«Prometo dolerte tanto que distinguiras la felicidad a primera vista»
DANISSE.
Muerte. Fue la primera palabra que vino a mi mente, al ver cómo aquel pequeño pájaro cayó de lleno al césped en un débil intento de vuelo.
Negué mentalmente. Y pensé en lo inminente y rápida que es la muerte, en el momento menos esperado es cuando ella ha aprendido a hacer su mágica aparición. Natural, provocada o por decisión propia, solía llegar, me parecía un poco gracioso el hecho de que no se disponía a ver de qué edad, nacionalidad o posición económica eras, no se ponía a pensar en sí has vivido mucho, o en que si lo has hecho poco. No, ella simplemente llegaba y se arrastraba todo a su paso, sin importar nada.
Una maldita desconsiderada.
Y allí estaba el conserje del instituto recogiendo a aquel pajarraco que no tuvo la suerte de haber vivido lo suficiente aprender a despejar sus alas con valentía.
Muerte. La palabra volvía a resonar en mis cavilaciones.
Sin duda era en lo que más pensaba a mi corta edad. Cuando vendrá ella a mi, porque ya estaba cansada de está desgracia de vida que me tocó vivir. Pero por supuesto, a ella como verdugo le gustaba burlarse de los simples mortales que estaban sedientos de ella, porque le gusta regocijarse en el hecho de que ellos fueron a ella, en vez de ella ir a por ellos, era una sucia presuntuosa.
Y mi persona no quería darle el gusto, así que aunque mi vida no fuera un cuento de hadas con príncipes azules estaba dispuesta a vivirla al máximo, porque era lo único que me tocaba hacer, esperar hasta que la muy digna hiciera su aparición. No obstante, buscaba cientos de excusas para que su llegada a mi no sea tardía. Porque me consideraba muy cobarde para quitarme la vida, pero era lo suficientemente valiente como para seguir viviéndola.
Y como dicen por ahí, al final del túnel siempre hay una pequeña luz de esperanza y yo estaba esperándola e iba a reírme en su espantosa cara cuando eso llegará y así aprendería a disfrutar la vida como se debe, sin des...
Mis inútiles cavilaciones fueron interrumpidas por unos suaves pero constantes golpes en la puerta del aula, desviando mi atención de la ventana, que me daba una perfecta vista del patio delantero, hacia la puerta a espera de saber quién era.
— Adelante, Collin — pronunció el profesor de biología segundos después de abrir la puerta — Busca un lugar.
Su cuerpo atravesó el umbral de la puerta y se quedó de pie unos segundos buscando un asiento vacío. Y para mi mala suerte sólo había dos asientos desocupados, el que estaba junto a mi y el del pequeño dormilón Douglas, y dudaba enormemente que el cerebrito del instituto decidiera en sentarse a su lado, porque estoy segura que nadie querría ver como su baba corría por su mejilla cuando se quedaba profundamente dormido.Y
Cruce los dedos debajo del pupitre para tener la suerte de mi lado y que él estuviera demente para que se sentará junto a Douglas.
Y en grandes zancadas y esquivando los demás asientos en fila se acercó hasta mí, junto a mi pupitre -antes solitario- compartido.
— ¿Puedo? —. Preguntó, cortés.
Resople, definitivamente la suerte nunca está de mi lado.
Me encogí de hombros, y volví mi vista a la ventana. Sentí como arrastraba hacia atrás la silla a mi lado y se sentaba en ella sacando de su mochila los materiales que necesitaría para la materia.
Pasados unos minutos, de los cuales no había prestado atención en la clase, mis ojos comenzaban a cerrarse lentamente, el sueño me estaba venciendo. Y lo único que me preguntaba era en qué momento sonaba la campana para almorzar.
Unos suaves movimientos en mi brazo derecho me hicieron remover y fruncir el ceño molesta.
— Sólo cinco minutos más, Anna —. Murmure medio dormida.
— Te daría todos los minutos que quieras —. habló la voz de un chico —. Pero tus ronquidos no me dejan prestar atención.
En definitiva esa no era la voz de Anna y ese ruido de fondo me decía que no estaba en casa.
Abrí mis ojos de golpe y observé el rostro de Collin, quien me miraba con una sonrisa burlona en su rostro.
Oh no, me había convertido en un Douglas.
Y por primera vez en mucho tiempo sentí como mi cara ardía en vergüenza. Me erguí de nuevo en mi asiento, acomodando mi espalda firmemente al respaldo de la silla, mientras aclaraba de garganta para no tener que hablar de nuevo.
Mire hacia enfrente y el maestro de biología ya se había ido y ahora estaba el de matemática. En qué momento había sonado la campana de cambio de hora, el pizarrón estaba lleno de ejercicios lo cual me decía que ya llevaba rato ahí.
— Entonces chicos, vosotros sabéis que me gusta tomar una pequeña lección después de cada clase para así ver su nivel de concentración en los ejercicios —. Anuncio el maestro mientras en salón abucheada —. Así que vamos, saquen una hoja y resuelvan.
Se dirigió de nuevo hacia el pizarrón y comenzó anotar los ejercicios respectivos. Todos comenzaban a igualarlo copiandolos en sus hojas de cuaderno de una manera apresurada.
— ¿Podrías prestarme un lápiz?, No traje el mío hoy — habló de nuevo el chico a mi lado.
Lo quedé mirando un tiempo considerable para después asentir lentamente, recoger mi mochila del suelo luego la puse en el pupitre mientras buscaba un lápiz que el princeso necesita, metí mi mano hasta el fondo lo tomé entre mis dedos y se lo extendí.
— Gracias —. dijo, sonriente.
Varios minutos después la clase finalizó. Y entró la maestra de Historia, dándole suelta a su tema de los romanos y griegos mientras yo luchaba internamente para no dormirme viendo esas diapositivas aburridas y llenas de letras sin sentido. Sin importar lo mucho que quería mantenerme despierta, no podía, mis párpados pesaban y lo único que lograba captar mi mente era el movimiento lento de los labios de la maestra explicando su clase.
En el momento que mis ojos se cerraron una vez más, el timbre sonó. Por fin.