Me salté una clase. Bueno, no exactamente me la salté. La campana había sonado y tenía, supuestamente, cinco minutos para atravesar la jungla de mochilas y gente que no sabe caminar derecho para llegar a mi siguiente clase. En su lugar, decidí quedarme en el patio trasero, un rincón que, por lo general, estaba reservado para los fumadores clandestinos y los que necesitaban llorar en paz. Hoy, aparentemente, me unía a ese club exclusivo.
Técnicamente, no lloraba. Solo pensaba. Reflexionaba. Cavilaba. Me escondía.
De acuerdo, tal vez también lloraba un poco.
Las hojas del árbol gigante que cubría la mayor parte del patio arrojaban sombras danzantes sobre el suelo, moviéndose con el viento suave de la mañana. Ahí estaba yo, el protagonista incomprendido de mi propia tragedia adolescente, oculto bajo las ramas. Como Romeo sin Julieta. Como un Romeo con un diario que explotó en la peor escena posible.
La primera clase seguía su curso al otro lado de la escuela, lo cual significaba que había silencio. Perfecto para sumirme en mis pensamientos autodestructivos sobre cómo mi vida había dado un giro de comedia romántica a thriller psicológico en menos de 24 horas. ¿Por qué lo había hecho? Tal vez porque me había sentido demasiado cómodo, demasiado seguro. Y ahora, no solo había arruinado mis relaciones, sino que además parecía haber encendido una bomba de tiempo emocional con Elric.
¿Por qué había sido tan estúpido al escribir lo que pensé? Podría haberlo guardado en mi cabeza, haberlo soltado en una charla con Karla o Jezabel. Pero no. Había decidido plasmarlo en un papel, como si no hubiera forma de que pudiera hacerle daño a nadie. Como si mis palabras fueran inofensivas. Pero no, en lugar de una simple crítica constructiva, había lanzado una bomba de racimo sobre algo tan frágil como la confianza. Años de amistad, años de pequeños gestos que, al parecer, no significaban nada para mí cuando me vi a mí mismo como el centro de todo. No es que no lo supiera, claro. No es que no lo viera venir. Pero siempre lo dejaba para mañana. Siempre.
—Ahí estás.
Esa voz. Esa voz tranquila pero firme que podía invocar cualquier sentimiento menos indiferencia. Levanté la cabeza y allí estaba Elric, parado con las manos en los bolsillos de su chamarra. El cabello castaño le caía de forma perfecta —lo odiaba un poco por eso— y su rostro tenía esa expresión que era una mezcla de exasperación y resignación que solía dedicarme mi padre cuando hacía algo ridículo. Como ahora, al parecer.
—No sabía que teníamos cita aquí —solté, usando mi mejor tono sarcástico mientras me pasaba la manga de la sudadera por la cara.
Elric ignoró mi comentario y se acercó hasta quedar frente a mí. Se agachó ligeramente, inclinándose para mirarme mejor.
—Estás bien?
—¿Parece que estoy bien?
—No.
Genial. No había visto mi reflejo, pero supuse que no lucía muy distinto a un mapache deprimido. Bajé la mirada al suelo. Sabía que había algo en mis ojos que me delataba. Lo que más me molestaba era que Elric lo notara. A veces me preguntaba si lo hacía a propósito, si su capacidad para leerme a pesar de llevar pocos días hablando no era un talento natural, sino una forma en la que había aprendido a meterse bajo mi piel al observarme de lejos, solo que nunca lo había visto observándome en los últimos años. Pero ahora, al ver su rostro serio, sin las sonrisas de antes, sentí que no solo me leía, sino que me juzgaba.
—¿Qué haces aquí? ¿No tienes clase? —pregunté, tratando de sonar menos miserable.
—Falté.
—¿Por qué?
—Por ti.
Si mi corazón fuera un personaje de dibujos animados, ahora estaría saltando fuera de mi pecho. Pero era Mark, el tipo que la había regado monumentalmente. Así que, en su lugar, fruncí el ceño.
—No te veías tan preocupado anteriormente —dije más a la defensiva de lo que quería. Mi voz sonó rasposa. Como si todo lo que no había dicho me arañara la garganta.
Elric suspiró y se dejó caer junto a mí en el suelo.
—No estoy tan enojado —dijo finalmente, y su tono se suavizó ligeramente.
Lo miré, desconfiado.
—¿No? ¿Lo dices en serio?
—Años —respondió, encogiéndose de hombros—. Fue hace años. Lo que escribiste del club de periodismo no fue tan malo, ni lo de tus amigos tampoco.
—Fue lo suficientemente malo para que todo el mundo me odiara hoy.
—La gente está exagerando.
—¡Incluyendo a Karla y Jezabel!
Elric se quedó en silencio un momento, mirando hacia el árbol frente a nosotros, con una expresión que podría haber sido tristeza o simplemente indiferencia. No estaba seguro.
—A veces duele más lo que proviene de alguien cercano.
No supe qué responder. Porque tenía razón, y porque ese alguien cercano había sido yo. Pero, al mismo tiempo, la amargura en su voz me hizo pensar que, quizás, él también había sufrido al ver que mi boca había hablado antes de pensar.
Después de un rato, Elric sacó algo del bolsillo: un pedazo de papel doblado.
—Esto estaba pegado en la puerta del club —dijo, entregándomelo.
Lo tomé con manos temblorosas. Era una nota escrita en letras desordenadas, como si la persona hubiera estado apurada o nerviosa:
"Las llamas nunca se apagarán del todo".
Leí el mensaje varias veces. La frase, tan críptica, tan directa, se metió en mi cabeza como una aguja oxidada, dejándome un mal sabor de boca ante recuerdos indeseados. Llamas.
—¿Qué es esto? —pregunté en voz baja, más para mí que para Elric.
—No lo sé —dijo Elric, con un tono que dejaba claro que él también estaba intrigado.
Mi corazón latió más fuerte, y no era por Elric esta vez. La nota, con su advertencia directa y sus letras torpes, tenía el poder de robarle el aire a cualquiera. ¿A qué se refería con Llamas? ¿A algo de mi pasado? Mi mente comenzó a hacer conexiones, pero cada una más absurda que la anterior.
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Editado: 05.03.2025