En el Latir de tu Corazón

En el Latir de tu Corazón

En el latir de tu corazón

Bruno la miró dulcemente, como si mirara al infinito en sus ojos, pero no la vio allí, estaban vacíos. Su mente yacía dormida en esa cama fría de hospital, sólo su corazón seguía resistiendo dentro de la coraza de su cuerpo. 

Alma había aparecido en su vida luego de un letargo de profunda agonía, cuando su madre había fallecido, y de la misma forma ahora la veía, pues Alba, su madre, había padecido en coma por casi seis meses antes de entregarse al sueño eterno de la muerte. Alma era una chica tan alegre, tan bondadosa y humilde, que él la había amado desde el primer momento en que su voz había escuchado la cálida risa que de los labios de ella había absorto, contemplado.

—Si supieras cuánto quise estar así antes contigo Alma, somos mejores amigos, hemos hablado de mil cosas, y aún así nunca encontré el tiempo para decirte cuánto te amo, y ahora me desgarra verte a éstas sábanas aferrada, sin poder abrazarte, sin poder charlar como antes -le dijo, susurrando, mientras el padre de Alma hablaba con el doctor en la habitación contigua, entonces Bruno notó aquella expresión en su rostro, aquella que se refleja en la desesperanza y el desasociego, algo no andaba bien. Oyó la explicación que el doctor le había dado: el corazón de Alma estaba muriendo, poco a poco, estaba muy débil y no sabía cuánto más aguantaría.

De pronto, una enfermera entró en la sala de terapia intensiva, donde se hallaba su amada, y le administró un medicamento vía intravenosa. 

—¿Para qué es eso?, quisiera hablar con el doctor sobre el estado de Alma, ¿cuándo vendrá? -le preguntó acongojado, pero la mujer no le respondió, y luego de revisar el monitor, para comprobar cómo iban los latidos del corazón de la chica, se retiró.

Alma había ido a estudiar, como siempre, en la biblioteca de la facultad, e inmersa en sus libros, no se había dado cuenta de que la noche estaba avanzada. Bruno debía ir ese día, ya que tenían que presentar un ensayo sobre literatura clásica, pero había sufrido un inconveniente y le había avisado que no podrían encontrarse, siempre estudiaban juntos, y para las nueve iban a la casa de Alma a cenar y luego a ver una película en los viernes, si tan sólo ese día hubiera sido igual.

Cuando el reloj oval dio las once con treinta y dos minutos, la bibliotecaria se acercó a Alma y le dijo que iban a cerrar, que era fin de semana y que habría fiesta en el centro universitario esa noche, que vaya con cuidado, porque los chicos iban a estar alocados. Alma estaba muy agotada y no hizo caso de sus palabras. 

Una vez camino a casa, Alma pensó en pasar por la tienda y comprar unas empanadas con papas fritas para no tener que cocinar y además porque a su papá le encantaba esa comida. En un instante, pensó en Bruno y en que extrañaba su compañía, nunca antes había tenido un amigo como él, sentía que en él podía confiar plenamente, y en los últimos meses se había sentido rara, pues su sentir por Bruno había cambiado. No sabía si era por acostumbramiento a estar juntos, si era por compartir mucho en poco tiempo, se conocían desde hacia apenas cinco meses, si era simplemente un sentimiento de amistad, o si algo más había surgido en su corazón. Para ese entonces, Bruno ya estaba locamente enamorado de ella, y era increíble como ambos se habían esforzado tanto por ocultar sus sentimientos.

Una vez habiendo pagado la compra y salido de la tienda, vio a unos chicos acercarse por la senda contraria de la vereda, ella iba caminando despacio, acomodando sus apuntes dentro de la mochila y guardando su billetera, sentía mucho sueño y el cansancio la estaba venciendo, pensó así, que probablemente se echaría a dormir ni bien llegara a su casa. En un momento, aquellos jóvenes, quienes eran tres compañeros de su misma facultad, y quienes iban hacia la fiesta de la que le había comentado la bibliotecaria, la hicieron detenerse, y le preguntaron si en la tienda quedaban cervezas, Alma se sorprendió por un segundo, pero luego actuó con rapidez y les dijo que no sabía, que preguntaran ellos. Uno de los chicos se detuvo frente a ella y comenzó a ofenderla con frases inapropiadas, ella entonces notó que ya estaban alcoholizados, los otros dos parecían más tímidos y distantes, tomaron de los brazos al primero y lo empujaron a seguir adelante. Alma retomó su rumbo, y luego de estar a unos cien metros de distancia de la tienda, se sintió a salvo. Sin embargo escuchó un silbido a sus espaldas, dio vuelta y vio al joven que le había hablado anteriormente, sujetaba con fuerza una navaja en su mano derecha, estaba cubierta de sangre y tenía la remera empapada de manchas rojas, una herida en el hombro, y una sonrisa siniestra.

—¡Eres tú! -le gritó tambaleándose hacia ella- sabía que no ibas a ir muy lejos...¡anda ven! necesito ayuda, ¿no ves que estoy sangrando? -su voz estaba entrecortada y sus ojos encendidos la miraban.

—¿Pero qué les ha pasado?, ¿y tus amigos?, ¿dónde están los otros? -le preguntó ella, ahora muy perturbada ante la inesperada escena.

—Es que no habían más cervezas allá sabes, ¡¿cómo es que no quedaba ninguna?! ¡la estúpida de la empleada me ofreció un vino podrido! ¡cuando yo quería las cervezas!, entonces...entonces...-dijo desplomándose en el suelo, alzando sus brazos al aire y agitando sus piernas- ¡pues que la maté a la idiota esa! ¡ahí mismo le clavé este puñal! y los otros dices...no sé, creo que salieron corriendo.

Alma se estremeció, no supo qué hacer, sabía que no debía acercarse al joven, pero no podía tan sólo irse y dejarlo, debía llamar a la policía. Lo decidió así, y tomó su celular para hacer la llamada a emergencias. Miró a todas direcciones, para ver si había algún negocio abierto, un kiosko, algo, pero nada, la calle estaba desierta. No era zona de casas, sino de edificios, y ella sabía que no escucharían su auxilio si gritaba allí mismo, aparte en fines de semana casi todos iban o a fiestas, o a sus hogares a pasar con sus familias. La parada del bus estaba a poca distancia, tenía que llegar sin detenerse, entonces oyó de nuevo al chico.




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