostro y volvió a suspirar—. No tengo experiencia en el lado amoroso, pero cuando nuestros padres murieron me sentí de la misma manera: triste, vacío, sin saber qué hacer. Sin embargo, volví aquella tristeza mi fortaleza y continué adelante.

Marie derramó unas cuantas lágrimas y August la apretó contra su pecho. Su hermano depositó suaves besos sobre su cabeza y, luego de separarse unos centímetros, sonrió.

—Eres la mujer más fuerte que conozco —le dijo—. Es terrible lo que le pasó a Diómedes. Pero estoy seguro de que, de alguna manera, aquella entidad que sientes por las noches es él tratando de decirte que sigas adelante, ¿no lo crees?

—No lo sé... —respondió en un hilo de voz.

—Estoy seguro de que es así, Marie.

Su hermano se puso de pie y estiró la mano en su dirección, Marie observó vacilante los dedos y, al fin, estiró la palma hacia él. August la ayudó a pararse y fue su apoyo hasta que llegaron a los baños. Allí dentro, lavó su cabello con calma, sin importarle que estuviera mojando su cara ropa elaborada especialmente para él. Marie cerró los ojos y, mientras dejaba que su hermano la consolara de esa manera, no pudo evitar llorar cada vez que el agua resbalaba por su frente en dirección a sus ojos.

Desde donde se encontraba, Emerald vio como el tiempo comenzaba a pasar y los mesesse sucedían. Siete años después de la muerte de Diómedes, Marie se había transformado de aquella muchacha frágil a una mujer con temple, fría y desconfiada. Y siempre estaba acompañada por August, quien seguía siendo su mano derecha.

Marie no volvió a comprometerse. En cuanto un noble o rey iba a pedir su mano en matrimonio, era enviado a realizar tres tareas imposibles, y al ver el fracaso que resultaban sus misiones, terminaban desistiendo de la idea de formar una familia con ella. August, sin embargo, era otro problema. Cada cierto tiempo insistía en que ambos debían ser los reyes y debían comprometerse, ya que él era el único que la amaba de forma incondicional y que jamás la lastimaría.

Marie lo seguía rechazando porque no quería seguir con las tradiciones enfermizas de tantas generaciones de su familia, algo que a él no le sentaba muy bien. Y pese a eso, luego de cierto tiempo volvía a insistir.

El lapso de tiempo continuó su curso. Marie se mantuvo sola y August se comprometió con Ginna Cinara, su antepasada. A partir de ese momento, Emerald sintió que una energía la impulsaba con velocidad más adelante. Las imágenes pasaban tan rápido que no podía verlas, mucho menos podía escuchar algo completo. Era como si faltaran fragmentos que, por alguna razón, ella sentía que eran importantes.

Para cuando la imagen se detuvo, se halló a sí misma dentro de la espesura de un bosque. Allí se encontraba también Marie, pero no estaba sola, a su lado había un hombre que, al parecer, acababa de decirle algo importante por la expresión que la reina traía. Ella llevaba su armadura de batalla, la cual estaba manchada con ceniza. En su brazo derecho se podía ver un vendaje: en apariencia, su acompañante la había ayudado a sanar aquella herida.

—¿Dónde estuviste todo este tiempo? —preguntó Marie con la voz temblando.

—Junto a ti, como siempre lo estuve... —respondió aquel hombre con tranquilidad en tanto observaba al suelo. Al alzar la vista, esbozó una sonrisa melancólica que generó una calidez dentro del corazón de ambas.

El muchacho era del mismo tamaño que Marie, de piel blanca y cabello castaño, y si bien sus ojos al inicio eran negros, en cuanto agachó la mirada y volvió a observar a la reina, estos se tornaron verdes como una esmeralda.

—Diómedes —dijeron ambas al unísono—. Pero no entiendo... ¿Cómo es que tú...?

—Fue gracias a ti que pude salvarme. —La abrazó con fuerza y ella dejó caer a Silky, su espada, a un lado—. Si tú no hubieras elaborado ese hechizo hace ya tanto tiempo, hubiera desaparecido de este mundo.




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