En el interior de la Isla

Prólogo

Esta historia no le pertenece a nadie.

Ni a mí. Ni a él. Ni a quienes puedan leerla buscando respuestas.
Y sin embargo, de algún modo, es mía. Porque la viví en mi imaginación mucho antes de poner un pie en la ruta. Porque la deseé cuando el deseo era lo único que me mantenía en pie. Porque, aunque cada palabra sea ficción, cada impulso que la sostiene es tan real como el frío del viento en la cara.

Yo nací en el año 1993.
Cuando Christopher McCandless emprendía su último viaje, yo apenas era un niño, tal vez aprendía a caminar. No supe de él hasta muchos años después, cuando su historia ya se había transformado en mito, en advertencia, en bandera para algunos y locura para otros. Fue recién en mi juventud, en uno de esos inviernos donde todo parece derrumbarse, que descubrí su vida. Y ya nada fue igual.

Leer sobre él no fue un acto pasivo. No fue solo admiración o curiosidad. Fue un golpe. Una sacudida.
Como si alguien hubiera vivido antes lo que yo llevaba tiempo callando.
Como si, en un rincón del mundo y del tiempo, alguien hubiera gritado lo que yo no sabía cómo nombrar.

Chris —o Alexander Supertramp, como se hizo llamar en su fuga hacia lo esencial— se atrevió a hacer lo que muchos soñamos en silencio: despojarse del mundo, de la rutina, del apellido, del dinero, del deber, de la mirada ajena. Internarse en la naturaleza salvaje no como un turista, sino como un náufrago voluntario. Buscar, con los pies descalzos y el estómago vacío, algo que se parece a la verdad.

Pero lo hizo en otro tiempo, en otra tierra, en una Norteamérica distinta, en una Alaska brutal e indómita. Yo, en cambio, crecí entre computadoras, redes sociales y ciudades llenas de ruido. Mi vida estuvo plagada de promesas rotas, de trabajos vacíos, de relojes que marcan horas que no quiero vivir.
Y un día entendí que no podía más.

No quería repetir su historia. No quería morir joven, ni convertirme en leyenda, ni dejar un diario lleno de frases subrayadas. Quería, simplemente, escapar.
Escapar de mí mismo, quizás.
O tal vez, encontrarme.

Y así surgió esta travesía. Inspirado por él, pero sabiendo que cada paso sería mío. Que mi camino no estaría marcado por las huellas de nadie. Que no sería hacia el norte, sino hacia el sur del mundo, allí donde el continente se vuelve fin y principio: Tierra del Fuego.

No me llamo Steve. Me llamo Ibrahim Bernal. Pero este nombre, como tantas otras cosas, se volvió un peso. Y en el sur aprendí a soltarlo. En el hielo, en el bosque, en la soledad absoluta, nació Steve, no como un apodo, sino como una metamorfosis. Un acto de renacimiento.

Elijo narrar esta historia como si fuera una novela.
Porque la realidad a veces necesita el abrigo de la ficción.
Porque hay cosas que sólo pueden decirse si se disfrazan un poco.
Pero no se equivoquen: cada emoción, cada miedo, cada noche helada, cada trozo de pan duro, cada abrazo de fuego en medio del frío, todo eso lo viví.
Lo caminé.
Lo soñé.

Este libro no es una biografía. Tampoco una guía de supervivencia.
Es una confesión.
Un acto de amor a la tierra, al silencio, al coraje de quienes se atreven a mirar adentro sin temor a romperse.
Y, sobre todo, una carta dirigida a un desconocido al que nunca conocí, pero que me cambió la vida.

Gracias, Chris.
Gracias por haberte ido al bosque. Por no haber vuelto.
Gracias por mostrarme que aún hay caminos fuera del mapa.

Este es mi viaje.
Mi sur.
Mi grito.

Y comienza en Tolhuin.

El autor



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En el texto hay: christopher mccandless

Editado: 23.07.2025

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