En la ciudad de fuego

20. Encuentros

Buenos Aires. 1947

 

Las preparaciones para las presentaciones entre herr Müller y André Jones Parry pusieron nerviosa a Greta por una semana, cuando menos.

André había comenzado a trabajar ad honorem, en sus tardes libres, con una familia galesa. Ellos, refugiados en la Argentina por la misma guerra de André, le tomaron cariño en cuanto se dieron cuenta que buscaba alguna manera de escapar de todo aquello vivido en su país. Poco a poco le enseñaron palabras y frases en galés. Mientras lo hacían, lo iban introduciendo a su bella cultura tan diferente a la germana.

Robert y Rosemary Blayney eran una pareja ya en sus cincuenta sin hijos. Habían llegado a Buenos Aires huyendo de las carencias que la guerra sembró en toda Europa. En una casita del barrio de Balvanera, cocinaban bara brith[1] y crempog[2] que luego salían a vender en la estación de tren de Once. Si existía algún dios, pensaba André, este se había confabulado para hacer que los galeses y el alemán se conocieran.

Robert y André se habían tropezado en la puerta de un bar, a donde ambos iban por una cerveza que calmara la soledad del desarraigo. El reconocimiento inicial se había convertido en una amistad que más se parecía a una relación de padre e hijo. André había terminado por confesar que no era galés, una noche de mayo de 1947. Robert, que ya lo había adivinado, agradeció el gesto de confianza y se lo devolvió de la mejor manera que pudo: le presentó a su mujer Rosemary.

Tan pronto como Rosemary conoció a André, decidió que se encontraba demasiado flaco para su bien y comenzó a llenarlo de pasteles y panqueques, dulces y salados, que se producían en su cocina.

André, por su parte, fue abriéndose poco a poco a la pareja y así fueron conociendo retazos de la vida anterior de ese muchacho que parecía tan solo como ellos mismos.

—¿Por qué no han ido a Gaiman? —preguntó un día André a Rosemary, mientras guardaban los bara brith en una canasta llena de servilletas de papel.

—Estábamos aún decidiendo cuándo viajar cuando te presentaste a nosotros. Decidimos posponer el viaje hasta verte comprometido, y tal vez casado, con la muchacha de nombre alemán.

—¿Qué posibilidad hay de que entremos con Greta en la sociedad de Gaiman?

—Oh, muchacho. No me digas que estás preocupado por eso. Este es un país con los brazos abiertos al inmigrante. Si tú vas a Gaiman y dices que eres galés, e incluso muestras tu documento, todos se convencerán de que lo eres. Quizás te encuentren extraño, pero todos somos extraños para quienes no nos conocen.

Con esa última reflexión, André se fue sonriendo ese día hasta su pequeña habitación de pensión. Con el sueldo que le pagaba el alemán Schols, estaba seguro de poder costear un pequeño departamento. Pero el lujo no lo necesita alguien que ha dormido en la calle. Le basta con una cama caliente, y era eso lo que tenía. Por el contrario, debía ahorrar dinero para pagar los boletos de colectivo que los llevarían a la provincia de Chubut, con su colonia galesa. Porque algo daba por seguro era que ni él ni Greta deseaban quedarse en Buenos Aires mucho tiempo más. Cosmopolita como era, la ciudad era un recordatorio constante de Berlín, con sus avenidas, sus casas antiguas, sus iglesias y sus estaciones de tren.

Por su parte, Greta seguía trabajando para la editorial de los alemanes en Liniers. Levantarse temprano y abrigarse para pelearle al frío húmedo de la capital argentina había sido toda una destreza de su parte. Ella, que en los últimos años había vivido en una casa con calentadores y con sirvienta.

Pero la urgencia de recibir su sueldo a fin de mes tenía a Greta trabajando en tiempo y forma cada día. El día del cobro, dividía su sueldo en dos partes iguales. Una era guardada celosamente en una caja de bombones. Si bien André no le había pedido expresamente que lo ayudara a ahorrar, ella tenía por supuesto que era su deber hacerlo.

La otra mitad era destinada a pagar gastos de la casa y pequeños gastos propios. Uno de esos gastos fue la compra, en una librería de Liniers a la que un compañero la había remitido, de un libro sobre el Territorio Nacional del Chubut.

Durante las noches siguientes, en ese momento previo a dormir cuando uno ya está en la cama pero todavía no llega el sueño, Greta había leído Territorio Nacional del Chubut y sus idiosincrasias, de Romeo Álvarez. Lo primero que aprendió fue que la provincia estuvo habitada por los pueblos nativos tehuelches y patagones. De la lengua de estos primeros (llamada tewsün o teushen), el territorio recibía su nombre como derivado del vocablo chupat. Su significado tenía que ver con la transparencia del río del mismo nombre que cruzaba el territorio.

Al llegar al apartado sobre el clima, Greta aprendió que viviría en un territorio frío y húmedo, además de ser recorrido por los tan conocidos vientos de la Patagonia, región en la que este se encontraba. Supuso que no sería un clima tan diferente a Berlín, donde el viento ganaba lugar por donde quisiera.

Hacia 1880, los galeses emprendieron la colonización del territorio sureño. Esta fue la primera colonización europea exitosa. Estas corrientes migratorias crearon nuevas poblaciones permanentes, hasta donde, años después, llegó el ferrocarril. La capital era Rawson y estaba ubicada en el valle interior, impulsada por la inmigración galesa. Cerca de allí se encontraba el asentamiento de Gaiman. Allí, se mantienen las costumbres y tradiciones de los colonos de 1865. La población albergaba, para deleite de los visitantes, varias casas de té galés.

Para cuando terminó el libro, varias noches después, Greta se imaginaba viviendo en Gaiman y trabajando en algunas de esas casitas de té que tan bien fotografiadas aparecían en el libro. Pero André tenía otros planes.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.