Prefacio

Depositó su cabeza sobre mis muslos y me observó con aquellos desalmados ojos de iris amarillo. Su rostro era un óleo sobre el que se pintaba la nada misma. Siempre lo era. Un lienzo en blanco que atraía las peores pesadillas.

Las lágrimas comenzaron a descender por mi rostro, salpicando las inmutables y tersas mejillas de aquel que me mantenía cautiva.

—¿Qué ingrediente pusiste para que la avena luciera verde? —cuestionó casi de manera inocente, tomando una de mis lágrimas con su dedo índice para dejarla deslizarse por la palma de su mano. Quedo, tan quedo que asustaba.

Había devorado sin rechistar toda la avena que le preparé esa misma mañana, se había acabado todo como si de un niño bueno y obediente se tratara. Pero no, no era un niño, ni era obediente, siquiera era un humano.

Mi labio tembló, pero no así mi decisión.

—Veneno de rata —afirmé, esperando una reacción de su parte; que me matara, que me comiera allí mismo de un bocado—. Apenas un poco de avena, el resto solo era veneno de rata.

El rostro de Donnie no cambió, observó su propia mano cuando comprendió que la lágrima que había sostenido yacía extinguida.

—Me gusta más cuando lo haces con pasas y azúcar —murmuró al fin, haciendo que mis ojos se cristalizaran de nueva cuenta.

No le había hecho nada. El saco gigante de veneno abandonado allí no había surtido efecto alguno en él... y era tan lógico, ¿cómo se envenena algo que no es humano siquiera?

—Traté de matarte —las palabras salieron de mi fuero interno con la fuerza de una histeria muy bien reprimida. Me dolía apretar los dientes, pero lo hacía de todas maneras.

Donnie solo me miró, sus ojos amarillos, portal de universos desconocidos conectaron con los míos como si fuesen los únicos en la tierra o incluso más allá de ella. Siempre me ofrecía aquella mirada, ¿qué buscaba?

—Dormiré en tu regazo —pronunció, volteando su rostro a mi torso y dando el asunto por zanjado.

Quedé tiesa. Si nada funcionaba entonces no me quedaba más.

Nada más que esperar mi muerte.