En la otra muerte

Las vías del tren

El 12 de agosto de 2017 era un día gris. Estaba nublado y frío, dando un aire de nostalgia a las vías del tren, donde un hombre de veintiocho años, mediana estatura, de cabello castaño claro y corto, se acomodaba sus anteojos para mirar con una tristeza que arrastraba desde hacía muchos años atrás, desde su adolescencia, por la pérdida de su primer amor en aquellos mismos rieles, en aquel mismo lugar. 


Javier Hernández había adoptado esta costumbre algunos años después que Sofía Jara falleciera en aquel lugar el 28 de octubre de 2003, en un accidente. 


Acostumbraba visitar las vías para el aniversario de aquella triste fecha, también cuando necesitaba estar solo, buscando encontrar entre sus recuerdos los momentos que aún guardaba en su mente de aquella época lejana, o cuando se sentía triste, como en aquel momento.


Ese día estaba especialmente deprimido, aunque ni él mismo sabía el por qué. No podía quedarse mucho tiempo —como le hubiera gustado—, en su casa lo esperaban su esposa y sus dos hijos. 


Después de media hora de volver a padecer la muerte de Sofía, de pensar en su partida, de imaginar lo último que pasó por su cabeza, de imaginar el sonido del tren, el olor del metal mezclándose con el de su carne y su sangre, de pensar en el último sonido que emitió esa boca que besó tan pocas veces y que el destino se encargó de que no volviera a besar, después de revivir el duelo otra vez por aquellos condenados treinta minutos, decidió que era momento de volver. 


Hacía pocos meses que habían cerrado el paso a las vías y habilitado una pasarela peatonal en altura por sobre el paso del tren. Pensaba que era una lástima que no lo hubieran hecho en el tiempo que Sofía estaba viva. Caminó hasta donde había una abertura en la reja y salió por el mismo lugar por el que entró.  


Era sábado, venía del trabajo y, aunque había trabajado media jornada, llevaba en sus espaldas el cansancio de una semana agotadora.


Llegó al lugar donde había estacionado su auto, un Daewoo Espero de color blanco del año 97, lo tenía de hace unos tres años y aunque el auto era viejo y pasaba más tiempo con el mecánico que con él, le gustaba. Echó un último vistazo alrededor antes de subir y partir. 


 


Fue papá a los veintidós años, un año después de casarse con Catalina Muñoz. Sus hijos eran Ricardo, de seis años y Vicente, de dos. Pese a su intermitente estado de depresión, tenía una muy feliz vida de familia.


Ahora se dirigía hacia el supermercado, se había comprometido a comprar bebidas y algo para el postre.


Mientras conducía, volvía a pasar por su cabeza el momento cuando supo que Sofía había muerto atropellada por aquel fatídico tren. Había pasado mucho tiempo de aquello, pero seguía en su estómago la sensación de agonía de negarse a creer la realidad. Cuando ocurrió el accidente estaba próximo a cumplir quince años, pero el sufrimiento lo llevaba latente incluso trece años más tarde.


Aunque su mente vagaba por el año 2003, su celular lo trajo de vuelta al 2017. Era Catalina. Pulsó el altavoz del teléfono para tener las manos libres en el volante. 


—Hola. ¿Dónde vienes? —dijo de forma suave la voz de su esposa. 
—Voy camino al supermercado. 
—Pensé que ya venías de vuelta. 
—Me demoré un poco más en salir del trabajo, pero llego rápido a la casa. 
—Pero la hora que es... Pasaste de nuevo a la línea del tren, ¿cierto? 


Guardó silencio por unos segundos, respiró profundo y tragó saliva. 


—Sí, lo siento. 
—No te disculpes, sabes que no tengo problemas con eso, lo que pasa es que me asustas cuando te demoras mucho, por eso te pido que me avises cuando pases para allá. Así no me queda el miedo de que algo te pasó. 
—Tranquila, qué me puede pasar. ¿Cómo están los niños? 
—Están bien, jugando en su pieza, se quejan de que tienen hambre. 
—Coman mientras, no me esperen, la verdad es que no creo que me demore tan poco. 
—Está bien, pero trata de hacerlo rápido. 
—Sí, me voy a apurar, nos vemos en un rato. Te amo. 
—Te amo mucho. 


Detuvo el auto y puso una canción que Sofía le había dedicado. Recordaba cómo empezaron, lo poco que duró su relación y lo jóvenes que eran. El día que ella murió estaba con otro muchacho en las vías, había empezado hacía poco una nueva relación. 


Con los años, Javier se había convencido de que había sido sólo alguien más en la vida de Sofía, un pasajero más en los últimos asientos del bus. Aunque a veces pensaba que tal vez y sólo tal vez, sí había sido alguien importante. Cuando ella murió, él visitó a su mamá por un tiempo y en una de esas visitas ella le entregó una carta que Sofía le escribió y mantuvo guardada. En esa carta decía que él había sido su primer amor de verdad, que lo extrañaba y que quería volver a estar con él. Esa carta todavía la guardaba y muy de vez en cuando la volvía a leer. 


Sofía vivía en un departamento en el último piso de un edificio de tres plantas, donde solían mirar las estrellas desde el balcón. En una de esas noches ella preguntó: 


—¿Qué harías si me muero? Imagina que vienes a verme y mi mamá sale llorando y te dice: «La Sofía se murió». 
—Me pondría a llorar —respondió él sin pensar mucho— y la vendría a ver de vez en cuando. Así pasaríamos juntos la pena. 



#13753 en Fantasía

En el texto hay: viajeeneltiempo, romance, muerte

Editado: 27.05.2022

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.