Berlín. 1920
En 1920 sucedieron varias cosas. Muchas fueron consecuencia de los destrozos que trajo a Europa la Gran Guerra.
Entre 1914 y 1918, los países de la Triple Alianza (el Imperio Alemán, Austria-Hungría e Italia) se enfrentaron con los de la Triple Entente (Reino Unido, Francia y el Imperio Ruso). Los países agrupados en sendos bandos cambiaron al sumarse algunos y dividirse otros. El resultado fue que sesenta millones de europeos (y algunos tantos de otros continentes) se movilizaron en una guerra de trincheras donde la Triple Alianza tendría las de perder.
La caída de la economía del Reino Unido, la inflación en el Reich Alemán, el surgimiento de los Estados Unidos de América como nueva potencia político-económica, el genocidio armenio y la muerte de millones de soldados fueron otros de sus resultados. Además, la Conferencia de Paz celebrada en París en el 1919 había impuesto un bloqueo económico a Alemania y le exigía la reparación económica por la guerra.
En una Alemania destruida por el conflicto bélico, se veían expresiones artísticas como la proyección del film expresionista El Golem, de Paul Wegener, o la inauguración de la primera Feria Internacional dadá. Cada vez que alguien levantaba una pluma, empuñaba un pincel o cantaba una canción, Alemania se decía: «Herein!»[1]
En este contexto social, político, económico y cultural, nació Greta. Nadie anotó el día en la Biblia familiar, ni fue inscripta en el árbol genealógico por algún abuelo emocionado. Al contrario, una comadrona la ayudó a llegar a un mundo frío, desnuda de todo abrigo o calor maternal. Fue un parto rápido, no era el primero. La madre era una mujer de vida fácil y había parido dos niños y abortado otros tantos. Lo que diferenciaba a Greta de los demás niños era, en primer lugar, el embarazo tranquilo que había permitido a su madre seguir trabajando hasta el último día. En segundo lugar, porque el progenitor la había reclamado. Nomás saber del embarazo, el hombre le había pagado para que lo llevara a término, momento en el que le pagaría por el niño. La mujer no había visto ningún mal en aquel trato y dejó que la criatura creciera dentro de ella, como un parásito del que se desharía a los nueve meses.
Una vez llegada al mundo, la comadrona la lavó y envolvió en sábanas. Luego la dejó a un lado y se ocupó de la madre, quien debía expulsar la placenta. Una mujer desconocida entró en la habitación del burdel donde se desarrollaba esta escena y tomó a la niña sin pedir permiso. Luego, sosteniendo a la pequeña llorona, se giró y se fue. La desconocida se dirigió a una casa en el barrio de Pankow. La humedad acompañaba al frío y daba la sensación de caminar entre las nubes.
El barrio donde creció Greta se encontraba en Berlín, la capital Alemania. Allí, las casas se sucedían una al lado de la otra, todas iguales. Para diferenciarlas, los propietarios pintaban sus puertas de colores que distinguían unas de otras. Donde Greta vivía, la puerta era de color blau[2]. Ese adjetivo fue la primera palabra de la niña, que solo habló cuando había cumplido los cuatro años.
El desarrollo tardío de la niña preocupaba a fräu[3] Helmann, quien la creía tonta. Con miedo suponía que, si el señor Müller se enteraba de ello, no pagaría más su estadía en esa casa. Porque era ese hombre de constante traje gris y sobretodo negro, que combinaba con un sombrero de igual color, quien pagaba por la comida, la vestimenta y los gastos médicos de la pequeña Greta.
La señora Helmann no quería indagar mucho, pero se veían muchos hombres que criaban a las hijas de las prostitutas para formarlas como exclusivas prostitutas de lujo. A veces, la mujer se quedaba mirando a Greta, por quien no sentía ningún afecto ni cariño, y le tenía lástima. Dejar que naciera una niña solo para jugar con su suerte era tan cruel como no dejarla vivir en absoluto. Greta existía en medio de una encrucijada. Ella no lo sabía, pero su vida dependía de los caprichos ajenos. Lo que no sabía fräu Helmann era cuánta verdad llevaba en sus suposiciones.
La niña cumplió diez años en algún momento de julio de 1930. Los días que se sucedieron en ese mes fueron calurosos (el máximo había tocado los 25 grados) y húmedos, como en todas las estaciones. Nadie preparó un pastel para Greta ni la felicitó por el simple hecho de haber vivido un año más. En ese barrio, donde tantas mujeres criaban niños ajenos a cambio de unas monedas a principios de mes, nadie celebraba la vida.
Teniendo ya edad para mantenerse sola, Greta comenzó a cumplir con las tareas domésticas que fräu Helmann le asignaba cada día. Otras niñas antes habían aprendido a barrer, lavar, zurcir, coser, cocinar, bordar. Todas eran tareas que cumplían las sirvientas de las casas grandes del centro de Berlín. En barrios como Charlottenburg, las damas de alta sociedad enviaban a sus amas de llaves a buscar sirvientas baratas a la zona de Pankow. Si bien la economía nacional iba en simple decadencia, algunos ciudadanos más distinguidos procedían con su vida acomodada a base de empeñar, lenta y discretamente, algunos de los valores de las familias.
Fräu Helmann trataba a Greta de la misma forma bruta y tosca que a las demás niñas que había criado antes, que criaba mientras y que criaría después que a ella. Las monedas de más que llegaban a su bolsita no marcaban ninguna diferencia. Se decía que no invertiría mucho tiempo en refinar a una niña que estaba destinada a prostituirse. Mejor prepararla para sirvienta y esperar un futuro mejor para ella.
Un día de verano que podía haber sido cualquiera de los tres meses que dura la estación, Greta oyó a la señora Helmann hablar con un hombre. La niña se escondía detrás de la puerta y espiaba, pues había escuchado mencionar su nombre.
—Descuide, herr sir.[4] Antes de lo que piense, la niña estará lista para partir.