La luz impacta contra mis ojos, siento mi cuerpo rígido y observo vagamente las luces artificiales de aquel pasillo.
Giro mi mirada y noto la compañía de un hombre alto vistiendo un uniforme azul, quien gritaba (ordenaba) –por lo que veía– a uno de sus colegas. Cierro los ojos y los presiono, intentando adaptarme a aquella nueva instalación. El ruido de las llantas de la camilla es perceptible, incluso el dolor en mi tobillo derecho.
¿La caída por las escaleras había provocado… esto?
—¿Dón~? —pronuncié suave, con un tono decreciente. Nadie me prestó atención por el ajetreo de estabilizarme. Pero ya había asumido que me encontraba en un hospital, las paredes blancas, el llanto, los gritos de dolor, todo indicaba serlo.
«Y caía», mis palabras vinieron a mi mente. Tal como la sensación de morir…
La imagen del señor Tórrenson atravesado por un vidrio en el cuello, sentado en el asiento del piloto del auto, con la cabeza sobre el timón copó todos mis sentidos.
¿Y el señor Tórrenson?
¡El señor Tórrenson!
—E~ —no podía gesticular nada, me encontraba sedada, eso podía asegurarlo; y mis párpados se cerraban, perdía el conocimiento lentamente—¿En dónde está el señor Tórrenson? —dije con un tono agudo y claro, incluso yo me sorprendí de la elegibilidad de mis palabras, giré mi cabeza y observé a mi madre servirme una tostada con aquella bella sonrisa.
La miré asustada, paranoica, ¿qué había ocurrido?
Sin embargo, todo era mejor que encontrarme postrada en una camilla en dirección al quirófano.
No… No puedo soportarlo~ Respira, respira.
—¿Ah? ¿El señor Tórrenson? ¿Acaso no te espera afuera? —miré a todos lados para cerciorarme de que me encontrara en casa, y sí lo estaba, las paredes beige y aquellos adornos coloridos que no combinaban siquiera con la casa eran únicos de ella. Miré mi plato y luego cada utensilio puesto en la mesa. Tragué saliva confundida, bebí el jugo de durazno y le sonreí aún con las cejas fruncidas—. ¿Sucede algo? —preguntó viéndome muy preocupada tras mi comportamiento peculiar.
Moví mi tobillo y luego el otro, no dolía. Estaba bien. Todo está bien. Cálmate.
—¿Cuál es… la hora? —inquirí dirigiendo mis ojos a los suyos, con una sonrisa ladina y una inocencia en la voz.
En su mirada yacía un pavor que ocultó –también– con una sonrisa.
—Tienes en tus manos el celular, Naiela —respondió emplatando la comida del abuelo.
Me levanté, dejando de fingir esa sonrisa, tomé la mochila y vi una última vez a mi madre, quien prefería ignorarme. «Adiós», le dije yendo hacia la puerta. «Cuídate» escuché a mi madre con una voz quebradiza. ¿Han sentido ser la razón de la separación de sus padres?
Giré la perilla y en ello, su voz me detuvo.
—¡Ah! Olvidé darte las galletas que preparé anoche.
Escuché sus pasos, el sonido de la bisagra del horno, el metal, todo. Bajé la cabeza y regresé. Las luces comenzaron a parpadear. Y surgió la pregunta, «¿esto era real?», si reaccionaba y no era real, mamá se asustaría; si no reaccionaba y era real, mamá se asustaría.
Volvió a apagarse y al encenderse estaba en otro ambiente, en una habitación blanca, con una cama y una mesa. Y en cada parpadeo de luz, ambos escenarios se alternaban. Avancé hacia mi madre que se mantenía indiferente ante ese suceso y al abrazarla para aferrarme a ella las luces blancas dejaron de fallar.
Prendió.
Quien abrazaba era alguien más, pues vestía un uniforme celeste y el aroma era a desinfectante y alcohol. «¿Mamá?», pregunté alejándome. Vi a una mujer que no conocía, me sonreía.
—Toma, debes tomarla —me extendió un pomo con varias pastillas. Retrocedí—. María, debes tomarla.
¿Quién es María?
Volteé para buscar la salida y en un parpadeo ya no estaba en esa habitación. Giré hacia mi madre, no tengo palabras para explicar la mirada más culpable y temerosa de todas.
—Llegarás tarde —dijo en un suspiro—. Deberías…
—Sí.
Al salir de casa mis ojos se empañaron por la luz del día. Se oía el cantar de las aves en las copas de los árboles de pino. No hacía calor, tampoco frío. Nuestra casa estaba alejada de la ciudad. Papá había invertido en la carretera, en la remodelación y una pequeña construcción en casa.
La propiedad era herencia de su bisabuelo. De la familia Bales.
Por esa razón, contratamos al señor Tórrenson, mi chofer personal. Es amigo de mi padre.
El señor Tórrenson, pese a su vejez, es un muy buen conductor y oyente.
—Buenos días, señorita Naiela.
—Buenos días.
—Hoy parece muy callada, ¿ocurrió algo?
—No.
Abrió la puerta del auto y subí. Se acomodó en el asiento del piloto y lo miré por el retrovisor.
—¿Tuvimos un accidente hace poco? —inquirí.
Frunció el ceño y encendió el coche.
—¿Habla sobre el accidente de su maestra de ciencias?
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Editado: 13.04.2025