Mar del Plata olía a sal y a despedida.
El último timbre del colegio sonó como una campana de liberación para algunos, de angustia para otros. Para Ibrahim Bernal fue una mezcla confusa: alivio, vértigo y una tristeza que no sabía explicar. Tenía 18 años, acababa de graduarse de la secundaria, y mientras sus compañeros se abrazaban entre gritos, promesas de verano y futuros universitarios, él se alejaba en silencio, con una carpeta bajo el brazo y el pecho ardiendo de ansiedad.
Durante años había escuchado las mismas frases:
"Tenés que estudiar algo con salida laboral",
"Buscá estabilidad",
"No seas boludo, el mundo es duro".
Él asentía, sonreía con educación, pero por dentro sentía que lo estaban empujando hacia un abismo sin aire. Universidades, oficinas, horarios, deudas, edificios grises, seguros de vida, seguros de muerte. La misma maquinaria que masticaba los sueños de sus padres y los escupía en forma de rutinas agotadas. Él no quería eso. Nunca lo quiso. Pero había aprendido a callarse.
Todo cambió el día que, por casualidad, leyó la historia de Christopher McCandless.
La encontró en un PDF viejo, mientras buscaba libros de viajes en la biblioteca digital del colegio. Era tarde, llovía, y el sonido del agua en la ventana lo acompañó mientras leía cada página con una intensidad febril. No durmió esa noche. Ni la siguiente. Algo se le había movido adentro. No era admiración: era identificación. Era como si alguien, desde otra época, le estuviera hablando al oído, diciéndole: No estás solo. Hay otra forma. Hay una salida.
A partir de ese momento, supo que no iba a seguir el camino que le marcaban.
Tenía ahorrados 450 mil pesos que sus padres le habían guardado para la inscripción a la facultad, los materiales, algún alquiler modesto en La Plata o en Buenos Aires. Pero cada vez que pensaba en eso, se le cerraba el pecho. No quería una carrera. No quería ser "alguien" en ese mundo. Quería ser libre, aunque no supiera bien qué significaba eso todavía.
El 10 de diciembre de 2023, se sentó frente a su computadora y transfirió todo ese dinero a una fundación del sur que ayudaba a comunidades originarias y familias rurales. Lo hizo sin avisar a nadie. Cerró la sesión, respiró profundo, y lloró. No de tristeza, sino de alivio.
Nueve días después, el 19 de diciembre, salió de su casa con una mochila, una carpa pequeña, un anotador, una Biblia desgastada que había pertenecido a su abuela, y dos mudas de ropa. Le dejó una carta a su madre sobre la mesa, pidiéndole perdón y explicándole que no estaba huyendo de ellos, sino buscando algo más grande, algo que ni él mismo podía poner en palabras.
Se fue a dedo, sin un rumbo preciso, solo con una dirección en la cabeza: el sur. El extremo sur del país. Tierra del Fuego. Tolhuin.
El nombre lo había escuchado una sola vez, en un documental. Le sonó a frontera. A otro mundo. A fin de todo. Y le pareció perfecto.
La primera persona que lo levantó fue un camionero que iba hacia Bahía Blanca. Mientras avanzaban por la ruta 88, Ibrahim miraba por la ventanilla como si viera el mundo por primera vez. El viento golpeaba los costados del vehículo con violencia, y sin embargo, por dentro, todo estaba en calma.
No sabía si encontraría lo que buscaba.
No sabía si iba a arrepentirse.
Pero por primera vez en su vida, sentía que cada paso que daba era suyo.
Bahía Blanca lo recibió con un calor espeso y un cielo enrojecido que parecía incendiado por el sol. El camionero lo dejó cerca de una estación de servicio, al borde de la ruta, deseándole suerte con una mirada mezcla de curiosidad y lástima. Ibrahim le agradeció con un apretón de manos sincero y se quedó allí, viendo cómo el camión se perdía entre las luces de los autos.
Esa noche la pasó a la intemperie, apoyado contra su mochila, bajo el toldo de un surtidor apagado. Tenía frío en los pies y un cosquilleo nervioso en el estómago. No tenía destino fijo ni lugar donde dormir, pero por primera vez en su vida no sentía miedo: sentía libertad. Las estrellas lo cubrían como un techo invisible y, aunque los mosquitos lo atacaban sin piedad, se quedó mirando el cielo hasta que el cuerpo se rindió al sueño.
Al día siguiente, un hombre en una camioneta lo acercó hasta Río Colorado. El viaje fue rápido, casi silencioso, pero el verdadero acontecimiento llegó al final del trayecto.
Cuando Ibrahim cruzó el puente que separa la provincia de Buenos Aires de la Patagonia, algo en él se quebró y se iluminó al mismo tiempo.
El cartel decía "Bienvenidos a la Patagonia Argentina" y era apenas una estructura metálica algo oxidada, sin pretensiones. Pero él lo vio como un portal sagrado. Un umbral. Detrás quedaba todo lo que conocía: la escuela, la casa, los domingos en familia, los edificios grises, el murmullo constante del mar atlántico. Delante... la inmensidad.
La estepa patagónica lo golpeó como un viento antiguo. De pronto, ya no había árboles altos ni sombra ni monte. Solo un mar de tierra parda, de arbustos bajos y secos que se extendían más allá del horizonte. El cielo parecía más grande, más crudo, más desnudo. Y el aire tenía un olor nuevo, a polvo, a sol, a desolación.
—Estoy en otro mundo —susurró, como si hablar fuerte pudiera romper el hechizo.
Siguió a pie durante un tramo, dejando que sus botas se llenaran de tierra y que el silencio le hablara. No había casi autos. No había nadie. Solo él, el viento, y el latido de su cuerpo recordándole que estaba vivo.
A la altura de Río Negro, cerca de General Roca, el paisaje cambió por unas horas. Aparecieron los cultivos de peras y manzanas, verdes y prolijos como oasis en medio del desierto. Ibrahim se detuvo al borde de un campo vallado, pero sin alambres de púas. Trepó con cuidado y caminó unos metros entre los árboles bajos, llenos de fruta. El aroma era dulce, casi embriagante.